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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (51 page)

BOOK: Nuestra especie
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El emperador tomaba sus comidas en vajillas de oro y plata, asentado en estancias cuyas paredes estaban recubiertas de metales preciosos. Sus ropas estaban hechas de la más suave lana de vicuña y, una vez usadas, las cedía a los miembros de la familia real, pues nunca llevaba dos veces la misma prenda. Disfrutaba de los servicios de gran número de concubinas, metódicamente seleccionadas de entre las muchachas más hermosas del imperio. Con el fin de conservar la sagrada línea de filiación del dios solar, su esposa tenía que ser su propia hermana o media hermana, según ya se ha explicado. Cuando moría, su esposa, sus concubinas y muchos otros servidores eran estrangulados, en estado de embriaguez, en el transcurso de una gran danza, para que no le faltara ninguna comodidad en el otro mundo. A continuación se evisceraba su cuerpo, se envolvía en telas y se momificaba. Estas momias eran atendidas de forma permanente por mujeres que espantaban las moscas con sus abanicos, dispuestas a satisfacer el menor deseo que pudiera expresar el emperador muerto.

Por qué la primera Tierra conquistó a la segunda

En su ruta hacia Tenochtitlán después de arribar a Veracruz en 1519, Hernán Cortés atravesó un paisaje cultural que le resultó vagamente conocido. Pasó por ciudades, villas y aldeas que tenían calles y plazas, y casas para los ricos y los pobres; vio a gente realizando labores de cultivo en lozanos campos irrigados, mientras otros acarreaban cestas de comida y productos de artesanía como cuchillos de obsidiana, cerámica de calidad, plumajes, cueros y pieles finas. En su camino se cruzó con una familiar diversidad de hombres y mujeres humildes y exaltados: potentados, comerciantes aristocráticos, albañiles, picapedreros, jueces, sacerdotes, esclavos. Muchos de ellos vestían ropas tejidas en vivos colores y se adornaban con joyas exquisitas propias de su elevado rango. Y vio palacios, pirámides y otras estructuras de piedra cuya masa, altura y simetría denotaban una gran destreza en arquitectura e ingeniería. Le extrañó, sin embargo, la ausencia de determinadas cosas que formaban parte del mundo cotidiano de la España de su siglo. En el campo los hombres se servían de picos y palas de madera. ¿Dónde estaban los arados y los bueyes para tirar de ellos? Las cabras y las ovejas no se divisaban ni por asomo. No había rastro alguno de carretillas, carros ni de ningún vehículo de ruedas. Las únicas armas que usaban los soldados eran dardos y lanzas con puntas de piedra. Nada sabían de espadas de acero o trabucos. Su desconocimiento del caballo era tan completo que al principio creían que animal y jinete eran una sola criatura.

La vida social en las dos Tierras había evolucionado esencialmente por caminos paralelos, pero el ritmo del cambio era decididamente más lento en las Américas. Las respuestas humanas en conjunto tienden a ser parecidas cuando las condiciones subyacen tes son similares. Pero, claro está, las condiciones subyacentes rara vez son exactamente las mismas. Las dos Tierras eran gemelas, pero no idénticas. Después de las extinciones de animales que tuvieron lugar en la segunda Tierra hacia el final de la última glaciación, las regiones bien pobladas de plantas domesticables quedaron mal pobladas de animales domesticables. No sobrevivió ningún animal parecido a la oveja, la cabra, el cerdo, la vaca, el asno, el búfalo acuático o el caballo que se pudiera encerrar en un cercado y alimentar con excedentes agrícolas. Cierto, los ancestros de los incas domesticaron llamas y alpacas, pero eran éstas criaturas frágiles, adaptadas a los valles más altos de los Andes. No se podían ordeñar como las ovejas, las cabras y las vacas, ni podían llevar cargas pesadas como los burros y los caballos, ni tirar de carros o arados como los bueyes. Tampoco podía la cobaya resistir la comparación con el cerdo. Además, ninguno de los animales de la segunda Tierra aptos para la domesticación era originario de la región montañosa de México de donde era originario el antecesor silvestre del maíz. Creo que esto explica por qué los habitantes de las montañas mexicanas seguían manteniendo hábitos de vida seminómadas cuando ya habían iniciado la domesticación de las especies de cultivo más importantes. En el Próximo Oriente las aldeas sedentarias podían disponer a un mismo tiempo de proteínas y grasas vegetales y animales, puesto que domesticaron plantas y animales a la vez. El sedentarismo aumentó la productividad de las plantas domesticadas, con lo cual, a su vez, creció el interés por la vida sedentaria. Pero en las montañas mexicanas la necesidad de mantener el componente animal en la dieta hizo que sus habitantes se resistieran a abandonar la caza. Así, al contrario de lo que ocurrió en el Próximo Oriente, el desarrollo de aldeas en las montañas de Mesoamérica no precedió a la primera fase de cultivo, sino que la siguió después de un lapso de varios milenios. Esto, a su vez, retrasó la aparición de jefaturas agrícolas en las zonas montañosas y la aparición de los primeros Estados de las tierras altas en hábitats propicios para el crecimiento imperial.

Los mexicanos acabaron domesticando el pavo, el pato (cairina moschata), la abeja y un perro lampiño criado por su carne, pero estas especies no tenían peso alguno en la fase agraria incipiente ni llegaron a alcanzar importancia suficiente en períodos posteriores.

Algunos antropólogos han puesto en tela de juicio la idea de que los paleoindios dispusieran de pocas opciones a la hora de elegir especies domesticables, y se preguntan por qué no domesticaron tapires, saínos, antílopes o ciervos. El tapir y el saíno son especies de la jungla de las tierras bajas, adaptadas a hábitats húmedos, y hubieran prestado flaco servicio a los hombres que domesticaban maíz y amaranto en los áridos valles de las montañas del interior. En cuanto al ciervo y al antílope, puesto que nadie más ha sido capaz de domesticarlos por completo, no veo por qué esperar que lo hicieran los antiguos mexicanos. En cualquier caso, hubieran servido menos aún que las llamas y las alpacas como animales de carga, tracción u ordeño.

La extinción de especies animales no sólo retrasó el desarrollo de las aldeas agrarias sedentarias en la segunda Tierra, sino que privó a ésta de la agricultura del arado tirado por animales y de la capacidad de desarrollar en toda su envergadura los sistemas agrarios que conoció la primera Tierra. (Los incas en realidad usaron un tipo de arado tirado y empujado por hombres). Lo que acaso sea más importante aún es que la carencia de animales de tracción inhibió la invención del vehículo sobre ruedas. Los mexicanos no tuvieron dificultad alguna para inventar la rueda, pero sólo la utilizaban en la fabricación de juguetes para sus hijos. Sin animales de tracción poco incentivo tenían para construir carros. Enganchar hombres a carretas no resulta mucho mejor que ponerles a cargar pesos en la cabeza o la espalda, sobre todo si se tiene en cuenta el coste que hubiera supuesto construir carreteras lo suficientemente llanas y anchas para dar cabida a una carreta de bueyes de la primera Tierra. Los incas construyeron una extensa red vial, pero sólo destinada al tráfico pedestre del hombre y de la llama, y con un considerable ahorro de gastos al salvar grandes desniveles mediante escalones en lugar de revueltas en zigzag.

Un hecho impresionante es que las grandes ciudades de la segunda Tierra fueran centros no tanto comerciales como administrativos. No puede decirse que carecieran de mercados, artesanos especializados o comerciantes, pero el objeto de la mayor parte del comercio, descontando el de artículos de lujo, eran las maderas que crecían en los alrededores de la ciudad, o bien mercancías producidas en ésta. La producción de alimentos o mercancías a granel quedaba limitadísima por la falta de vehículos. Es sintomática del relativo subdesarrollo del intercambio comercial la inexistencia de dinero de uso generalizado. Salvo el uso limitado de los granos de cacao por parte de las castas de mercaderes de México, la segunda Tierra carecía de moneda. La falta de un tráfico de cargas a larga distancia y de un sistema monetario inhibió de manera decisiva el nacimiento de unas clases comerciales como las que tanta importancia tuvieron en el desarrollo de los centros imperiales clásicos de Eurasia.

La falta de interés por la rueda frenó el avance tecnológico en muchos otros campos. Sin la rueda no podía haber poleas, engranajes ni mecanismos de transmisión, dispositivos que permitieron a los hombres de la primera Tierra construir máquinas que molían harina, hilaban la lana, medían el tiempo y permitían levantar grandes pesos —incluidas las anclas y velas de sus buques— y que constituyeron la base de la ingeniería mecánica en la época de las máquinas de vapor y los motores de combustión interna.

¿Hubieran acabado los habitantes de la segunda Tierra por encontrar nuevos usos a la rueda e inventado engranajes, mecanismos de ruedas, poleas y máquinas complejas hasta alcanzar su propia revolución industrial? Una buena razón para responder en sentido afirmativo es que dieron varios pasos decisivos en el terreno de la metalurgia. Al igual que hicieran los hombres de la primera Tierra, habían empezado martillando en frío planchas de cobre, luego siguieron fundiendo y colando el cobre, el oro, la plata y varias aleaciones, incluido el bronce, que comenzaban a utilizar en la fabricación de hojas de cuchillo y cabezas de maza cuando llegaron los primeros españoles con sus armas y armaduras de acero. Un logro asombroso de los metalúrgicos de la segunda Tierra fue la invención independiente de la técnica de colada conocida como método de cera perdida. Para sacar el molde de un objeto confeccionaban primero un modelo de cera. Luego colocaban el objeto en un hoyo o en una forma, lo cubrían con arena firmemente compactada y vertían el metal fundido sobre el modelo a través de una pequeña abertura practicada en la parte superior. El metal fundido volatilizaba la cera al instante y rellenaba el espacio resultante con una copia idéntica del modelo de cera. Un pueblo capaz de tales avances metalúrgicos hubiera podido llegar mucho más lejos, tal vez con menor rapidez que la primera Tierra, pero básicamente en la misma dirección. También la invención de la escritura y de la numerología, así como sus logros en astronomía y matemáticas, hablan en favor de la tesis de que la ciencia y la tecnología de ambos mundos hubieran acabado convergiendo. Los calendarios mexicanos precolombinos eran más exactos que los egipcios, y los mayas habían logrado un avance decisivo vedado incluso a los griegos y romanos: un glifo que designaba la cantidad cero para marcar la ausencia de un número de base o sus exponentes. Pero nada de todo esto cambia el hecho de que los hombres de la primera Tierra habían tomado la delantera. Fueron ellos los dueños de buques de navegación transoceánica, pólvora, mosquetes, espadas de acero y el equivalente cuadrúpedo del tanque acorazado. Los ejércitos incas y aztecas luchaban valerosamente, pero sin ningún atisbo de esperanza. Sin que ellos lo supieran, su suerte había sido echada mucho tiempo atrás, al apartarse de la caza los hombres de la primera Tierra para domesticar ovejas y cabras y establecerse en aldeas agrarias, mientras que los hombres de la segunda Tierra, despojados de animales domesticables, siguieron cazando durante 5.000 años más.

Malestar cultural y conciencia

La historia de la segunda Tierra demuestra que la evolución cultural no ha conducido a un caótico revoltijo de acontecimientos contradictorios y únicos sino a procesos de continuidad y cambio repetidos a intervalos regulares. Más que producir un sinfín de variedades culturales divergentes, la evolución cultural ha dado tendencias impresionantemente paralelas y convergentes. E incluso al producir diversidad, lo hizo de manera ordenada, como reacción a limitaciones cognoscibles impuestas por hábitats específicos a las estrategias de producción y reproducción de los pueblos. Así pues, la historia de la segunda Tierra demuestra la subyacente unidad de las divisiones físicas y culturales de nuestra especie y la aplicabilidad universal de los principios de la selección cultural, y rebate las posiciones tan en boga hoy en día sobre el carácter único e incomparable de cada cultura. Dado que todas las culturas sirven al mismo conjunto de necesidades, apetitos e impulsos humanos básicos, en todas partes los hombres suelen optar por alternativas similares cuando se encuentran en condiciones similares. Este planteamiento de las diferencias culturales me parece mucho más esperanzador que el radical relativismo de aquellos colegas que creen que en la búsqueda del conocimiento sobre la condición humana es imposible trascender las diferencias culturales. Sólo la perspectiva de la comprensión mutua, aparte de la cultura propia de cada uno, nos permite concebir esperanzas de una reconciliación mundial y de poner fin a la amenaza de destrucción mutua.

Permítaseme señalar en un tono menos optimista que los principales procesos de la evolució n cultural no atestiguan la capacidad de nuestra especie para ejercer un control consciente e inteligente sobre el destino del hombre. Es este un hecho paradójico, teniendo en cuenta que somos los únicos organismos con cerebros dotados de una «mente» que tiene conciencia de procesar información, tomar decisiones, planificar el comportamiento y del esfuerzo intencionado por alcanzar metas futuras. Así, siempre ha parecido evidente que el cambio cultural es un proceso que el hombre controla conscientemente al tomar decisiones cuando se enfrenta a objetivos alternativos. Pero mirando hacia atrás, viendo que las decisiones tomadas por nuestros predecesores y los cambios que tales decisiones provocaron, se aprecia que hubo una disyunción entre ambos y que todos los pasos importantes en la evolución cultural tuvieron lugar sin que nadie comprendiera conscientemente lo que estaba pasando.

Los hombres que participaron en las transformaciones que llevaron desde los recolectores hasta los faraones tomaron decisiones conscientes y eran tan inteligentes, despiertos y reflexivos como nuestras generaciones modernas. Decidieron prolongar o aplazar tal o cual actividad por un día o una temporada, cazar o no cazar determinada especie, levantar el campamento o permanecer en el mismo lugar, alimentar o abandonar a un niño en particular, escuchar a un cabecilla o hacer caso omiso de él, asaltar o no determinada aldea, trabajar para un redistribuidor en lugar de otro, o plantar más ñames ese año que el anterior. Pero nunca decidieron transformar bandas recolectoras con papeles sociosexuales igualitarios e intercambio recíproco en aldeas agrícolas sedentarias con jerarquías sociosexuales e intercambio redistributivo. Nadie decidió jamás convertir la residencia patrilocal en matrilocal, o las formas de redistribución igualitaria en formas de redistribución estratificada, o la guerra interna en guerra externa. Cada una de las grandes transformaciones que tuvieron lugar en la historia y prehistoria fue consecuencia de decisiones conscientes, pero las decisiones conscientes no tuvieron por objeto grandes transformaciones.

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