Nueva York (72 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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Después de dispensar aquellas recomendaciones de prudencia, puso fin a la alocución con un breve resumen de la postura moral de su partido. Aunque había que consentir la esclavitud en el Sur, porque ya existía allí y la necesidad la imponía, los republicanos iban a mantenerse firmes en sus creencias. A continuación puso el broche final con una breve pero vibrante peroración.

—Mantengamos la fe en el triunfo de la razón y, confortados por ella, mantengamos la osadía de cumplir nuestro deber de acuerdo con los dictados de nuestra conciencia.

Recibió una estruendosa ovación. Frank quedó igual de impresionado que el resto de los presentes: había visto a un brillante orador, un político que aunque pregonaba rectitud moral, era realista. Detrás de las palabras de Lincoln, había creído detectar cierto desdén puritano hacia el Sur, cosa bastante comprensible, por otra parte.

—¿Y bien, Frank —inquirió Hetty cuando emprendían el camino de regreso—, qué te ha parecido?

—Impresionante.

—A mí también. Me alegro de que estemos de acuerdo en eso —señaló, con una sonrisa.

—Yo también —admitió con afabilidad.

—Yo creo que va a ser presidente, Frank.

—Podría ser.

Hetty asintió y le ofreció el brazo como en la ida. Al enlazarlo con el suyo, ella le dio un ligero apretón.

Por ello, él omitió expresar lo que realmente pensaba: la aprensión con que contemplaba el futuro en caso de que Lincoln llegara a la presidencia.

El reclutamiento

1863

H
acía un espléndido día de julio, azul y luminoso. Mary estaba tan contenta que abrazó a Gretchen, mientras paseaban por el parque en el bonito carruaje abierto de la señora Master.

—Te tengo preparada una sorpresa —anunció Gretchen.

—¿Qué es?

—Antes de que tomemos el transbordador. Espera y verás.

Nadie habría dicho que la ciudad estaba en guerra. No había ni un soldado a la vista y el parque lucía magnífico, muy verde.

Dos semanas atrás, el escenario era distinto. A finales de junio, cuando el general Lee y los confederados habían cruzado el río Potomac y se habían adentrado en Pensilvania, Nueva York se hallaba en un estado de efervescencia. Todos los regimientos de la ciudad se habían trasladado al Sur para reforzar el ejército de la Unión.

—Pero si Lee los derrota o esquiva un enfrentamiento con ellos —advirtió Master—, podría llegar aquí en cuestión de días.

A comienzos de julio, en Gettysburg se había iniciado una reñida batalla. Al principio nadie sabía quién ganaba, pero el cuarto y último sábado del mes, los telegramas transmitieron la noticia de que la Unión había obtenido una gran victoria.

—Me parece, querida Mary, que lo más seguro para ti será que te vayas de vacaciones —le había dicho el martes la señora Master.

Por fin libre. Las vacaciones estaban previstas desde hacía un mes. El marido de Gretchen había insistido en que ésta necesitaba una semana de descanso. Él seguiría ocupándose de la tienda, mientras sus tres hijos permanecían cerca, al cuidado de los padres de Gretchen. Habían acordado que Mary iría con Gretchen, para que así pudiera viajar con seguridad y respetando las reglas del decoro, al tiempo que disfrutaba de la compañía de su amiga. Habían reservado un respetable hotel en Long Island. Para esa tarde, antes de tomar el transbordador, la señora Master había tenido la amabilidad de ofrecerles su carruaje, de modo que, para empezar, habían dado una vuelta por Central Park.

Entre los hijos de Gretchen y la tienda que debía atender ésta, las dos amigas ya no tenían tantas ocasiones de verse como antes. Siempre habían mantenido el contacto, sin embargo, y Mary era madrina de uno de los pequeños. Ambas estaban pues encantadas con aquella oportunidad de pasar una semana juntas en la playa, y ya estaban riéndose como un par de chiquillas.

—Mira, aquí estamos las dos paseando como distinguidas señoras —exclamó Mary.

Le fascinaba Central Park. Hacía pocos años que habían dispuesto aquel rectángulo de cuatro kilómetros de largo, proyectado por Olmstead y Vaux, con objeto de proporcionar un espacio de asueto, un «pulmón» en el centro de lo que ya se preveía como un trazado completo de calles. Para ello habían desecado pantanos, eliminado un par de aldeas y allanado colinas. En su lugar las extensiones de césped, estanques, bosques y senderos ofrecían unos paisajes casi tan elegantes como el Hyde Park de Londres o el Bois de Boulogne contiguo a París. Los contratistas habían incluso realizado el trabajo sin que mediara en él ningún tráfico de influencias, lo cual resultaba absolutamente extraordinario.

Las dos amigas iban en todo caso muy bien vestidas. Gretchen se lo podía permitir, pero Mary también tenía unos cuantos vestidos bonitos. Las criadas de Nueva York ganaban dos veces más que una obrera de una fábrica, además de recibir alojamiento y manutención, y muchas de ellas enviaban dinero a sus familias. Durante los catorce años que llevaba con los Master, sin tener a nadie a su cargo, Mary había ahorrado una bonita suma.

Claro que, si alguna vez hubiera necesitado dinero, Sean la habría ayudado. Su hermano se estaba enriqueciendo. Ocho años atrás, se había quedado con el bar de Nolan, de Beekman Street; cuando ella le preguntó qué había sido de éste, él respondió de manera evasiva.

—No se llevaba bien con algunos de los chicos —explicó vagamente—. Creo que se fue a California.

En realidad, le importaba poco adónde hubiera ido a parar Nolan. En cualquier caso, había algo seguro: Sean estaba ganando una fortuna con el bar. Se había casado y tenía una familia, y se había vuelto casi una persona respetable.

—No tienes por qué trabajar de criada, ¿sabes? —le decía—. En mi casa siempre habrá sitio para ti cuando quieras.

Ella prefería, con todo, mantener su independencia. Además, a aquellas alturas se sentía en casa de los Master como en su propio hogar. Cuando la pequeña Sally Master sufría algún contratiempo, no tardaba mucho en llamar a la puerta de su habitación. Cuando el joven Tom Master regresaba de Harvard para las vacaciones de verano, Mary sentía el mismo anhelo y placer que si se hubiera tratado de su propio hijo.

Aún no había descartado del todo la idea de casarse. Todavía no era demasiado tarde, siempre que encontrara a la persona adecuada, pero ésta no parecía presentarse nunca. Si Hans le hubiera pedido en matrimonio, seguramente habría aceptado, pero éste se había casado hacía años. El tiempo había pasado y para entonces nunca pensaba en él… Bueno, casi nunca.

—A la Quinta, James —indicó Gretchen al cochero.

Al cabo de un minuto salieron por la esquina meridional del parque a la vía pública.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mary, sin obtener respuesta de su amiga.

Broadway había sido durante generaciones el centro de gravitación de la vida social, pero la Quinta Avenida comenzaba a disputarle la prominencia y aunque el distinguido Central Park aún no estaba rodeado por la ciudad, las mansiones aisladas de la Quinta se acercaban ya a él.

La primera casa destacable, a siete calles de distancia de la zona verde, era una mansión palaciega casi a punto de acabar.

—Es de madame Restell —le informó Gretchen—. Fíjate con qué lujo vive.

Después de ganar una fortuna con las actividades de su marido, que practicaba abortos para la gente pudiente de la ciudad, madame Restell había decidido construirse en la Quinta Avenida una casa donde retirarse. Mary la contempló con cierto horror, aunque no se santiguó como hizo ante el edificio que vio a continuación en otra manzana.

En el 50 de la Quinta se alzaba la catedral de Saint Patrick. Había transcurrido una década desde que el cardenal Hughes había colocado la piedra angular del gran templo destinado a acoger la creciente población de irlandeses católicos. La iglesia Trinity, con su estilo gótico, había resultado imponente durante un tiempo, pero la vasta catedral gótica de la Quinta Avenida se había erigido con la clara voluntad de poner en su sitio a los episcopalianos protestantes y hacer de ella un potente símbolo del honor que también se debía a los irlandeses católicos.

Mary estaba orgullosa de Saint Patrick. A medida que transcurría el tiempo, la Iglesia se había convertido en una fuente de consuelo para ella. Se trataba de la religión de su infancia, de su gente. Al menos uno sabía que siempre estaría allí. Acudía a misa todos los domingos y confesaba sus escasos y veniales pecados a un sacerdote que le dispensaba bondadosamente la absolución y con ella la renovación de la vida. Rezaba en la capilla, donde las sombras abarcaban todas las lágrimas humanas, los cirios prometían amor y el silencio representaba, para ella, la quietud de la Iglesia eterna. Con aquel alimento espiritual, su vida estaba casi completa.

Siguieron bajando por la Quinta y tras dejar atrás el orfanato para niños negros de la Cuarenta y Tres y el esplendoroso depósito de agua con aires de fortaleza, llegaron a Union Square, donde enfilaron la Bowery.

—¿Has adivinado adónde vamos? —inquirió Gretchen.

Theodore Keller tenía un estudio de fotografía bien equipado, dividido en dos ámbitos. En el más reducido, había una cámara dispuesta frente a una silla situada delante de una cortina. Al igual que los otros fotógrafos de la Bowery, la actividad con que se venía ganando el pan en los últimos años consistía en sacar rápidos retratos de jóvenes que posaban muy ufanos, o bien con aire apocado, enfundados en sus flamantes uniformes, antes de partir a luchar al Sur. Con aquel sistema, mucho más rápido que los antiguos daguerrotipos y fácil de reproducir en papel, sacaba a veces hasta treinta fotos al día. Con eso pagaba el alquiler. Al principio, aquellos retratos tenían un aire festivo, como las fotografías tomadas al borde del mar. Poco a poco, no obstante, a medida que aumentaban las bajas causadas por la Guerra de Secesión, se había dado cuenta de que los pequeños retratos que tomaba eran más parecidos a lápidas, los recordatorios que dejaban unos pobres diablos que se veían apartados para siempre de su familia. Por ello, cuando procuraba hacer de cada humilde reproducción una obra lo más espléndida posible, no explicaba nunca a su cliente el motivo de su celo.

La sección más espaciosa del estudio era menos austera. Allí había un sofá, unas bonitas cortinas de terciopelo, numerosos telones de fondo y accesorios para fotos más elaboradas. Cuando no trabajaba, aquélla era la habitación donde se relajaba, y toda persona perspicaz habría advertido ciertos indicios que revelaban que él se consideraba no sólo un profesional, sino un artista, con un toque incluso de bohemio. En un rincón, protegido en su funda, había un violín al que tenía afición a tocar. En una pequeña mesa redonda adosada a la pared solía dejar los libros que leía en ese momento. Aquel día, además de una edición bastante manoseada de los cuentos de Edgar Allan Poe, había dos finos libros de poesía. Uno de ellos,
Las flores del mal
de Baudelaire, estaba escrito en francés, pero los otros poemas eran de un americano, y si no hubiera sido su propia hermana quien venía a visitarlo, habría tomado la precaución de ponerlos a recaudo de la vista en un cajón.

Aún no había decidido qué fondo utilizaría para aquella foto. Si tenía tiempo, le gustaba observar a los modelos, elegir un escenario y colocarlos en él según la inspiración del momento. A Gretchen y a su familia los veía con frecuencia, por supuesto, pero hacía bastante que no había visto a Mary. Además, quería verlas a las dos juntas, reparar en su ropa y en su aspecto de aquel momento, antes de decidir el marco más apropiado.

El joven había considerado admirable la idea de su hermana de regalarle una foto suya a Mary, de modo que había resuelto realizarla gratis.

Cuando las dos mujeres llegaron al estudio, advirtió que Mary estaba a la vez complacida y algo cohibida. Lo primero que hizo, por consiguiente, fue enseñarle algunos de los mejores retratos que había hecho. Aunque ella supuso que lo hacía para suscitar su admiración, su propósito era otro: tras observar su expresión y escuchar sus comentarios, pronto tuvo una idea precisa de qué tipo de imagen querría que plasmara de ella.

El arte de la fotografía comercial guardaba, en su opinión, un asombroso parecido con el de la pintura. El modelo debía permanecer quieto, desde luego… según las condiciones de exposición, el proceso podía durar más de treinta segundos. Después había que tomar en consideración el color de las luces que utilizaba —a menudo, la luz azul facilitaba mejores resultados— y también la incidencia de ésta. Con una buena colocación de las luces, que hacía que la cara del modelo proyectara sombras, podía resaltar los verdaderos volúmenes de la cabeza, la estructura y los rasgos de la cara, el carácter de la persona. A veces podía hacerlo, pero, normalmente, la gente no deseaba obtener una foto que revelara su personalidad, sino que buscaba algo diferente, de un estilo elegante y convencional, que para él, carecía totalmente de interés. Y estaba acostumbrado a servirles lo que deseaban, con la esperanza de que, con un poco de suerte, la sesión presentara algún reto técnico que lo entretuviera.

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