Read ...O llevarás luto por mi Online

Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (10 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Supongo que por esto estaba como estaba el día que nació Manolo. Sabía lo que me esperaba. Para mí, como ya he dicho, era uno más a quien tendría que cuidar, porque yo era la mayor. Mi padre me había enviado aquel día a buscar a doña Coza, la comadrona. Manolo nació allá arriba, en la cama, como todos nosotros. Fingí no oír los gritos ni el llanto. Cuando hubo nacido, salió mi padre y me gritó: «Ven en seguida, Angelita. Es un niño».

Yo me resistí a ir. Me abracé al árbol y lloré. Mi padre bajó y me arrastró escalera arriba. Se sentía orgulloso, porque era otro chico. Tuvo que meterme a la fuerza en el cuarto y empujarme sobre la cama. Miré a mi madre a través de mis lágrimas. También ella lloraba.

—Otro más en el mundo a quien dar de comer —dijo.

R
ELATO DE LA SEÑORA DE
N
IÑO
V
ALLÉS

Recuerdo aquella noche. Llegó tarde al trabajo. Todavía me parece verlo llegar con su amplia sonrisa. Me di cuenta en seguida. Era un hombre serio, poco dado a la risa; por consiguiente, cuando sonreía se advertía en seguida.

Se metió detrás del mostrador, cogió la botella de aguardiente y nos llenó una copa a mi esposo y a mí.

—Tengo un chico —dijo—. Acaba de nacer, y es varón.

Pues, señor, tenía ya cuatro hijos, y puedo asegurarle que, en aquellos tiempos, una nueva boca que mantener no era motivo de regocijo en Palma del Río. Pero él parecía feliz. Al verle sonreír, cualquiera hubiese dicho que acababa de producirse un milagro en la calle Ancha.

Era un hombre bueno y honrado. Era la suya una buena familia; eran limpios y no se quejaban nunca. La madre amamantó a mi hija cuando se me acabó la leche. A él le conocimos de entrar en el bar a tomarse un vaso de vino blanco para mantener el calor cuando trabajaba en el campo. En aquellos tiempos, se empezaba a trabajar en los campos al amanecer. Los hombres emprendían el camino a pie, a las tres o a las cuatro de la mañana. Algunos tenían que andar veinte kilómetros en la oscuridad para llegar al lugar de su trabajo. Servíamos un vaso de vino a los trabajadores cuando salían por la mañana, y otro cuando regresaban por la noche.

Él no era distinto de todos los demás. Todavía lo estoy viendo, con su vieja camisa de algodón y su pantalón de pana, asomando los dedos de los pies por las alpargatas y bebiendo antes de salir para el trabajo. Tenía la boca grande, como su hijo, pero incluso entonces, con sus chupadas mejillas y su encorvada espalda, parecía ya viejo. Parecía llevar sobre sus combados hombros toda la miseria de nuestra Andalucía. Como muchos otros andaluces, Benítez tenía un apodo. Le llamábamos El Renco, o sea, El Cojo.

Había heredado este apodo de su padre, que a consecuencia de una paliza anduvo renqueando el resto de su vida. Más tarde, llamaron también El Renco a su hijo, antes de que éste se convirtiera en El Cordobés. Era como si las porras hubieran marcado para siempre los huesos de los Benítez.

Algún tiempo después, cuando no había trabajo en el campo, empezó a trabajar de camarero en nuestro bar. Le pagábamos dos pesetas diarias y el almuerzo. Además, se sacaba algunas propinas. Entraba a trabajar a las diez de la mañana y se quedaba hasta las doce de la noche. El Renco era buen trabajador. Su mejor amigo era un hombre llamado Charneca, camarero del café que está frente al nuestro. Charneca le enseñó el oficio de camarero.

En aquella época, había pocos cafés en el pueblo. El nuestro era una sala muy grande. Nuestra especialidad eran las tapas: pedacitos de lomo y tocino salado que preparaba yo misma. Un vaso de vino costaba diez céntimos, y un vaso grande, veinte. Todos venían a nuestro bar, salvo los grandes terratenientes. Éstos tenían sus propios lugares de reunión, como el Círculo de la Amistad. Nunca los veíamos, salvo cuando pasaban a caballo o en coche.

Pero todos los demás frecuentaban nuestro bar: carpinteros, comisionistas, gente así. La mayoría bebían en la barra. Algunos se sentaban a jugar al dominó o al tute. En general, puede decirse que era un bar de trabajadores. Por eso nos lo quitaron después de la guerra. Era el bar de los socialistas. También venían los anarquistas, pero éstos eran muy pocos en Palma del Río.

Nosotros y la Casa del Pueblo éramos por así decirlo, sus lugares de reunión. Recibíamos
El Socialista
y
La Tierra
, periódicos republicanos, y los trabajadores venían a leerlos por la noche. Mi marido solía leerlos en voz alta, porque la mayoría de los trabajadores no sabían leer.

La cosa empezó en 1931, con la República. Nunca habíamos servido tanto vino como aquella noche. Esperábamos mucho de la República. Incluso vimos a gente que se besaba por la calle. Pensaban que todo había terminado: la miseria, el hambre, los ricos terratenientes que los trataban como a esclavos moros. Ya lo verían.

Recuerdo que, aquella noche, el nuevo alcalde mandó un telegrama al gobernador preguntándole «qué teníamos que hacer con el cura». ¿Puede imaginarse algo parecido?

Sin embargo, lo que el pueblo esperaba principalmente de la República era la reforma agraria. Aquí, en Andalucía, todas las tierras buenas pertenecían a unas cuantas familias. La mitad de toda la provincia de Córdoba pertenecía al cinco por ciento de sus habitantes. En Palma, había tres familias: los Martínez, los Gamero-Cívico y don Félix. Aparte de éstos, no había nada. Poseían todo cuanto había aquí. Eran como dioses. Todo el mundo trabajaba para ellos: el cura, las autoridades, el Banco. Nadie podía nada contra ellos.

El peor era don Félix. En mi bar, su nombre era más maldito que el del propio demonio. Era un hombre bajito, pero duro con los trabajadores que contrataba su mayoral en la Plaza de los Trabajadores. Lo llamaban Bismarck porque, creo, a don Félix le gustaba parecerse a aquel alemán. Él fue quien tuvo el primer coche en Palma, un Hispano-Suiza blanco que compró en 1917. Al coche lo solíamos llamar El burro blanco. Más tarde, él lo cambió por un Cadillac negro.

Sin embargo, no lo utilizaba mucho. Prefería cabalgar o conducir su coche de caballos.

Poseía un número incontable de hectáreas de tierra. Todas las tierras comprendidas entre Palma y Peñaflor, desde la carretera a la sierra, eran suyas. Treinta kilómetros de tierra buena a orillas del Guadalquivir. Todo el mundo, incluido El Renco, padre de El Cordobés, trabajaba para don Félix. Y lo único que obtenían era miseria y dolor de riñones. Aquellos terratenientes pagaban jornales de cinco o seis pesetas. Y con esto, señor, sólo se conseguía que la familia se muriese lentamente de hambre. Y, si alguien pedía más, asunto concluido. No había más trabajo para él. Los mayorales pasaban por el lado de los que eran conocidos como agitadores en el mercado del trabajo, como si estuviesen muertos. Y, en realidad, era como si lo estuvieran.

Pero, en general, los trabajadores procuraban hacer causa común. Trabajaban despacio, cuando podían, a fin de que hubiera más trabajo y no quedara libre nadie en la Bolsa de trabajadores.

Era fácil prever que habría alboroto, si la República no lo evitaba. En julio de 1931, poco tiempo después de proclamada la República, hubo aquí el primer jaleo. Algunos de los trabajadores anarquistas, que no tenían donde alojarse, quemaron una noche la plaza de toros. Hacía mucho tiempo que no se usaba. Lo único de que podía vanagloriarse era que Antonio Cañero, el más grande rejoneador de todos los tiempos, había sido cogido en ella en 1917. La plaza era propiedad de Julio Muñoz, terrateniente de Córdoba. Pero, además, los anarquistas estaban contra la fiesta brava. Por esto incendiaron una noche la plaza y se llevaron las piedras para construir albergues.

Después de esto, las cosas fueron empeorando gradualmente. Los socialistas eran aquí mayoría, y al fin consiguieron que los anarquistas y los pocos comunistas que teníamos se aliaran con ellos. Empezaron declarándose en huelga y exigiendo mejores condiciones de vida. Querían aumento de salarios y trabajo para todos. O, al menos, que se implantara un nuevo sistema en la Bolsa de trabajadores.

Vea usted cómo andaban las cosas: el mayoral contrataba a quien quería en la Bolsa, no al que había llegado primero ni al que estaba más necesitado de trabajo. Ello era injusto. Si un hombre no votaba al candidato que ellos querían, o si pensaban que exigiría más dinero, no le contrataban. Tampoco tomaban a los viejos o a los enfermos, aunque sus familias se muriesen de hambre.

Los socialistas querían cambiar esto. Querían repartir el trabajo, de manera que no faltase a nadie. La idea de los socialistas era que, si el mayoral pedía cincuenta hombres, ellos debían elegirlos.

Y empezaron las huelgas. Se negaron a recolectar las cosechas. Dejaron que el ganado se apañara solo. Hubo disputas entre los trabajadores de la Bolsa y los contratados, es decir, los que trabajaban fijos en las fincas. A veces, los trabajadores de la Bolsa iban a las fincas para atraerse a los fijos. Los propietarios empezaron a montar servicios armados de vigilancia, para mantenerlos alejados.

Una noche, los trabajadores fueron a manifestarse delante de la finca de don Félix, en Peñaflor. ¿Saben la respuesta que obtuvieron de Bismarck? Una descarga de plomo. Don Félix se puso tan fuera de sí ante la idea de que aquellos trabajadores hubieran osado presentarse en sus tierras y manifestarse bajo su ventana, que cogió su rifle y disparó contra ellos.

Aquello constituyó un escándalo enorme. Pero don Félix arregló las cosas de la forma como siempre lo hacían los terratenientes, de modo que fue absuelto por el tribunal de Córdoba.

Alegó que había disparado en defensa propia. Sin embargo, el incidente provocó un cambio. Desde entonces, don Félix pasó menos tiempo aquí y más en su palacio de Sevilla.

Los disturbios fueron en aumento. En el año 1936, quemaron todas las iglesias de por aquí. En mayo del mismo año, exactamente después de nacer El Cordobés, estalló la huelga general. Entonces supimos que se acercaban tiempos terribles.

El Renco, padre de El Cordobés, no se metió en nada. No tenía ideas políticas. No era más que un honrado y duro trabajador. Pero ya sabe lo que pasa cuando hay jaleo. Hay que ponerse de un bando o de otro. Y uno tiene que formar con los de su clase. Su clase era la de los pobres. Por consiguiente, tuvo que elegir como todos, y, cuando uno se mete en un bando, tiene que permanecer en él, pase lo que pase.

No fue el único que cayó en la trampa de este modo; aquel verano, todos los habitantes de España se vieron en un brete parecido.

R
ELATO DE
A
LONSO
M
ORENO
[3]

Mi padre era de una madera tan recia como la de los olivos que salpicaban sus tierras. Trabajaba más duro que cualquiera de los hombres que lo hacían por él. Se levantaba con la aurora, y lo último que hacía diariamente era conferenciar con el mayoral en su biblioteca después de medianoche. Trabajaba dieciséis horas al día, gobernando sus tierras con la energía de un conquistador de nuestro Siglo de Oro. A los setenta años, se burlaba todavía de los automóviles, y era capaz de agotar en un día a tres caballos montados por él. Cuando murió, era dueño de veinte mil hectáreas de tierra y de siete fincas.

Mi padre era un gran hombre. Amado por muchos y odiado por algunos. Pero todos le temían y admiraban. Nuestra familia era oriunda de Santander. Nos establecimos en Sevilla a principios del siglo
XIX
, durante las luchas contra los franceses. El nombre de nuestra finca principal, La Vega, se remonta a los tiempos de la Reconquista, y el 4.° Batallón de Castilla acampó en el palacio, nuestra casa de Palma del Río, cuando se dirigía al asedio de Sevilla. Una de nuestras casas fue antaño monasterio franciscano, y de ella salieron los frailes que, los primeros, exploraron California. Se llevaron semillas del naranjo de nuestro patio, y de éstas proceden los naranjos de California.

Puede ver, pues, que, de una manera u otra, nuestra familia y sus posesiones estuvieron siempre íntimamente vinculadas a la historia de Palma del Río y de Andalucía. Esta parte de España debe mucho a mi padre. Fue uno de los hombres que ayudaron a la agricultura española a salir del letargo en que se hallaba.

Mi padre había sido siempre apasionadamente estudioso. A los veintiún años, hablaba alemán, francés e italiano. Pero, desde el día en que, en 1915, se apeó del expreso de Sevilla con un nuevo diploma en la mano, la agricultura fue su verdadera pasión. Viajó mi novecientos kilómetros para obtener aquel diploma en el Instituto Agrícola Francés, de Grignon, que es a la agricultura lo que la Sorbona a las cosas de la ciencia. Acababa de heredar dos mil hectáreas de tierras de mis abuelos y estaba resuelto a convertirlas en las más productivas de Andalucía. En 1918, compró el primer tractor que trazó un surco en campos andaluces. Era un Hanno, y lo utilizó durante veinte años. Mi padre tuvo tanto éxito con sus métodos, que empezó a comprar otras fincas en la comarca de Palma. En 1918, adquirió para La Vega los toros más famosos de nuestra fiesta brava, los toros de Saltillo, de los herederos del marqués de Saltillo. De estos toros, que se convirtieron en el mayor orgullo de mi padre, descendían la mayoría de las reses bravas mexicanas.

A pesar de todo, fue siempre un hombre sencillo y parco. En cada una de las haciendas que construyó en las propiedades que había adquirido, instaló una oficina. Y, se hallara donde se hallara, su jornada empezaba y terminaba en la oficina. Personalmente anotaba en lápiz, en un pequeño libro negro, todas las particularidades de sus veinte mil hectáreas de tierra, todos los detalles, los salarios de sus mil empleados, las cifras de cabezas de ganado, el montante de las cosechas, el trabajo de los tractores. Cada año, en setiembre, el día de San Miguel, cambiaba el libro.

En verano, solíamos vivir en La Vega, la hacienda de nuestra finca principal, muy cerca de Peñaflor. En mi familia, éramos nueve hijos. La Vega era una enorme casa de campo, de paredes de color ocre y postigos verdes. Para llegar a ella, había que cruzar una verja de hierro con la marca de nuestros toros bravos. En otoño e invierno, vivíamos en nuestro palacio de Palma, antiguo palacio morisco situado a la entrada del pueblo. Era un edificio delicioso, con un pequeño patio cerrado en el centro, donde había una fuente y unos cuantos árboles. Desde el patio, podían verse las torres de nuestra iglesia, la iglesia de la Asunción. Antes de la guerra, aquel pequeño patio era uno de los lugares predilectos de mi padre. Después de almorzar, le gustaba descansar allí, junto a la fuente.

Tamo si estábamos en La Vega como en el palacio, mi padre exigía que todos lleváramos chaqueta y corbata para sentarnos a la mesa, por mucho calor que hiciera. Bendecía la mesa antes de cada comida, y nadie se sentaba antes de que lo hiciera él y mí madre. Algo tenía mi padre que hacía que su sola presencia nos infundiera temor y respeto. Por ejemplo, mis hermanos y yo no nos atrevimos nunca a fumar delante de él.

Antes de la guerra, no había electricidad en La Vega, a pesar de que los pueblos estaban electrificados. No teníamos radio ni nevera. Nos traían el hielo de Palma. La vida social era muy reducida. Recibíamos a nuestros primos y a algunos visitantes de paso. En cambio, teníamos con frecuencia invitados extranjeros.

Federico García Lorca nos visitaba. Y lo propio hacían muchos amigos franceses de mi padre. Cuando venían invitados de esta clase, organizábamos para ellos una pequeña fiesta. Había abundancia de melones, jamón serrano y vino de Montilla. Venían los trabajadores y cantaban y bailaban flamenco para nosotros.

Los domingos íbamos todos a misa en familia; en verano, generalmente a Peñaflor; en invierno, a la Asunción de Palma. En días de ceremonia, mis padres iban en su coche, tirado por cuatro caballos del mismo color y conducidos por dos cocheros de uniforme. Los asientos estaban tapizados de terciopelo rojo, y, cuando el coche pasaba, los campesinos saludaban y aplaudían.

Los domingos, después de misa, y los días de fiesta, cuando estábamos en Palma, mi padre recibía a algunos amigos en el palacio, a nuestros primos y a otros terratenientes, y les invitaba a café o a jerez. Pero, después del almuerzo, volvía a ponerse la ropa de trabajo y salía de nuevo al campo.

Nuestra verdadera vida social estaba en Sevilla. Como la mayoría de las familias hacendadas de Andalucía, teníamos un palacio en Sevilla, donde vivíamos y celebrábamos fiestas. Cuando éramos muchachos, teníamos nuestros preceptores en La Vega y en Palma. Después, estudiamos en Sevilla. Siempre íbamos a Sevilla en tren. Tomábamos El Carretera a las ocho de la mañana, y regresábamos en el tren de las siete.

El acontecimiento anual más importante de nuestra vida era la feria de Sevilla. Mi padre se enorgullecía de los cuatro coches que exhibía todos los años en el paseo de la feria. Ninguna otra familia andaluza tenía tantos. Cada coche iba tirado por cuatro caballos: uno, por caballos blancos; otro, grises; otro, negros, y otro, castaños. Los coches, las guarniciones y los lacayos lucían los diferentes colores de las cuatro ganaderías de mi padre, donde criaba sus reses bravas. Costaba un día y medio el transporte de los caballos desde nuestras propiedades.

Teníamos nuestra caseta en la feria, y en ella recibíamos a nuestros amigos y a nuestros primos, como los Eduardo Miura, a quienes visitábamos a menudo cuando íbamos a Sevilla para la feria. Cada día, a las seis de la tarde, ocupábamos nuestros asientos en la Real Maestranza para la corrida. Todos los años, al menos uno de los lotes de toros para la feria procedía de la ganadería principal de mi padre, y aquel día era, desde luego, importantísimo para nosotros. A veces, por la noche, recibíamos a los toreros en nuestra caseta. Y grupos de gitanos errabundos venían a bailar flamenco junto con los criados que nosotros habíamos traído de La Vega.

Mi padre no era aficionado a la política. Por encima de todo, le interesaban sus tierras. Era republicano, republicano conservador, y celebró, como casi todo el mundo, el advenimiento de la República. Pero consideraba indispensables el orden y la disciplina. Creía, sobre todo, en el derecho del hombre a ser el dueño de sus propias tierras. Mi padre había trabajado de firme toda su vida para tener lo que tenía; lo único que no podía tolerar era que alguien tratase de enseñarle cómo había de gobernar sus tierras.

Desgraciadamente, Andalucía tiene una larga historia de algaradas. Éstas se remontan a antes de la Primera Guerra Mundial, cuando los anarquistas empezaron a alborotar en España. Nuestros campesinos son gente sencilla y no siempre muy trabajadora. Las ideas anarquistas les fueron presentadas de manera sencilla y que podían comprender. Pensaron que eran pobres porque había ricos en el mundo. Pensaron que, si no existieran las leyes, todos los hombres serían naturalmente buenos. Pensaron que, si mataban a los ricos, quedarían resueltos sus problemas.

Lucharon contra el progreso. Cuando mi padre trajo tractores a sus tierras, trataron de sabotearlos, porque pensaban que con ellos menguaría el trabajo de la gente. Pero esto no impidió que mi padre montara una de las primeras fábricas de tractores de España.

Al principio, bajo la República, las huelgas que plantearon fueron tímidas y poco importantes, motivadas por cuestiones de detalle. Pero, con el tiempo, se hicieron más violentas. Se produjo un fenómeno que ya conocíamos en España. Las izquierdas y los intelectuales hablan al pueblo, buscando su apoyo. Levantan al pueblo y, después, éste se les escapa de las manos. Se producen excesos, y éstos provocan, naturalmente, la reacción de las clases acomodadas.

Esto fue lo que empezó a ocurrir entonces en Andalucía. Con los socialistas en los Ayuntamientos y la República en Madrid, se quebrantó el orden y ya no hubo disciplina.

Los dirigentes de las huelgas se envalentonaron hasta el punto de invadir las fincas y llevarse a los trabajadores, e incluso a los criados domésticos, a punta de pistola. La primera vez que vinieron a La Vega, en número de cuarenta y montados en un camión, mi padre salió a caballo hasta la verja, empuñando su pistola, y les desafió a que se atrevieran a entrar. Les dijo que mataría al primero que pusiera los pies en su tierra. Se marcharon. Pero después enviaron una delegación, para presentar a mi padre una lista de reivindicaciones. Uno de ellos le amenazó con un cuchillo.

Los terratenientes como mi padre no podían tolerar estas invasiones de sus tierras. Por consiguiente, armaron a sus trabajadores de confianza, formando milicias que protegiesen sus propiedades. Pero, en los pueblos, los socialistas empezaron también a formar su milicia.

Las cosas fueron de mal en peor. La Guardia Civil tenía orden de evitar todo enfrentamiento con el pueblo. Les dijeron que no interviniesen. Y así fue como, en 1931, después de las elecciones, se produjo la primera oleada de incendios de iglesias en Andalucía. En Palma, quemaron media docena. Aquella noche, algunos de aquellos anarquistas se santiguaron ante la puerta de la iglesia, antes de entrar a prender fuego al altar. Pero esto no impidió que las iglesias ardieran.

La situación se hizo caótica. Aquellos meses fueron como una única e ininterrumpida manifestación. Siempre había en las calles de Palma una turba vocinglera, irritada, que discutía sobre algo. Mi padre pensó que era peligroso tenernos allí, y nos mandó a Sevilla. La mayoría de los otros terratenientes hicieron lo propio con sus familias.

La República votó toda suerte de leyes agrarias. Nos abrumó con terribles impuestos. Elevó arbitrariamente los jornales de los campesinos. Trató de obligarnos a contratar obreros que no necesitábamos. Si quedaban hombres en la Bolsa del trabajo, los metían en un camión, los llevaban a las fincas y nos decían que teníamos que admitirlos si no queríamos que todos los demás se declarasen en huelga.

Esto ocurría en una época en que los precios del grano se habían derrumbado a causa de la depresión mundial. No teníamos capital en efectivo. Para un hombre como mi padre, toda interferencia en sus negocios privados era intolerable, peor aún que las amenazas de muerte que a menudo le hacían.

Por consiguiente, y en defensa propia, despidió un día a todos sus trabajadores y anunció que no volvería a plantar sus campos hasta que el Gobierno dejase de meterse en sus asuntos. Tomó el tren de Córdoba y fue a decirle al gobernador de la provincia que prefería que le matasen antes que dejar de ser el dueño de sus tierras.

Creo que mi padre trató realmente de provocar un escándalo para obligar a otros terratenientes a entrar en acción. Pero el gobernador se valió de un truco. Envió a Palma un técnico del laboratorio de agricultura de Córdoba y anunció que se habían encontrado langostas en nuestras tierras. Como las langostas se multiplican con gran rapidez, el gobernador ordenó que las fincas de mi padre fuesen cultivadas bajo la protección de la Guardia Civil.

Confiscaron las tierras de mi padre por orden del Estado y ordenaron la detención de aquél, por haberse negado a cumplir las órdenes de los socialistas de Palma y del gobernador de Córdoba. Fue el golpe más cruel que jamás hubiera recibido.

Entonces se escondió en Sevilla. Ni siquiera los de su familia sabíamos dónde estaba. Pero nada podía arrancarle de sus tierras. Como un fantasma, se disfrazaba de mecánico, de obrero, de viajante, y, en un coche prestado, se dirigía a sus propiedades para ver cómo eran cultivadas. Sus mayorales le permanecieron fieles. Pero tan mal se puso la cosa, que los milicianos llegaron a tenderle emboscadas en la carretera, con la intención de matarle, pero fingiendo que su propósito era detenerle.

Su caso no era realmente especial. En todas partes ocurría lo mismo. Nos deslizábamos hacia la anarquía. Desde que, en las elecciones de febrero de 1936, el Frente Popular conquistó en Andalucía el sesenta o setenta por ciento de los votos, pudo preverse que se avecinaban malos tiempos. Las masas parecían darse cuenta que el día del levantamiento estaba a la vuelta de la esquina. Era un algo, una convicción, que parecía haber brotado espontáneamente aquella primavera. Sólo esperaban la señal.

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