...O llevarás luto por mi (48 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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En aquella primavera de 1959, España estaba al borde de la bancarrota. Los males de veinte años de mala gestión económica, incompetencia crónica y un estricto aislamiento empezaron a causar sus efectos. La peseta se vendía en el mercado negro de divisas a la mitad de su valor oficial. Las reservas de oro y divisas del país alcanzaban sólo los sesenta y tres millones de dólares, mientras que sus deudas ascendían a sesenta y siete millones de dólares. Los precios se habían disparado. Las mercancías eran escasas y las importaciones se habían reducido. Las penurias causadas por aquella crisis económica produjeron también malestar social, visible incluso bajo la rígida superficie del autoritario régimen de Franco. Aquélla era, quizá, la crisis más importante con la que se enfrentaba España desde las turbulentas semanas que precedieron a la guerra civil. La solución fue para España mucho menos dramática y dolorosa que el sangriento desastre de 1936. Pero si se contempla en conjunto la historia de la nación española, debe reconocerse que aquella solución fue más importante en la evolución de su pueblo que la inútil ferocidad de su guerra civil.

Para resolver sus problemas, Franco se vio forzado, contra su voluntad y con amargura, a pedir ayuda a los extranjeros que siempre había despreciado: los banqueros de Wall Street, París y Londres. El 15 de julio de 1959, España fue salvada de la bancarrota por un préstamo de cuatrocientos dieciocho millones de dólares procedentes del Fondo Monetario Internacional, así como de un consorcio de Bancos privados. Aquel préstamo tuvo su contrapartida: Franco se vio obligado a devaluar la peseta y a pasar el control de la economía española de manos de sus incompetentes incondicionales de la guerra civil, quienes la habían llevado durante veinte años, a manos de una nueva generación de tecnócratas.

Lo más importante fue que se mostró de acuerdo en dar dos pasos que había jurado no dar nunca. Permitió las inversiones extranjeras en España y, virtualmente, abolió sus rígidas restricciones a la importación. Asimismo, dio el primer paso hacia una institución que crecía más allá de sus fronteras y que siempre había desdeñado: la Comunidad Económica Europea. Humildemente presentó la solicitud de ingreso de España en la Organización para la Cooperación Económica Europea. Seis meses más tarde abolió la obligatoriedad de visados para los europeos occidentales que visitaran España.

Aquello supuso una revolución. Durante doce siglos, desde la derrota de Carlomagno en Roncesvalles, España había vivido en su espléndido aislamiento tras la muralla de los Pirineos. Los españoles sólo cruzaban aquellas montañas para ir a conquistar, o los extranjeros las cruzaban para conquistar España. Como un dique contra las corrientes de un mundo del que desconfiaba, los Pirineos habían mantenido a España apartada de las corrientes de sus vecinos del Norte, inmune a sus virus, indiferente a sus pasiones y progresos, al margen de sus contiendas. Ahora, los pasos montañosos hacia las playas doradas habían sido abiertos. Como el agua que se abre paso a través de la brecha en una presa, pronto se extendió por toda España una inundación de turistas, mostrando a los españoles inmediatamente todas las tentaciones y valores de los que Franco había tratado de mantenerlos aislados.

A pesar del fiasco de Aranda de Duero, Luis López seguía empeñado en lanzar a su prodigio —y a lanzarse con él— al lucrativo mundo de la fiesta brava. Pocos días después del licenciamiento de Manolo, López publicó en un periódico de Madrid una fotografía de aquél en traje de luces, tomada en Aranda, junto con una breve gacetilla. En ésta, redactada por López, se anunciaba la llegada a Madrid de El Terror de Palma del Río, después de «una espectacular serie de triunfos en las plazas de toros de Andalucía». López esperó con ansiedad las réplicas que había de producir su inspirada prosa. Pero no hubo ninguna.

El hecho de que su anuncio no obtuviera respuesta no tuvo nada de sorprendente. Era en España un momento singularmente difícil para iniciar cualquier empresa, aunque fuese, aparentemente, tan poco complicada como la que se proponía López. La economía española pasaba un momento crítico, e incluso los toros se resentían de esta situación. Superficialmente, la fiesta brava parecía haber sido estimulada por el famoso duelo entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín. Sin embargo, esta rivalidad sólo dio pie a la organización de diez corridas. En total, sólo trescientas veintitrés corridas estaban previstas para aquella temporada, muy pocas más que las que se habían celebrado en la triste temporada de 1948, después de la muerte de Manolete. La lidia parecía vivir del recuerdo de sus glorias pasadas. «España —escribió un crítico, observando la apatía de los cosos taurinos— busca un gran torero que ocupe el sitio de los gigantes del pasado».

R
ELATO DE
L
UIS
L
ÓPEZ
L
ÓPEZ

Aquel año, los negocios estaban paralizados en todas partes. Al parecer, nada podía hacer yo por Manolo.

Seguimos con la misma rutina de antes: la carretilla, el matadero… Cuando se celebraba una capea, lo llevábamos allá, con la esperanza de que alguien se fijara en él. Si yo no podía ir, le enviaba con uno de mis proveedores, un tipo llamado don Celes, que me vendía ladrillos. Pero nadie le prestaba atención. No era más que otro sucio gitano.

Lo único que tenía era su extraordinario valor. Estaba loco. Era capaz de cualquier cosa, si creía que con ella podía llamar la atención del público. Como si se plantara al borde de un andamio y le gritara a la gente para que le viesen saltar. Pero no sé lo que hacía falta para despertar a aquellos públicos. Creo que para hacerles salir de su sopor, el muchacho hubiera tenido que tragarse un cuerno del toro.

Me estaba hartando de todo el asunto. Me hacía perder muchísimo tiempo, y no sacaba nada de ello. Estaba a punto de renunciar, cuando lo llevé un día a una capea en Mora, en la provincia de Toledo. Era importante, porque asistían muchos alcaldes de pueblo y, si les gustaba su actuación, podían contratarle para alguna de las corridas a celebrar en sus villorrios el próximo otoño. Le dije: «Sal a la plaza y haz que se les ponga la piel de gallina; a ver si así te ofrecen algún contrato».

Pero ocurrió lo de siempre. Demostró su valor y todos dijeron que tenía redaños. Pero, en cuanto les pedía un contrato a los alcaldes, me preguntaban lo que estaba dispuesto a pagar para incluir al chico en el cartel.

Pero allí me encontré a un amigo, el cual me dijo: «Escucha. ¿Por qué pierdes el tiempo haciendo torear de este modo a tu muchacho? ¿Por qué no lo haces por todo lo alto? Organiza tu propia corrida. Tienes ya un torero, y éste no va a costarte nada. Alquila una plaza de toros».

Bueno, fue como si alguien hubiese encendido una luz en una habitación a oscuras. Era lo que había que hacer, si uno quería llegar a alguna parte: montar las propias corridas. Con ello se podía lanzar a un torero y ganar algún dinero al mismo tiempo.

Aquel tipo tenía un amigo que era empresario de una plaza, y me lo presentó allí mismo, en Mora. Discutimos un rato y al fin llegamos a un acuerdo. Me alquilaría la plaza para un tranquilo día de agosto y por la suma de seis mil pesetas. Elegí el 18 de agosto de 1959. Y me sentí orgulloso, porque Manolo y yo íbamos a empezar por todo lo alto. La plaza que explotaba aquel hombre era la de Talavera de la Reina.

Los rojos tejados de la pequeña ciudad de Talavera de la Reina se elevan al final del puente romano de treinta y cinco arcos que cruza el río Tajo, a unos ciento veinticinco kilómetros al sudoeste de Madrid y en la carretera de Extremadura. Sus artesanos fabrican una cerámica azul y amarilla que goza de modesto renombre, y sus callejones resonaron antaño con los ecos de las fuertes pisadas de los soldados franceses huyendo de las columnas del duque de Wellington. Aparte de estas características, pocas cosas distinguen a Talavera de la Reina de otras ciudades parecidas de los llanos del Tajo. Justo fuera de su recinto, entre un bosque de sauces que sube desde el Tajo y un santuario del siglo
XIII
consagrado a la Virgen del Prado, se levanta la plaza de toros de rojo tejado que alquiló Luis López para lanzar a su fenómeno como torero y para lanzarse él mismo como empresario. Si bien la tosca plaza de toros es tan poco original como la ciudad a que pertenece, para los españoles enamorados de la fiesta brava constituye, en cambio, un verdadero santuario, puesto que el fantasma del torero más grande de todos los tiempos ronda bajo sus arcos de madera.

Se llamaba José Miguel Gómez Ortega, pero sus paisanos le conocían sencillamente por Joselito. En la primavera de 1920, había llegado a la cima de su legendaria carrera. Tenía sólo veinticinco años, pero hacía más de diez que lidiaba toros. Había toreado más corridas en una temporada —105— que cualquiera de sus predecesores. Había actuado en veintidós como matador único y, entre ellas, una extraordinaria, en Madrid, donde había clavado dieciocho pares de banderillas y dado en total doscientos cuarenta y dos lances de capa o muletazos, sin que apenas un mechón de su negra y reluciente cabellera de gitano se saliera de su sitio.

Tan seguro estaba de su habilidad, que podía atarse los tobillos y permanecer plantado como una estatua en el centro del redondel, mientras en asombrosos quiebros hacía girar al toro a su alrededor. Ligaba muchas faenas a base exclusivamente de inteligentes pases con la zurda. Su técnica y su dominio eran tales que parecía inmune a las cogidas. En su larga carrera, sólo había sido corneado cinco veces. Incluso su madre había proclamado con orgullo: «El único sitio donde un toro puede pillar a mi hijo José es en su habitación del Hotel, y durmiendo».

Pero aquella primavera de 1920, el público taurino que había hecho de él un ídolo se volvió súbita e inexplicablemente contra él. Fue como si la multitud que lo había endiosado se empeñase deliberadamente en demostrar que su poder de destrucción era tan grande como su poder creador. Algo análogo a lo que volvería a hacer, veintisiete años más tarde, con un nuevo ídolo llamado Manolete, a quien la multitud derribó del pedestal sobre el cual lo había erigido y le lanzó a la muerte contra las astas del miureño
Islero
. Aquella temporada estaba Joselito como siempre, pletórico de facultades; sin embargo, los millares de espectadores que hasta entonces habían agitado sus pañuelos en todas las plazas pidiendo para él los máximos trofeos de la lidia, se convertían ahora en vociferante turba que le cubría de insultos y le lanzaba almohadillas violentamente.

Esta actitud agresiva alcanzó su punto culminante en Madrid, el 15 de mayo de 1920, al alternar Joselito con su amigo y rival Juan Belmonte ante una muchedumbre tan hostil que la Policía tuvo que intervenir para protegerles de una agresión. «El público tenía la impresión —escribió Belmonte— de que le estábamos engañando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente».

Los insultos no cesaron un momento en toda la tarde. Al ser arrastrado su último toro, bajo una lluvia de improperios, Joselito, desolado, contempló a la irritada multitud con lágrimas en los ojos. Una voz de mujer, surgiendo de entre aquel mar de caras hostiles, gritó con ira: «¡Ojalá un toro te mate mañana en Talavera!»

Joselito no deseaba torear en Talavera de la Reina. Si había accedido a hacerlo, fue para ayudar a un amigo y porque su padre había inaugurado la plaza en 1889. El tercer toro de aquella fatídica tarde era un bicho negro y terciado llamado
Bailaor
. Hacía el número 1.568 de los toros lidiados por Joselito en público. Se trataba de una res de apariencia normal, pero con el defecto de hallarse reparada de la vista. Era un toro burriciego, que, como es sabido, ven bien desde lejos, pero no pueden distinguir los objetos cercanos.

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