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Authors: German Castro Caycedo

Objetivo 4 (9 page)

BOOK: Objetivo 4
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—Hay unas personas que están preguntando quién es usted. —¿Quiénes?

—No, pues una gente, esos señores...

En mis adentros tomé la decisión de trabarles conversación y cuando llegaron a las seis de la tarde a comer los esperé y al salir uno le dijo a otro: "Carlos, mira al tipo", y me hablaron:

—¿Qué hay, loquito, qué está haciendo?

—Aquí esperando comer algo porque estoy llevado y tal, y no le he visto la cara a una papa en todo el día.

El tipo me tiró un billete de mil pesos. Lo recogí, le agradecí y ahí comenzó como una conexión con ellos. Empezamos a cambiar palabras y algunas veces me daban algunas monedas. Para mí eso fue positivo porque habían visto que yo no era una persona que pudiera presentarles problemas.

Al tirarme el billete de mil pesos, entendí que estaban completamente convencidos de que yo era un indigente y no una persona de Inteligencia. Es que parte de lo que ellos miraban alrededor les inspiraba desconfianza, pero también tenían al frente a una persona que permanecía veinticuatro horas allí clavada.

Se lo hice saber a mis jefes. Ellos eran uno de los puentes que tenía a mi alcance para poder proyectar lo que se estaba dando en el día a día en la vida rutinaria de esa casa.

Las instrucciones que me dieron claras y precisas eran que no hablara mucho con la gente de aquella vivienda porque algo se me podía salir, algo podía yo comentar, algo podía insinuar o un término normal se me podía escapar, o de pronto el acento se desdibujaba y ese sería un principio de desconfianza.

Un poco después me hicieron llegar un dispositivo adaptado para filmar y grabar. Era algo diminuto que me ajustaron en una chaqueta que olía horrible: la habían embadurnado con Diablo Rojo, una sustancia que se usa para destapar cañerías, de manera que la prenda rechazara cualquier intento de esculcarla. Cuando me la entregaron, me parecía imposible aguantar el olor... Eso me comenzó a afectar los bronquios.

La chaqueta tenía en uno de los botones una cámara más pequeña que la cabeza de una tachuela y dentro de ella un punto diminuto de color rojo: un señalador en miniatura. Eso me daba la oportunidad de filmar con alta resolución.

La sorpresa fue cuando una mañana a las cuatro y treinta y cinco me entregaron un mensaje:

"El personaje llegará hoy".

Le pedí a Dios que fuera verdad porque ya estaba llegando a mis límites. En aquel momento llevábamos dos meses y veinte días. Todavía recuerdo aquella madrugada: una hoja cuadriculada blanca, escrita con letras azules. Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Entonces, dije:

—Dios, dame fortaleza para poder aguantar y que llegue este señor y que mi trabajo se vea recompensado.

¿Cómo comprobé unas horas después que realmente iba a llegar? Cruzó una camioneta de nuestro grupo y, claro: "Es hoy".

Eran las once y treinta y cinco de la mañana porque me hice al frente del restaurante y le dije a una mesera:

—Ñera, regáleme la hora.

Ella me miró levantando la cara:

—Las once y treinta y cinco, ¿bien?

Después de la camioneta comencé a ver uno que otro movimiento de gente de Inteligencia muy esporádico. La casa tenía terraza y en ciertos momentos uno de los guardias se ubicaba allí y miraba hacia el final de la calle y parecía detallar a quienes pasaban, a quienes se movían, así fuera al comienzo de la cuadra siguiente. Los tipos eran tan, cómo decir, tan quisquillosos, que incluso, hablaban con la Policía. En la esquina hacían detenerle carro patrulla ordinario y trababan conversación con los ocupantes.

A eso de las dos y cuarenta minutos según el reloj de la señora María, pasó una camioneta roja con un compañero mío. Cuando lo vi, él me miró y dijo con señas:

—Ya lo tenemos controlado. Ya viene.

Entendí que ya tenían una información puntual.

A eso de las cuatro y media de la tarde vi que se acercaba una persona, pero apoyándome en las características físicas que tenía de Martín Sombra hice comparaciones y realmente el personaje no se me hacia parecido a nadie.

"No creo que ese sea Martín", pensé, pero sin embargo, me llamó la atención que cojeaba. No mucho, pero cojeaba. Un caminado como cuando le incomoda a uno la rodilla y trata de cuidarla.

Había llegado de forma desprevenida en un taxi, bajó tres maletas, lo miré mejor pero en las fotografías tenía bigote y ahora no; tenía más cabello y ahora no. Tenía sí más entradas en la frente, era más canoso y tal vez lo vi más bajo de lo que lo describían, y ahora pensé: "Pero si en los archivos dice uno setenta y algo de estatura" y yo veía a una persona más o menos de uno sesenta y ocho, uno sesenta y seis... "No puedo creer que sea él".

Llegó en un taxi Atos, se bajó, se bajó también el conductor y le ayudó a descargar las maletas... Lo que sí me causó curiosidad fue que en el momento en que él llegó, golpeó la puerta y casi inmediatamente reaccionaron en el tercer piso y los escoltas bajaron apresurados, recibieron las maletas, lo hicieron entrar, no lo abrazaron pero sí le dieron un saludo de respeto. Eso despertó en mí la duda, pero sin embargo, ese mismo día no confirmé: no estaba absolutamente seguro.

Yo sabía que si buscaba algún canal de comunicación o una llamada en lugar de dejar que transcurriera el tiempo hasta las cuatro y treinta y cinco de la mañana siguiente, era anticiparme mucho. Esperé.

El suspenso duró tres días. En aquellas madrugadas los papeles que me entregaban mis compañeros preguntaban qué sucedía, que si había llegado, que si no había llegado, porque, tanto las informaciones en manos de Inteligencia como las de la parte técnica indicaban que él estaba ahí, y posiblemente como producto del seguimiento que comencé a realizarle a las salidas y entradas de aquel hombre, empecé a pensar que... Que sí. Que era muy posible que se tratara de Martín Sombra.

Luego tuve la idea de pedirle a Inteligencia que vinieran y tomaran fotografías de una manera más práctica, pero hasta no estar absolutamente seguro, no lo hice.

¿En qué momento entendí que era él? Primero, porque salía muy poco; segundo, porque se asomaba por la terraza, duraba dos, tres minutos y se quitaba de allí; tercero, porque solamente salía a las seis de la tarde y caminaba hasta el restaurante de la señora María, y cuarto, porque las seis personas sólo iban a la hora del desayuno y del almuerzo y le llevaban la comida en una olla. "¿Por qué sale tan poco? —me preguntaba— ¿En verdad es él?".

Al tercer día tomé la decisión y a las cuatro y treinta y cinco de la madrugada siguiente les dije a mis compañeros:

—Pienso que Martín Sombra está en la casa.

Habían entrado licor algunas veces, y la segunda tarde llegaron unas muchachas muy buenas, con pinta de universitarias, tal vez de modelitos de la televisión. A esas las llaman "prepagos": Algunas veces son escogidas en álbumes fotográficos y después las matronas que las manejan dicen el precio de la visita. Uno las conoce a cuadras, especialmente porque la mayoría tienen una delgadez anoréxica, usan ropa fina, cinturitas apretadas, senitos parados de vez en cuando. Otras veces planos, pero, de todas maneras, mujeres buenas y jóvenes... La verdad, dos eran atractivas y la tercera una gorda, con pinta de... ¿Cómo dicen los viejos?.. .De cabaretera. Esa debía ser la matrona que cobraba el dinero, se quedaba con buena parte y el resto se lo entregaba a las muchachas.

En esa oportunidad, las chicas y la gorda duraron tres días sin salir de la casa.

En adelante se desencadenaron otra serie de situaciones: entró a apoyarme un grupo operativo, pero de una manera externa a través de un micrófono que ahora utilizaba para comunicarme con ellos. Ese era el comienzo de una serie de controles más minuciosos.

Martín Sombra permaneció doce días en la casa del bandido y al número trece se fue en otro taxi, acompañado por los dos escoltas de mayor edad, pero ya sabíamos cuál era su rumbo.

Cuando él desapareció se acabó mi trabajo. Dejé la caracterización de vagabundo, y emprendí otra jornada en la terminal de buses en la ciudad de Tunja, a un par de horas o algo así, al nororiente de Bogotá, hacia donde sabía que había partido el objetivo.

En esa segunda fase trabajábamos por la parte humana y por la parte técnica. O sea, estábamos moviéndonos con dos brazos que nos permitían relacionar la información que nos indicaba dónde se encontraba, con la parte técnica en cuanto al control. Todo eso nos permitía actualizar información en la medida en que él iba cambiando de sitio.

Quitarme la peluca y aquellos harapos fue comenzar todo un proceso de readaptación a la vida normal. Nunca se me olvidará el día que me coloqué nuevamente debajo de una ducha, que volví a saber a qué olía el jabón y qué se sentía cuando me frotaba con él. Los harapos terminaron dentro de una bolsa para basura.

Habían pasado dos meses y veintiséis días desde cuando llegué a aquel barrio y al salir de la ducha se me humedecieron los ojos: se había acabado el esfuerzo. Luego los compañeros me felicitaron por la perseverancia y por las situaciones tan complejas por las que tuve que pasar durante ese tiempo.

Terminado el trabajo me volví a entrevistar varias veces con el psicólogo y el sociólogo, y después de escucharlos una semana, de volver a tomar la apariencia, de volverme a mirar en un espejo y volver a comer comida caliente y convencerme de que era nuevamente el mismo de antes, empecé a superar las huellas del oficio.

Toda una película porque cuando me miré por primera vez en el espejo me sentí muy extraño, no era yo. Tenía que volver a mi ritmo laboral, a entender lo que realmente era, y eso resultaba complicado porque la personalidad del vagabundo me había absorbido hasta el punto de costarme mucho, muchísimo trabajo vencer una voz interior que me decía que, en el fondo yo continuaba siendo un indigente.

El psicólogo y el sociólogo decían que tenía que divorciar esos dos escenarios y poner entre ellos una frontera y entender, que el capítulo anterior ya estaba cerrado, que yo era un hombre de Inteligencia y que cualquier adversidad se la fuera comentando a ellos, lo que realmente hice posteriormente.

En los momentos en que me puse una corbata y más tomé mi computadora y comencé a escribir, me sentí muy extraño; era rarísimo sentarme nuevamente frente a una mesa, poder tener unos cubiertos en la mano, tomar una comida que olía saludable.

Algo muy extraño también fue volver a dormir en una cama. Estaba totalmente desadaptado. Y todavía más extraño fue volver a saludar a la gente y sentir que la gente me respondía el saludo.

Otro proceso de varios meses en el que no fue fácil volver a entender mi vida.

SALOMON (Oficial de Inteligencia)

Realmente el bandido movió luego a Martín Sombra por el centro del país, lo tuvo un tiempo en el campo, de finca en finca en la zona semiurbana, pero como el viejo es tan indisciplinado en ese sentido, por ejemplo se escapaba a hoteles de mala reputación para no dar un alto perfil, conseguía un par de modelos prepagos, les daba dos, tres millones de pesos y pasaba con ellas noches completas.

Cuando empezamos a tener cierto control sobre el bandido, determinamos que él personalmente, o por interpuesta persona, movía a Martín. Pero, repito, el viejo es muy mujeriego. Por eso trataban de que no se quedara en Bogotá.

Por ejemplo, en ocasiones repetidas un delincuente al servicio del bandido lo estaba acompañando y cuando se daba cuenta, ya se le había evaporado, y los rateros lo buscaban como a una aguja... Cuando aparecía estaba borracho, de manera que llegó un momento en el cual ya la gente no quería andar con él porque, además, se ponía a vociferar.

Una vez estaba cerca de un puesto de la Policía, y dijo:

—Habrá que ponerles una bomba a estos policías.

Lo decía delante de todo mundo y los bandidos se alteraban.

A raíz de su salida de la casa en Bogotá, el bandido la pasó mal pues sabía que si Martín se le perdía, las FARC lo matarían. Entonces empezó a buscar contactos hasta que finalmente habló con alguien en Cúcuta, a cientos de kilómetros al oriente, en la frontera con Venezuela:

—Sí, el viejo está aquí y va a salir para allá. En estos días. Yo le aviso cuando él salga.

Inmediatamente enviamos una comisión a Cúcuta para tratar de rastrearlo luego de establecer la dirección del delincuente en aquella ciudad. En adelante, eso nos dio los movimientos de Martín Sombra hasta cuando emprendió el regreso, nuevamente hacia el centro del país, haciendo algunas escalas.

Siguiendo sus pasos por el oriente de nuestra geografía, nuestros problemas eran ubicar a los muchachos y a las chicas de Inteligencia en áreas rurales para ampliar nuestra acción, porque Martín Sombra era muy escurridizo. Entonces para determinar con mayor puntualidad cuáles eran sus desplazamientos exactos, apelamos todavía a más fuentes humanas.

Una comunicación decía que había pasado por un puesto del ejército y los soldados lo ayudaron a bajar porque él se hizo el enfermo y les dijo que no podía caminar.

—Muchachos, regálenme agua —les dijo.

Ellos lo auxiliaron y lo bajaron del carro. Estaba jugando con él cuento de la clandestinidad.

Empezamos a hacer el trabajo con información de la célula de Boyacá, a tres horas al oriente de Bogotá, con información del bandido que lo había tenido en la capital, a través del hombre de Cúcuta, y finalmente tocamos tierra cuando Diana, la mujer de Arauca, me dijo:

—Aquel va nuevamente para Bogotá.

Nos concentramos en la capital pero pronto supimos que no iba a quedarse allí sino a hacer tránsito, evitando conectarse con el bandido. En ese momento se iba acercando, pero esperaba detenerse algunos días en Boyacá, y nosotros montamos dispositivos en diferentes puntos de aquel departamento, de acuerdo con lo que ahora conocíamos de sus planes.

En esta forma se empezó a cerrar el cerco hasta cuando lo localizamos en un pueblo llamado Saboyá, aun más cerca de la capital, pero entonces no daba señales y, claro, planeamos nuestro trabajo mucho más "de forma física", seguimientos, cosas así, a través de medios técnicos. Eso significaba trabajar con nuestros agentes, más o menos cuadra por cuadra.

Finalmente, una mañana supimos que Martín Sombra se iba a reunir con alguien en un lugar público y eso nos obligó a mirar en cafeterías, en la misma alcaldía, en el puesto de salud, en restaurantes... Luego hicimos un barrido más, lugar por lugar, hasta que por fin lo encontramos en compañía de dos viejitos que conformaban una pequeña célula de la guerrilla y conseguían algunas cosas para ellos. Cerca del mediodía, los tres estaban sentados a la mesa de un pequeño salón tomando café, nuestra gente entró y lo capturó.

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