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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (6 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Acaban de dar las doce del mediodía en el campanario de la vecina iglesia de Nuestra Señora de Covadonga cuando empezó el rito de costumbre con la aparición en los corrales de un hombre robusto y de edad madura, acompañado de tres policías. Éstos le abrían paso entre una multitud de periodistas, fotógrafos y desocupados que obstruían la galería sobre los corrales. Se hallaban en éstos, tranquilos e indiferentes, despidiendo un agrio olor de sudor, orines y grano triturados, los seis toros negros de la ganadería andaluza de don José Benítez Cubero, animales seleccionados para la inminente corrida.

El hombre robusto examinó los seis animales con mirada solemne. Representaba en los corrales a la autoridad soberana del Estado español, y su cargo de comisario de Policía de Madrid había enseñado a Mariano Bernardo de Quirós a no tomarse dicha autoridad a la ligera. Otro sorteo, efectuado entre cinco comisarios de Policía, le había señalado para presidir la corrida de hoy. Dentro de unas horas, en las prestigiosas alturas del palco presidencial, presidiría la épica corrida y sentiría sobre sus hombros «el peso de toda España».

Ahora, examinaba los toros en compañía de don Livinio. El empresario estaba impresionado. Los toros eran «mucho mayores y mucho más peligrosos» de lo que habría deseado para esta corrida. Le hubieran gustado unos toros más pequeños y más pastueños, a fin de que El Cordobés pudiera realizar una faena memorable. Pero, al menos —pensó, tratando de tranquilizarse—, «el público estará satisfecho con los toros».

Para el presidente Quirós, el pesaje no era más que una formalidad. La tarde anterior, acompañado de un grupo de veterinarios y de un representante del cortijo de Benítez Cubero, había efectuado el reconocimiento formal del peso y la edad de los toros, del vigor de su salud y de sus astas. Ahora, se volvió a los policías de su escolta y pronunció la frase ritual con que comenzaba el sorteo: «Que pasen los toreros».

Con los banderilleros de los otros dos espadas del cartel, Pedrés y Palmeño, Paco y Pepín iniciaron la solemne tarea de repartir los seis toros en tres lotes de a dos, uno para cada torero. Los tres grupos de banderilleros cuchichearon, en medio del silencio general, para emparejar los toros en lotes racionales: el más pesado con el más ligero, el más descarado de pitones con el más cornicorto. Fruto de sus discusiones fue la decisión de emparejar el toro número 64, que, por debilidad de los músculos de la espalda tenía querencia a agachar la cabeza facilitando así la estocada mortal, con el número 34, cuyo largos y separados cuernos hacían sumamente difícil una faena excepcional. El número 23, que era el más ligero de peso, fue emparejado con el número 17, que era el más pesado. Y, por último, se formó la otra pareja con los números 25 y 77. Éstos formaban el lote más temible. Ambos eran pesados, de cabeza erguida, y estaban provistos de imponentes cuernos afilados y abiertos. Al observarlos, Gonzalo Carvajal, experto crítico taurino del diario
Pueblo
de Madrid anotó una frase agorera en su libreta: «Los números 25 y 77 matarán a su lidiador».

Paco, en su calidad de representante del espada más joven del cartel, escribió los números en tres hojitas de papel de fumar. Después, hizo tres bolitas con los papeles y las arrojó en el sombrero andaluz del mayoral que había traído los toros a Madrid desde el cortijo de Benítez Cubero. El mayoral colocó otro sombrero sobre el suyo y agitó los tres papeles. Después, uno de los banderilleros de Pedrés, el torero de más edad, metió la mano entre las alas de los dos sombreros y extrajo una bolita. Le siguió el representante de Palmeño, Paco sacó la bolita que quedaba.

Uno a uno, los tres banderilleros desplegaron los papeles de sus lotes y anunciaron los números de los toros al presidente Quirós. Pedrés lidiaría los números 23 y 17. El hombre de Palmeño declaró que su maestro había sacado los números 64 y 34. Inmediatamente, las docenas de espectadores que se apretujaban alrededor de los tres banderilleros vieron palidecer el rostro de Paco Ruiz. Su bolita de papel cayó al suelo sin abrir.

Y, ahora, mientras subían en el ascensor del Hotel Wellington a la habitación donde dormía El Cordobés, las caras de Paco y de Pepín estaban más serenas, pero no menos preocupadas. Pronto tendrían que anunciar al maestro que, en esta corrida en la que tanto se jugaba tendría que exponer su vida y sus esperanzas ante los cuernos de dos temibles toros negros, el 25 y el 77, los brutos, que, según predicción de un periodista, «matarían a su lidiador».

Mientras tanto, en el vestíbulo del Hotel se celebraba otra ceremonia, menos oficial pero igualmente tradicional. Con el aire desdeñoso de un príncipe árabe distribuyendo propinas entre sus seguidores. Juan Antonio Insúa, cuñado de El Cordobés recorría el vestíbulo y ofrecía discretamente a los miembros de un grupo selecto un sobre blanco y una amable sonrisa. Los hombres a quienes distinguía de esta suerte tenían una característica común: eran críticos taurinos.

Insúa estaba «preparando» a la prensa, según el eufemismo empleado en el lenguaje taurino. En otro lenguaje, lo llamaríamos soborno. Cada sobre contenía dos localidades para la corrida y, entre ambas, un fajo de billetes de Banco. El grueso de cada sobre dependía de la importancia del periódico representado por su destinatario. Los corresponsales de los diarios de Madrid podían esperar de ocho a diez mil pesetas como precio de su indulgencia si El Cordobés estaba mal en la inminente corrida. Los reporteros menos importantes considerarían una ofensa, en una corrida como ésta, un regalo de menos de mil pesetas. En conjunto, el contenido de los sobres majestuosamente distribuidos en el vestíbulo del Wellington por Juan Antonio ascendía a más de ciento cincuenta mil pesetas.

Esta desagradable práctica no era en manera alguna exclusiva del séquito de El Cordobés. El «sobre», nombre que se daba a la propina por el envoltorio que la contenía, era parte imprescindible de la orgullosa fiesta nacional española. Los toreros se inclinaban ante la tradición, con irritación y asco. Uno de los compañeros de El Cordobés había dicho: «Se pueden contar con una mano los críticos taurinos honrados de España, y todavía sobran algunos dedos».

Nadie se libraba de este pequeño juego. Algunos críticos tenían que repartirse el contenido de sus sobres con la dirección de sus periódicos. Unas cuantas publicaciones serias alardeaban de no aceptar el «sobre». En vez de esto, publicaban anuncios pagados por los toreros en sus columnas de publicidad. Un presupuesto importante para propaganda era la mejor garantía de un comentario favorable en las columnas de la crítica.

Esta costumbre alcanzaba su más reprobable aspecto en el campo, en las plazas de mala muerte. En ellas, los jóvenes que luchaban por la fama se veían obligados con frecuencia a entregar la casi totalidad de sus míseros honorarios a unos hombres rollizos que les veían jugarse la vida desde sus localidades de barrera de sombra, hombres de cuyas frases corteses podían depender sus aspiraciones juveniles.

En general, los «sobres» eran distribuidos por el mozo de estoques del diestro; pero, habida cuenta de la importancia de la corrida de hoy, el propio Juan Antonio se había encargado de esta labor.

Una vez cumplida esta misión, Juan Antonio volvió a pensar en sus propios intereses, intereses que habían crecido considerablemente desde sus años de aprendiz de electricista, gracias a la suerte de tener por cuñado al torero mejor pagado de España. Sacó de la cartera un fajo de localidades para la corrida y se puso a venderlas en un rincón del vestíbulo. Era una operación regular de Juan Antonio. Los beneficios de estas pequeñas ventas improvisadas representaban un complemento espléndido y fijo del ya sustancioso estipendio que recibía de su cuñado.

En el saloncito contiguo a la habitación donde dormía el torero, un hombre bajito y rechoncho, de negro cabello ondulado y reluciente de brillantina, caminaba de puntillas realizando su misión. Esta misión le había convertido en el miembro del séquito de El Cordobés más íntimamente relacionado con el bienestar del diestro. Había empezado su vida de trabajo matando viejas vacas en el matadero municipal de Córdoba. Ahora, Paco Fernández gozaba de una de las posiciones más envidiadas y encumbradas del mundo taurino: era mozo de estoques del primer torero de la nación.

Sacó de un gran baúl de cuero el traje de luces, color tabaco y oro, que el maestro había elegido para la siguiente corrida. «Oro, y tabaco…», pensó Paco mientras colgaba el traje en el respaldo de una silla tapizada; eran los colores predilectos del matador. Después, extrajo del baúl la capa de paseo bordada a mano y la extendió sobre el sofá, de manera que la brillante imagen de oro y plata de Jesús del Gran Poder derramase su mágico poder en el salón. A continuación, revisó las tres capas de percal amarillo y violeta y las tres muletas de franela roja que emplearía el diestro dentro de unas horas.

Por último, afiló los bordes de los seis estoques confeccionados a mano en Toledo y que se hallaban en el estuche de cuero de El Cordobés; armas con las que el espada había pasaportado ya más de mil toros bravos.

Terminadas estas tareas, Paco emprendió otras labores más etéreas. Colocó sobre una mesita una manoseada imagen de san Rafael y una estatuilla de Nuestra Señora de Belén, patrona de Palma del Río. Frente a cada una de las imágenes puso un candelera votivo. Momentos antes de salir para Las Ventas, El Cordobés se detendría ante estas imágenes para una breve oración. Después, encendería las velas, las cuales no serían apagadas hasta que regresara sano y salvo de la plaza.

Paco tuvo un sobresalto. Había olvidado un último instrumento de la protección divina. Lo sacó de un estuche forrado de terciopelo negro y lo colocó junto a las dos imágenes. Era una medalla de oro del Jesús del Gran Poder, que El Cordobés se colgaba del cuello siempre que salía al ruedo. Grabada en el dorso de la medalla había una frase más profana, un seco recordatorio de que el torero que la llevaba no debía fiar únicamente en la protección divina durante las horas venideras, sino también en el arrojo de Manuel Benítez.

El rutinario cometido de Paco estaba a punto de terminar. En el pequeño refrigerador había un vaso de zumo de naranja, el cual junto con un par de huevos fritos, sería aquel día todo el alimento de El Cordobés. Esta severa dieta tenía por objeto facilitar la labor del cirujano en caso de accidente. Lo único que quedaba por hacer era preparar un baño caliente y colocar una hoja nueva en la máquina de afeitar de El Cordobés. Una vez preparado el baño, Paco sacaría el zumo de naranja de la nevera, echaría en él una tableta de Redoxón y entraría de puntillas en la habitación del durmiente torero. Entonces se inclinaría sobre la desgreñada cabeza hundida en la almohada y murmuraría la frase con que empezaba la vida de Manuel Benítez los días de corrida: «Es la hora, maestro».

Paco abrió el grifo del baño. En el mismo instante, oyó un sonido que dominaba el rumor del agua en la bañera. Era un rasgueo de guitarra y procedía del cuarto contiguo. A los pocos segundos, Paco oyó la grave y ronca voz del torero que cantaba para sí en la habitación en penumbra. Reconoció las palabras de una canción que El Cordobés había aprendido en México. Se titulaba
Tengo todo el dinero del mundo:

Yo conozco la pobreza

y aquí entre los pobres

jamás lloré…

Ay, ¿de qué me sirve el dinero

si sufro esta pena,

si estoy tan solo?

Con estas palabras, Manuel Benítez
El Cordobés
, el torero más rico y solitario de la historia, saludaba al despertar el día de la corrida más importante de su vida.

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