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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (38 page)

BOOK: Oda a un banquero
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—¿En serio? —preguntó Maya, con una ligera inflexión de incredulidad.

—En serio. —Petro levantó la mirada de pronto con una débil sonrisa que daba a entender… bueno, quizá nada en absoluto.

Estábamos todos sentados, apagados y en silencio, cuando se nos unió Fúsculo. Miró a su alrededor como si la atmósfera le hiciera temer lo peor y luego evaluó las heridas de su jefe con una pericia rutinaria. Como cortesía, puso mala cara.

—¡Bonitos adornos!

—Impresionan bastante, ¿eh? Estuvo cerca. Aun así, no vamos a concertar ningún funeral. ¿Qué hay de nuevo? —Fúsculo le lanzó una mirada a Maya. Desconfianza mezclada con interés masculino. Petronio dijo, sucinto:

—Es la hermana de Falco. Puedes hablar.

En estos momentos Fúsculo lo miraba con más detenimiento, tras darse cuenta de que la garganta de Petro estaba tan dolorida que le limitaba el habla.

—¿Es verdad? ¿Ese mal nacido intentó estrangularte…?

—Estoy bien.

—Bueno, jefe, tengo algo que informar. Sabemos quién es. La descripción era bastante fácil de hacer circular. Era un matón de verdad, conocido como Bos. Con la complexión de un toro bravo…

—Eso ya lo sabemos —comenté yo.

Fúsculo sonrió de manera burlona.

—¿Dicen los rumores que vosotros dos lo tirasteis por un balcón?

—Con mucho cuidado.

—¿Consumado con la más perfecta etiqueta? Bueno, Bos tenía una tremenda reputación. Nadie más que dos locos como vosotros se hubiera atrevido a enfrentarse a él, Si hoy bajáis al Foro seréis tratados como semidioses…

—¿Cuál era su posición social? —interrumpió Petronio.

—Bruto de alquiler. Presionaba a la gente. Aplastaba a aquellos que no querían cooperar. La mayoría de las veces sólo tenía que llegar hasta la puerta y ya se rendían.

—¡Me sorprendes!

—¿Quién solía contratarlo? —le pregunté a Fúsculo con intención.

—Mafiosos, caseros hambrientos de alquiler… y lo has adivinado: prestamistas a quienes se les debe dinero.

—¿Clientes concretos?

—A menudo un grupo de cobradores de deudas llamados los Ritusi. Duros y despiadados. Conocidos por sus métodos implacables y sutiles insinuaciones de violencia inaceptable.

—¿Al otro lado de la ley?

—No —dijo Fúsculo con aspereza—. En su campo, ellos dictan la ley. Nunca los demandan para conseguir una compensación. Nadie interpone ninguna queja.

Petronio se estiró con torpeza.

—Yo creo que interpondré una.

—¿Podemos probar que a Bos lo mandaron los Ritusi? Es dudoso —le recordé—. Ni ellos ni Lucrio admitirán conexión alguna; en primer lugar, se supone que los bancos no utilizan matones. Cometieron un grave error atacando a un oficial de los vigiles… pero es difícil que admitan que enviaron a Bos para hacerte daño.

—Saben que lo sospechamos —nos contó Fúsculo—. Tuvimos que entregar un informe al prefecto. —Petronio se atragantó del fastidio. Quería arreglar esto a su manera. Aun así, no insistió en saber qué precipitado miembro de la cohorte había hecho el informe en su ausencia—. El prefecto mandó un destacamento para registrar su casa.

—¡Vaya, buena idea! ¿Encontrasteis algo? —me burlé con sarcasmo.

—¿Tú qué crees?

Petronio no dijo nada. Maya retiró su vaso vacío, que él parecía a punto de tirar.

—¿Estos hombres duros de Ritusi trabajan abiertamente para Lucrio y el Banco Aurelio? —pregunté.

—No abiertamente —puntualizó Fúsculo. Entonces una sonrisa de expectación se extendió por su cara. Tenía algo que decirnos y quería ver cómo reaccionábamos—. En cualquier caso, Falco, ahora les vendrá menos trabajo desde esa dirección… el Banco Aurelio se ha inundado de clientes asustados que quieren retirar sus fondos. Lucrio congeló todas las cuentas esta mañana y llamó a liquidadores especialistas. El banco ha quebrado.

Ayudé a Petro, que cojeó hasta el diván de lectura en el que se dejó caer somnoliento.

—¿Puedes arreglártelas solo?

—Estoy en manos de una encantadora enfermera —susurró con una ronca simulación de confidencia. Era la tradicional respuesta masculina al hecho de estar atrapado en el lecho de enfermo. Tienes que jugar limpio.

—Helena volverá en cualquier momento —replicó Maya al tiempo que daba un vigoroso tirón a sus faldas y salía de la estancia como una exhalación.

Tapé a Petronio.

—Deja de flirtear con mi hermana. Puede que seas el semidiós que liquidó al gigante Bos… pero hay cola para Maya. No te juegues el pellejo con Anacrites. Ese hombre es demasiado peligroso.

Yo lo decía en serio. Ya sería bastante malo si el jefe de los servicios secretos hacía algún progreso con mi hermana, pero si lo hacía y ella decidiera rechazarlo, sería una amenaza para toda la familia. Él tenía poder. Controlaba siniestros recursos y era un enemigo rencoroso. Había llegado la hora de que todos nosotros recordáramos que Anacrites tenía una cara oscura.

Por supuesto, si mi madre se deshacía de él al mismo tiempo que mi hermana veía su verdadera naturaleza, entonces era probable que estuviéramos muertos desde el momento en que la carta que dijera: «Cariño, nos lo hemos pasado muy bien y de verdad detesto tener que escribir esto…», fuera a parar a su mesa de Palacio. Me daban ganas de vomitar sólo con pensar que alguien llamara «querido» a Anacrites. Pero eso no era nada comparado con el miedo que tenía a su reacción si alguna vez era humillado por un rechazo como amante, especialmente si entonces me echaba la culpa. Ya había intentado que me mataran una vez, en Nabatea. Podía volver a ocurrir en cualquier momento.

Mientras yo le daba vueltas al asunto, Petronio hacía alguna broma sin malicia.

—¡Ah! No tendré ninguna suerte con Maya. Soy el horrible compinche de su hermano… mercancía contaminada.

Menos mal. Yo detestaba a todos mis cuñados. Vaya una pandilla de cerdos irritantes. La última cosa que hubiera podido tolerar era que mi mejor amigo quisiera unirse a ellos. Sacudí la cabeza para quitarme ese pensamiento de encima y me encaminé hacia el Foro… no para que me recibieran como a un héroe, sino para intentar ver a Lucrio.

Mientras caminaba me preguntaba por qué no le había contado a Maya ese rumor de mal gusto sobre Anacrites y mi madre. Pura cobardía, lo admito.

Lucrio no estaba en ninguna parte. No me sorprendió demasiado. Cuando se sabía que cualquier negocio iba a la bancarrota, la noche anterior a que se convirtiera en información abierta los ejecutivos se aseguraban de marcharse a sus villas privadas, situadas a un largo trecho de Roma, llevándose la plata y dinero para gastos menores. La mesa de cambio del Caballo Dorado permanecía vacía y desatendida. Caminé hasta el domicilio de Lucrio. Se había reunido un gentío de considerable magnitud; unos se limitaban a quedarse ahí con aire de desesperanza y otros tiraban piedras a los postigos de un modo desconsolado. Quizás había unos pocos que eran deudores y que se preguntaban si se librarían de devolver sus préstamos dadas las circunstancias. La puerta permanecía cerrada y las ventanas estaban bien atrancadas.

Me sentí decepcionado. Como motín era un desastre. Los mirones habían empezado a llegar solamente para ver suicidios entre la multitud; sin embargo, las personas reunidas allí, ligeramente avergonzadas, parecían todas dispuestas a irse poco a poco a sus casas. Los que habían perdido más dinero no se acercarían. Se resistirían a aceptar lo que había pasado, fingiendo que todo iba bien. Mientras pudieran, combatirían la desesperación. Cuando ésta se cerniera sobre ellos, nadie les volvería a ver más.

No había nada que hacer aquí. Cuando llegó un triste tamborilero a tocar y cantar lastimeras canciones de taberna, me fui antes de que su sonriente ayudante llegara hasta mí con el sombrero.

Tenía que olvidarme de Lucrio. Olvidar a esos holgazanes de aspecto perdido que iban sin rumbo por las calles. Yo no los conocía y no me importaban demasiado sus pérdidas. Pero que el banco hubiera quebrado afectaba a personas reales, personas que yo conocía. Había algo que debía abordar con urgencia. Tenía que ir a ver a mi madre.

XLVI

Aristágoras, ese viejecito vecino de mi madre, tomaba el sol en el pórtico. Mamá siempre tenía las zonas comunes del edificio donde vivía como los chorros del oro. Con los años, debía de haberle ahorrado al casero los sueldos de cientos de barrenderos. En la entrada principal había espléndidas macetas de rosas que también cuidaba ella.

Aristágoras me dirigió un saludo; yo levanté el brazo y seguí andando. Desde luego, era un charlatán.

Subí con rapidez las escaleras del apartamento. Casi todos los días, mi madre, o salía a dar una vuelta por el Aventino para hacer recados y molestar, o si no, estaba en casa restregando ollas o trinchando como una loca en la cocina. Pero ese día la encontré sentada sin moverse en un sillón de mimbre que un día le dio mi hermano Festo (yo sabía, aunque ella no, que ese vagabundo descarado lo ganó en un juego de damas). Mi madre tenía las manos juntas y apretadas sobre su regazo. Como siempre, su vestido y su peinado estaban arreglados de manera impecable, aunque la envolvía un aura de trágica pesadumbre.

Cerré la puerta con suavidad. Dos ojos como pasas quemadas me traspasaron. Levanté un taburete que había a su lado y me senté en él con las piernas separadas y los codos en las rodillas.

—¿Te has enterado de lo del Banco Aurelio?

Mi madre asintió con la cabeza.

—Uno de los hombres que trabaja para Anacrites vino a verle esta mañana temprano. ¿Es cierto?

—Me temo que sí. Acabo de estar allí… todo está cerrado. ¿Anacrites consiguió sacar su dinero?

—Le había notificado al agente que quería retirarlo, pero el dinero todavía no se lo han pagado.

—Mala suerte —me las arreglé para que sonara neutral. Miré a mi madre. A pesar de su preocupada calma, su rostro era inexpresivo—. Es probable que supieran que tenían problemas, ¿sabes? Deben de haberse tomado con calma el pago del dinero. Yo no me preocuparía demasiado por él. Puede que haya perdido un dineral con el Aurelio, pero debe de tener bastante más guardado en otros sitios seguros. Es parte de su trabajo.

—Ya veo —dijo mi madre.

—De todas formas —continué en tono grave—, se han nombrado liquidadores. Todo lo que tiene que hacer Anacrites es ir a verlos, mencionar que él es el influyente jefe de los Servicios Secretos, y se asegurarán de ponerlo el primero en la lista de acreedores que lo cobrarán todo. Es la única decisión acertada que pueden tomar.

—¡Le diré que lo haga! —exclamó mi madre, que pareció aliviada en nombre de su protegido. Yo rechiné los dientes. Explicarle cómo salir del apuro no era lo que en verdad había planeado.

Esperé, pero mi madre seguía guardándose las preocupaciones para sí. Sentí una punzada de vergüenza al hablar de finanzas con ella siendo uno de sus hijos menores. En primer lugar, porque teníamos una disputa que venía de largo sobre si alguna vez me dejarían hacerme cargo de todo. Y luego, porque ella era reservada en extremo.

—¿Y qué pasa con tu dinero, madre?

—Oh, bueno. Eso no importa.

—Deja de fingir. Tenías un montón de dinero en depósito en ese banco, no digas que no. ¿Habías sacado algo últimamente?

—No.

—Así que lo tenían todo ellos. Bueno, Anacrites es el idiota que hizo que lo pusieras allí; tendrías que hacer que los presionara por ti.

—No quiero molestarlo.

—Está bien. Mira, tengo que tratar otro tema con Lucrio. Le preguntaré cuál es la situación. Si hay alguna posibilidad de que te devuelvan el dinero, haré lo que pueda.

—No hay necesidad de complicarse demasiado. No es necesario que te preocupes por mí —gimió mi madre de forma lastimera. Eso era típico. En verdad, no hubiera parado de recordármelo si la hubiese dejado sufrir con esa preocupación. Le dije de manera educada que no era ninguna molestia; yo era un hijo consciente de sus deberes que amaba a su madre y me haría muy feliz dedicar mi tiempo a poner en orden sus asuntos. Ella lanzó un bufido para expresar su incredulidad.

Este podía ser el momento de mencionar los rumores sobre que Anacrites intimaba demasiado para ser un inquilino. No tuve valor.

No podía ni imaginarme a mi madre y al espía a solas. Ella lo cuidó cuando estaba gravemente enfermo; eso habría supuesto tener un contacto personal íntimo… pero seguro que era cualquier otra cosa antes que una aventura. ¿Mi madre y él en la cama? ¡Nunca! Y no tan sólo porque ella era mucho mayor. Quizá lo que no quería era imaginarme a mi madre en la cama con nadie…

—¿Qué es lo que te preocupa, hijo? —Mi madre se dio cuenta de que estaba pensando, un proceso que ella siempre consideró peligroso. Las virtudes romanas tradicionales excluyen la filosofía de manera expresa. Los buenos chicos no sueñan. Las buenas madres no les dejan. Ella fue a darme un golpe. Gracias a la larga experiencia, me agaché justo a tiempo. Conseguí no caerme del taburete. Su mano golpeó mis rizos, sin tocar la cabeza.

—¡Confiésalo!

—De un tiempo a esta parte he oído unos rumores…

Mi madre se erizó.

—¿Qué rumores?

—Sólo son tonterías.

—¿Qué tonterías?

—No vale la pena mencionarlas.

—¡Pero sí que vale la pena pensar en ellas hasta que se te pone esa sonrisa estúpida!

—¿Quién sonríe? —Me sentía como si tuviera tres años. La sensación se confirmó cuando mi madre me agarró de la oreja, con un violento apretón que yo conocía demasiado bien.

—¿De qué estás hablando exactamente? —exigió saber mi madre. Deseé estar luchando otra vez con Bos.

—La gente se hace una idea equivocada. —Me retorcí y así me las arreglé para librarme del tirón—. Oye, no es asunto mío. —La mirada de Medusa de mi madre me hizo ver que eso probablemente era cierto—. Sólo oí por casualidad que alguien insinuaba, está claro que por un ridículo malentendido, que tú habías empezado a salir con cierta persona de la especie masculina que algunas veces frecuenta esta casa…

Mi madre se levantó de la silla de un salto.

Yo la esquivé y corrí hacia la salida, más que contento de irme avergonzado. Con la tranquilidad de la puerta abierta, me di la vuelta y me disculpé.

Mi madre dijo en tono severo:

—Te agradeceré, y agradeceré a quienes sean los entrometidos que han estado chismorreando a mi costa, que no metan sus narices en mis asuntos.

—Perdona, madre. Por supuesto, yo nunca lo creí.

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