En eso radicaba precisamente la diferencia entre él y Hetty. Frank Master quería a su esposa por su inteligencia y su fuerza de carácter. Ella había sido su compañera intelectual en todo. Él comprendía que cuando creía con fuerza en algo, no podía quedarse callada, y no se sorprendió cuando se comprometió con la causa del abolicionismo. No obstante, aunque concedía que los abolicionistas tenían la razón desde un punto de vista moral, él opinaba que no eran sensatos.
Al principio, cuando ella le llevaba la contraria, había intentado quitarle hierro al asunto. No obstante, a medida que transcurría el tiempo, ella se había vuelto más apasionada. Un día, de regreso de una reunión donde había escuchado el sermón de un influyente sacerdote abolicionista, había llegado al extremo de hincarse de rodillas delante de él.
—La esclavitud es algo malo, Frank; en el fondo de ti sabes que lo es. Únete a nosotros, por favor —le rogó—. Otros como tú lo han hecho. No podemos permitir que esto continúe.
Para ella, aquella cuestión tenía un hondo calado y estaba tan imbricada con la moral individual de cada cual, que consideraba imposible no asumir una posición activa. Él, sin embargo, no podía o no quería hacerlo.
Poco a poco, de forma involuntaria, aquella cuestión había ido haciendo mella en el elevado concepto que ella tenía de su esposo, y al notar que disminuía su respeto, él se había ido distanciando un poco de ella y a veces discutían. Era cierto, por ejemplo, que, convencidos por los argumentos moralizadores de los predicadores, un buen número de comerciantes y banqueros de la ciudad se habían vuelto abolicionistas, pero no eran la mayoría. Nueva York transportaba el algodón, proporcionaba préstamos y vendía toda clase de artículos a los hacendados sureños. ¿Acaso debía aconsejar a sus amigos una vía que los llevaría a la ruina?, planteaba Frank. Ella replicaba que debían encontrar otras modalidades de comercio.
—No tienes más que fijarte en los ingleses —argüía él—. Están completamente en contra de la esclavitud, pero las hilaturas de algodón de Inglaterra no cierran porque los esclavos lo hayan recogido.
—Entonces son despreciables —espetó ella.
Al sospechar que aquellas valoraciones de juicio también debían de ser aplicables a su persona, Frank se sentía dolido y a la vez irritado con su mujer.
Durante los primeros años, a medida que empeoraban las relaciones entre el Norte y el Sur, se había negado a dejarse llevar por ninguna retórica. Y cuando estalló la gran disputa, no a cuenta de los estados, sino de los territorios que se extendían más allá de éstos, había insistido en que se debía analizar con calma la cuestión, como si se tratara de un problema práctico de ingeniería.
—A mí me encanta el ferrocarril —señaló un día a Hetty—, pero en realidad es el que ha causado todo este conflicto.
Puesto que todo el mundo coincidía en que el Medio Oeste necesitaba una conexión por tren, en 1854 los próceres de Chicago habían decidido que era hora de construir una vía transcontinental que atravesara las vastas y agrestes extensiones de Kansas y Nebraska. El único problema era que ninguna de las compañías de ferrocarril estaba dispuesta a efectuar la inversión hasta que el Congreso no hubiera organizado aquellas salvajes regiones del Oeste en territorios acotados. Habría sido sin duda una lástima, concedía Frank, que, después de un forcejeo, el Congreso hubiera cedido a la presión del Sur y dictaminado que se permitiera la esclavitud en aquellos nuevos territorios.
—Es una decisión insensata —había denunciado en su momento—. En esas tierras no hay casi ningún esclavo, y la mayoría de los colonos no están interesados en tenerlos.
En aquel asunto de índole política no era la realidad lo que pesaba en la balanza. Enseguida, los políticos más exaltados del Norte y del Sur saltaron a la palestra.
—El territorio de Nebraska llega hasta la frontera de Canadá —se quejaban los del Norte—. Los esclavistas sureños pretenden desbordar el marco.
Cuando se fundó el nuevo Partido Republicano del Norte con el objetivo de mantener la esclavitud fuera de sus territorios, sus dirigentes, incluido Abraham Lincoln, pronto expresaron la sospecha de que el Sur intentaría imponer la esclavitud en todo el país.
—Esos norteños abolirían la esclavitud y dejarían al blanco pobre en una situación igual de mala que la del negro —replicaban desde el Partido Demócrata del Sur.
Algunos propusieron que los nuevos territorios decidieran por sí mismos si querían ser «terreno libre» o autorizar la esclavitud. Los reformistas norteños enviaron colonos partidarios del terreno libre a Kansas; el Sur envió propietarios de esclavos. Los enfrentamientos sangrientos no tardaron en producirse. Incluso en Washington, un representante sureño asestó un bastonazo en la cabeza a un senador del Norte.
Fue entonces cuando, de manera más que inoportuna, el Tribunal Supremo concedió un imprevisto regalo al Sur. En su fallo sobre el caso Dred Scott, el tribunal declaró que el Congreso no tenía el derecho de prohibir la esclavitud en ningún territorio y que los Padres Fundadores jamás tuvieron intención de que los negros alcanzaran la condición de ciudadanos. Hasta el mismo Frank quedó asombrado y Hetty estaba escandalizada.
Finalmente, para acabar de añadir leña al fuego, John Brown había asaltado el arsenal de Harper’s Ferry, en Virginia, con la descabellada intención de suscitar un levantamiento de esclavos. La iniciativa estaba condenada de entrada al fracaso, y Brown fue condenado a la horca por el estado de Virginia.
—John Brown era un héroe —informó enseguida Hetty a Frank.
—No era ningún héroe —disintió él—, era un loco. Su ataque al arsenal fue un puro desatino. Además, pareces olvidar que él y sus hijos ya habían matado a sangre fría a cinco hombres, sólo porque eran partidarios de la esclavitud.
—Eso es lo que dices tú.
—Porque es verdad.
A comienzos de 1860, las relaciones entre el Norte y el Sur no podían ser peores. Había además otro factor que, en opinión de Frank, volvía aún más inestable la situación.
Frank Master contaba con la experiencia suficiente para saber que, como el tiempo, el gran sistema económico transatlántico poseía sus propios ciclos. De la bonanza a la quiebra, funcionaba de una forma circular, y acababa siempre agrandándose, aunque sujeto a unas crisis que sobrevenían al cabo de unos cuantos años. Éstas arrastraban a la ruina a más de un negociante, aunque si uno obraba con prudencia, la depresión podría ser tan beneficiosa como la expansión.
Desde hacía un tiempo, el sistema transatlántico sufría una tempestuosa agitación económica. No todo el mundo había padecido las consecuencias, con todo… sus propios negocios había llegado incluso a prosperar. Los que no se habían visto afectados en absoluto habían sido los grandes hacendados sureños. En periodos de expansión o de recesión, parecía que el mundo siempre necesitaba más algodón. Las grandes plantaciones del Sur nunca habían sido más florecientes.
—El algodón es el rey —podían declarar, muy ufanos. Y su confianza en la buena estrella del Sur era tanta que algunos incluso llegaban a aventurar—: Si los yanquis eligen a un republicano para arruinarnos, ya se puede ir al infierno la Unión. El Sur puede vivir solo.
En el Norte eran pocos los que se tomaban en serio tales afirmaciones, por supuesto.
—Esos fanfarrones del Sur dicen cosas absurdas —comentó con desdén Hetty.
Frank no estaba, en cambio, tan seguro.
Las próximas elecciones presidenciales podían entrañar, en su opinión, una situación de peligro. Pese al respaldo del
Chicago Tribune
, él no consideraba a Lincoln como el candidato republicano más adecuado; había otros con más cualidades. De todos modos, tenía curiosidad por ver cómo era ese tal Lincoln.
La enorme mole roja del Instituto Cooper ocupaba un triángulo entre la Tercera Avenida y Astor Place. Frank siempre había admirado a su fundador, Peter Cooper, un industrial autodidacta que había construido el primer tren a vapor antes de abrir aquel magnífico centro destinado a dar clases nocturnas gratuitas a los trabajadores y clases diurnas a las mujeres. La parte más impresionante del edificio era, para él, el Gran Salón. Hacía tan sólo un año que había acudido allí para la inauguración oficial del Instituto Cooper, en la que Mark Twain había pronunciado el discurso inaugural, pero desde entonces el Gran Salón se había convertido ya en uno de los lugares más demandados de la ciudad para la celebración de actos.
Llegaron con antelación y se felicitaron por ello, porque la sala se estaba llenando muy deprisa. Tras pasear la mirada en derredor, Frank efectuó un rápido cálculo.
—En todo caso, ese hombre es capaz de reunir una multitud. Esta noche habrá aquí unas mil quinientas personas.
Mientras transcurrían los minutos, Hetty se entretenía observando a los asistentes y, de vez en cuando, veía a algún conocido. Frank se conformó con rememorar el máximo posible de detalles concernientes a los debates que habían mantenido Lincoln y Douglas. Al cabo de un rato, cedió a la tentación de sacar a colación uno de los puntos de controversia.
—Ese señor Lincoln cree en la libertad y en la igualdad para los negros, ¿verdad, Hetty?
—Desde luego.
—Pues en los debates de Illinois, y me acuerdo muy bien de eso, afirmó que bajo ningún concepto pensaba conceder el derecho de voto a los negros ni permitir que participaran en un jurado. ¿Qué piensas de eso?
—Pienso que es algo muy simple, cariño —contestó Hetty, sosteniéndole la mirada—. Si hubiera dicho lo contrario, jamás saldría elegido.
Frank se disponía a señalar que, por lo visto, estaba dispuesta a hacer concesiones morales según le convenía, cuando el movimiento que se produjo al lado del estrado indicó el inminente comienzo del acto.
La presentación del orador fue breve, limitada sólo a unas ligeras pinceladas sobre su persona y la expresión del deseo de que el público le dispensara una buena acogida y hallara interés en sus palabras. Luego apareció Abraham Lincoln.
—Dios santo —murmuró Frank.
En los periódicos había visto un par de fotos suyas y había pensado que había quedado desfavorecido. La visión por vez primera de Lincoln en carne y hueso lo dejó anonadado.
Hacia el centro de la tarima acudió con andar rígido, algo cargado de hombros, un hombre muy alto, delgado y de pelo oscuro. Un metro noventa, por lo menos, calculó Frank. Llevaba una larga levita negra; a un lado pendía un larguirucho brazo, mientras el otro estaba doblado, pues en su gran mano llevaba un fajo de papeles. Cuando llegó al centro del estrado, se volvió hacia la multitud. Entonces Frank contuvo una exclamación.
Las arrugas de la afeitada cara de Lincoln eran tan profundas que semejaban abismos. Bajo las enmarañadas cejas, los ojos grises con que observaba a los asistentes tenían una mirada grave, como carente de esperanza. Frank pensó que aquél era el rostro más triste que había visto en toda su vida. Con las manos colocadas detrás de la espalda, Lincoln siguió mirándolos un momento, antes de tomar la palabra.
Entonces Frank dio un respingo. No pudo evitarlo. De aquel individuo alto y anguloso brotó un sonido tan agudo, áspero y desagradable que era como si a uno le rasparan el oído. ¿Y aquél era el hombre que el periódico de Chicago quería aupar a la presidencia? No obstante, como no tenía nada más que hacer, se puso a escucharlo; al cabo de cierto tiempo, había reparado en varias cosas.
En primer lugar, Lincoln no intentaba apoyarse en una retórica ampulosa ni apelar a las emociones. Él argumentaba de una manera simple, clara y meticulosa, a la manera de un abogado.
Enardecidos por la extraña sentencia del caso Dred Scott, sus adversarios habían alegado que los Padres Fundadores que elaboraron la Constitución nunca tuvieron la intención de conceder al Congreso el derecho de prohibir la esclavitud o legislar sobre ella en ningún territorio. Lincoln había efectuado indagaciones sobre el asunto y había encontrado pruebas de que de los treinta y nueve Padres Fundadores, veintiuno habían, de hecho, legislado concretamente sobre aquella cuestión. El mismo Washington había firmado medidas destinadas a prohibir la esclavitud en los territorios ceñidos a la ley. De ello se desprendía que o bien los Padres Fundadores estaban en desacuerdo con su propia Constitución, o bien ésta confería al Congreso el derecho a tomar esa clase de decisiones.
Lincoln podría haberse limitado a anunciar aquel descubrimiento como un hecho estadístico, de cariz legal, y a añadir algunas frases ampulosas para recalcarlo. Su talento oratorio radicaba, por el contrario, en su actitud meticulosa. Despacio y de manera deliberada, detallando la fecha, especificando los nombres de los Padres Fundadores en cuestión y explicando las circunstancias del caso, Lincoln analizó cada voto. Una y otra vez repitió el proceso y, en todos los ejemplos, llegó a la misma conclusión con casi idénticas palabras: «Que nada a su juicio, ninguna autoridad local disidente de la Administración federal ni nada contenido en la Constitución, prohibía que el gobierno federal ejerciera control sobre la esclavitud en el territorio federal». Aquella manera de repetir las palabras, sin martillazos ni triunfalismos, con una actitud calmada y razonable, como en un diálogo entre dos personas, tenía un efecto devastador.
No efectuó ninguna otra reivindicación. Simplemente demostró, sin dejar rastro de duda, que el Congreso tenía derecho a decidir sobre el asunto. Al ceñirse al ámbito de la razón, mantuvo al público pendiente de cada una de sus palabras, embelesado.
Y a medida que iba entrando en materia, fue como si en el orador se operase una extraña transformación. Su expresión se relajó; parecía como si estuviera inspirado por una luz interior. De vez en cuando levantaba la mano derecha, para cobrar ardor, y hasta agitaba su largo dedo índice en el aire para enfatizar algún argumento. Lo más extraordinario de todo fue, según advirtió Frank, que ya no tenía siquiera conciencia de la voz de Lincoln. Lo único que sabía era que el hombre que tenía ante sí estaba imbuido de una autoridad excepcional.
Una vez hubo despachado la cuestión de la potestad republicana en torno a la cuestión del esclavismo en los territorios federales, Lincoln pasó a exponer otras cuestiones. La primera era que su partido creía en la Constitución y que la amenaza de secesión expresada por el Sur en el supuesto de que saliera elegido un presidente republicano equivalía a apuntar con un revólver en la cabeza a los votantes del Norte. No obstante, también tuvo frases de advertencia para sus propios correligionarios de partido. Les dijo que debían hacer todo lo posible para convencer al Sur de que aunque los republicanos no vieran con buenos ojos la esclavitud, no abrigaban intenciones ofensivas contra los estados esclavistas ya existentes. Para tranquilizar al Sur, debían respetar las leyes relativas a los fugitivos y devolver los esclavos a sus propietarios.