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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (68 page)

BOOK: Nueva York
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—¿Y qué quieres que haga yo al respecto? —inquirió con cautela.

Ella calló un momento: estaba claro que ya había pensado en aquello.

—Me parece, Frank —declaró con calma—, que deberíamos replantearnos si hacemos negocios con propietarios de esclavos.

«¿Te has vuelto loca?», estuvo a punto de gritar, pero, por fortuna, logró contenerse y aguardó un instante antes de dar la respuesta.

—Es difícil ser un negociante neoyorquino y no tener nada que ver con el comercio del algodón.

Aquello fue más comedido. Durante generaciones, los neoyorquinos habían intentado ganarse a los propietarios de las plantaciones de algodón. Al principio, les compraban a los sureños el algodón crudo y lo enviaban a Inglaterra, cuando, si hubieran sido más emprendedores, los propios sureños habrían podido enviarlo ellos mismos y ahorrarse las comisiones que se llevaban los neoyorquinos. Éstos, por su parte, habían presentado como algo indispensable el comercio y sus finanzas se habían involucrado tanto con las actividades del Sur que era difícil imaginarse a los unos sin los otros. Frank Master transportaba algodón en sus barcos y vendía mercancías, y deuda, al Sur, lo que suponía una considerable proporción del total de sus negocios.

—Ya lo sé, Frank —adujo ella, apoyando el brazo en el suyo—. Comprendo que no sería fácil, pero tú también eres un buen cristiano; no me casé contigo sólo por tu dinero —añadió con una sonrisa.

«Y yo no me casé contigo para que tú interfirieras en la manera en que lo gano», pensó para sí. Durante el resto del trayecto no dijo nada más, pero percibía que su esposa estaba resuelta a no cejar en aquella cuestión. En el transcurso de diez años de matrimonio, él y Hetty no habían tenido nunca una pelea grave, e ignoraba cómo sería si llegaba a producirse una.

Más o menos en el mismo momento en que Frank y Hetty Master subían al observatorio, Mary O’Donnell se disponía a despedirse de sus amigos. Habían pasado una tarde agradable los cuatro: Mary y Gretchen, el hermano menor de Gretchen, Theodore, y su primo Hans.

Mary sentía mucho cariño por el pequeño Theodore. Tenía cinco años menos que Gretchen y unos ojos, de un azul más oscuro que los de ésta, muy separados. Mientras que su hermana era rubia, él había heredado el cabello castaño rizado de su padre. Y desde muy temprana edad, había dado muestras de un extraordinario sentimiento de identidad personal.

—¿Te llaman Teddy? —le preguntó en una ocasión una señora en la tienda, cuando tenía cinco años.

Theodore negó con la cabeza.

—¿Y por qué no, guapo? —inquirió ella.

—Porque yo no quiero —contestó él con gravedad.

A los diez años, ya había anunciado que no pensaba seguir los pasos de su padre en el negocio del chocolate.

—¿Y qué vas a hacer, Theodore? —le habían preguntado sus familiares.

—Algo que no tenga nada que ver con el chocolate —afirmó.

Su madre se disgustó con la respuesta, pero su padre fue más comprensivo.

—Déjalo —dijo—. De todas formas, tampoco es que éste sea un gran negocio.

Gretchen y Mary solían llevar a Theodore con ellas, pese a la diferencia de edad.

Hans era un caso muy distinto. Años atrás, para Mary había sido una figura distante, pese a que Gretchen le hablaba de él. Mary sabía por ella que era serio y que trabajaba muchas horas para el fabricante de pianos. Lo había visto en un par de ocasiones, pero no había ningún motivo especial para que se conocieran y, además, Gretchen no iba a llevarlo a casa de los O’Donnell.

Cuando llevaba un par de meses trabajando para los Master, un día en que Mary caminaba junto a Gretchen, su amiga le dijo que quería pasar por donde trabajaba su primo. Aunque no se habían quedado mucho rato, Mary tuvo ocasión de observarlo bien. Hans era un joven delgado y alto, de veintitantos años, de cabello rubio rojizo con entradas. Llevaba unas pequeñas gafas de montura dorada y, pese a que se notaba que en ese momento estaba muy atareado, se mostró atento con ellas. Gretchen le pidió que les tocara algo en uno de los pianos.

—Es muy bueno —aseguró—. Le piden a él que haga la demostración de los pianos para los clientes.

Como Hans les dijo que en ese momento no podía, se fueron. Se notaba que era muy formal con su trabajo, y esto le gustaba a Mary.

Una semana después, cuando pasaba junto a la tienda de pianos, Mary decidió entrar. Al principio Hans no se acordó de quién era, pero cuando se lo dijo, le sonrió y le enseñó el piano en el que trabajaba. Ella le hizo algunas preguntas y él le explicó qué clase de madera se usaba, y cómo se le daba forma y se ensamblaba. A continuación, se desplazó hasta otro piano que estaba terminado y le enseñó cómo se afinaba.

Hablaba con parsimonia y de vez en cuando la miraba con gravedad a través de sus gafas de montura dorada. Quizá fuera con intención de librarse de ella de una manera educada, pero al final, se trasladó hasta el mejor piano de la tienda y, tras sentarse frente a él, se puso a tocar.

Mary no sabía gran cosa de música, aunque le gustaba cantar. Había oído tocar el piano en el teatro y en los bares, por supuesto, pero nunca había escuchado nada parecido a aquello. Hans tocó una sonata de Beethoven y ella quedó embelesada por la belleza y la fuerza de la música. Mientras escuchaba, miraba con fascinación a Hans. Tenía una habilidad fuera de lo común y unas manos hermosas, pero lo más interesante era la transformación que se había producido en su cara. En ella percibía concentración, una concentración absoluta, inteligencia… y una especie de evasión. Se dio cuenta de que, cuando tocaba, entraba en otro mundo. Aun sin saber nada de ese mundo, advertía que Hans se había trasladado allí, justo delante de ella, y eso la cautivó. No se había dado cuenta de que era una persona exquisita.

De repente se le ocurrió algo. Durante toda su infancia, había oído que los sacerdotes hacían alusión a los ángeles, y siempre había pensado en ellos como en los seres que había visto en las pinturas, con sus plácidos rostros e inverosímiles alas. Al ver la cara de Hans, pensó que no… que aquél debía de ser el aspecto de los ángeles, espirituales, impregnados de belleza, inteligencia y fuerza.

—Deberías ganarte la vida tocando —le dijo, a su regreso a la tierra, una vez hubo acabado.

—Oh, no —negó, con un asomo de tristeza—, deberías oír a los auténticos pianistas. Ahora tengo que volver al trabajo, Mary —le advirtió amablemente.

Al cabo de diez días, cuando fueron con Gretchen a dar un paseo en barco por la bahía, él las acompañó. No supo si fue idea de él o de ella, pero en todo caso estuvo muy atento y lo pasaron muy bien.

Poco tiempo después, Gretchen le preguntó de pasada qué le parecía su primo.

—Me gustaría casarme con él —respondió ella con una carcajada.

Enseguida lamentó haberlo dicho, porque Gretchen había fruncido el ceño y había bajado la cabeza. Mary cayó en la cuenta de la realidad. «Qué tonta soy —se dijo—, por soñar en algo así, cuando no tengo ni un centavo a mi nombre. Un joven listo como él necesita una esposa con algo de dote».

El problema era que después, siempre que conocía a algún joven, lo encontraba tosco y ordinario. Y luego apareció el hombre que le presentó Sean.

Si tenía en cuenta todo, tenía que reconocer que Sean se había comportado bien desde que ella había entrado a trabajar con los Master. Como era de prever, había averiguado todo sobre ellos enseguida.

—Pero estoy muy impresionado, Mary —le dijo—. Has caído en un buen sitio.

Y no se había acercado para nada a su casa.

—Siempre y cuando sepa que estás bien —puntualizó—. Claro que si te hace daño, le corto el cuello —había añadido, con una sonrisa tranquilizadora.

Aparte, también había tenido una actuación loable con su padre. John O’Donnell no había hecho más que empeorar desde que ella se había ido. Sean iba a ayudarlo, pero no servía de gran cosa. Mary se sintió tan culpable que se planteó si no debía renunciar al empleo para intentar salvarlo. Sean había sido, sin embargo, tajante.

—Yo he conocido a una docena de tipos como él, Mary —señaló—. Seguirá por la misma pendiente, tanto si estás allí como si no.

Cuando su padre falleció seis meses atrás, le había hecho llegar una nota a través de un niño.

El funeral se llevó a cabo con la debida ceremonia. Pese a que el suelo empezaba a cubrirse de nieve, acudió una asombrosa cantidad de personas. En el entierro, Sean había llegado con una cajita negra que, tras una breve consulta con el padre Declan, había colocado con gesto reverente encima del ataúd en el momento en que lo bajaban. Después todos fueron a la casa, que ella había limpiado con vigor.

—¿Qué había en la caja que has puesto en la tumba? —le preguntó, durante el camino de regreso.

—Los restos del perro.

—¿De
Brian Boru
?

—Lo desenterré anoche.

—Jesús, Sean ¿es que no tienes respeto por los muertos? —exclamó—. Seguramente es un sacrilegio.

—Es lo que nuestro padre habría deseado —arguyó él—. Le he preguntado al padre Declan y casi ha estado de acuerdo.

Sean había previsto que hubiera un violinista, además de comida y bebida en abundancia. Así, dispensaron a John O’Donnell una despedida entusiasta.

Allí fue donde Sean le presentó a Paddy Nolan. Lo sorprendente fue que le gustó; lo era porque ella sentía una natural suspicacia hacia todo cuanto guardaba relación con su hermano. Nolan era un hombre tranquilo de unos treinta años, de pelo oscuro y una barba bien recortada. Era muy educado con ella, casi formal, y la llamaba señorita Mary. Parecía tratarla con gran respeto, cosa que ella apreció. Evidentemente consideraba a su hermano como a una persona de cierta importancia. Al cabo de un rato, preguntó si podría tener el honor de ir a visitarla algún día y, para no ser maleducada, le dijo que sí.

—Es bastante respetable, ya has visto —le dijo Sean después—. Y tiene dinero. Es propietario de un bar, aunque él nunca bebe ni una gota.

—¿Y hace tiempo que lo conoces?

—Hemos hecho negocios juntos. Le gustas, Mary; me he dado cuenta. Y sabe Dios que no le faltan mujeres para elegir, con el establecimiento que posee.

Al cabo de diez días, salió con Nolan. La invitó a comer y después fueron a su bar, que se encontraba en la calle Beekman.

Los bares no eran un lugar al que acudieran normalmente las mujeres, pero, al verla en compañía del propietario, los clientes la saludaron con una educada inclinación de cabeza. Se trataba sin duda de un local de un poco más de categoría que otros establecimientos de su clase, frecuentado por señores que trabajaban o escribían para los periódicos y revistas situados en la zona, como el
New York Tribune
y el
Knickerbocker
.

—Aquí recibo a toda clase de hombres de letras —le informó con discreto orgullo Nolan—. El señor Lewis Gaylord Clark, el señor William Cullen Bryant, el señor Herman Melville… —Señaló hacia una mesa del rincón donde se apilaban publicaciones recientes—. Son los periódicos que dejan estos caballeros para que los lean los otros —le explicó.

Estaba claro que le daba a entender que el lugar tenía cierto ambiente de club, y ella tuvo que reconocer que estaba impresionada.

A continuación tomaron el tren que subía por la Cuarta Avenida, tras lo cual la acompañó cortésmente hasta la puerta de la casa de los Master.

Volvieron a salir varias veces, los domingos, que era el día que ella tenía libre. Al cabo de un mes, dejó que la besara. En una ocasión, se reunieron con algunos de sus amigos, que fueron muy atentos con ella. El único momento en que se sintió incómoda fue cuando, al hablar del matrimonio de un conocido, él comentó: «Es lo que siempre digo, trata bien a una mujer y hará lo que quieras». Los hombres se echaron a reír y las mujeres la miraron un instante, pero Nolan le dedicó una amable sonrisa y añadió: «Un hombre nunca debería considerar que tiene ganada a una mujer. ¿No crees, Mary?».

Pese a que el comentario anterior había sido más bien inofensivo, le produjo un desasosiego cuyo origen no alcanzaba a identificar.

La próxima vez que salieron, mientras caminaban por los muelles, él comentó algo sobre el comercio del algodón. Al vivir en casa de los Master, a fuerza de oír las conversaciones, había aprendido algo sobre aquel negocio. Sin pensarlo, le dijo a Nolan que estaba en un error. Una nube ensombreció por un momento su rostro y, luego, sin mirarla, le dedicó una tensa sonrisa.

—No me vayas a contradecir ahora —dijo en voz baja.

Percibió que hablaba en serio. Sabía que no debía darle demasiada importancia a aquellas cosas; la mayoría de los hombres eran iguales y había que reconocer que Nolan tenía muchos puntos a su favor. A finales de primavera, tenía la impresión de que iba a pedirle que se casara con él.

Había hablado de Nolan con Gretchen, desde luego. Ésta tenía ya un prometido, que habían elegido sus padres. Era un chico alemán, un primo lejano con su mismo apellido y cuyo padre regentaba una panadería. Como era hijo único, iba a heredar el negocio. Se llamaba Henry y Mary consideraba que era bastante agradable. Llevaba un fino bigote y le gustaba hablar de repostería.

Mary no acababa de comprender el compromiso de su amiga. Aunque no pasaba mucho tiempo con su novio, a Gretchen se la veía bastante satisfecha, como si se alegrara de que le hubieran solucionado un asunto que, de lo contrario, podría haberle ocasionado problemas.

—Ni siquiera tendré que cambiar de apellido —señalaba con buen humor—. Seguiré llamándome Gretchen Keller.

—¿Lo quieres? —le había preguntado un día Mary.

—Oh sí, me gusta —había respondido plácidamente ella, aunque casi nunca lo traía cuando salían las dos juntas.

Gretchen y Henry debían casarse a finales de año.

Cuando hablaban de Nolan, Gretchen nunca le preguntaba si lo quería. Sí preguntaba si era atento y amable, y si el negocio funcionaba bien. A medida que pasaban las semanas, tras haber reflexionado sobre su situación y comparado la estabilidad de la familia Keller con el malsano caos de Five Points, llegó a la conclusión de que la actitud de Gretchen era tal vez la más juiciosa. A finales de mayo, ésta le preguntó si, en caso de que Nolan le pidiera que se casara con él, aceptaría.

—Espero que me lo pida —contestó.

Nolan tomó la iniciativa en junio. Un domingo a mediodía, fue a recogerla a la casa de Gramercy Park; era un cálido día de verano, sin una nube en el cielo. Había alquilado una bonita calesa de dos plazas y, con un cesto de comida y una manta en la parte posterior, la llevó por la avenida de Broadway y luego por la antigua carretera de Bloomingdale. Al poco rato las calles de la ciudad dieron paso a solares vacíos y campos. Habían recorrido unos cinco kilómetros, por lo que ella suponía que se dirigían a algún ameno paraje con vistas al Hudson, pero él se desvió a la derecha y siguió un trecho hasta que llegaron a una amplia extensión de terreno inculto, sembrado de altozanos y peñas.

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