Uno de sus refinados funcionarios se dignó entonces a dejar que le hiciera preguntas. De todas formas, hubiera sido mejor que no me hubiese molestado. Sus respuestas no me sirvieron de nada. Parecía incapaz de reconocer mi meticulosa descripción del sospechoso, y no recordaba que hubiera asistido al templo el día que Crísipo murió. El sacerdote había oído hablar de Aurelio Crísipo y Lisa. Habían sido benefactores del templo en el pasado. Así que supe que había una conexión con la familia. Eso no era precisamente un pretexto para un asesinato.
Enojado, me dirigí a casa de Lisa para volver a interrogar a su hijo. Admití que Diómedes no había estado en ningún momento sometido a un interrogatorio de verdad. Podría haber algunas ventajas en dejarle creer que se había librado de una investigación rigurosa. (No es que se me ocurrieran cuáles podían ser esas ventajas.)
Fuera de la casa, me fijé en el observador de los vigiles que Fúsculo había puesto allí por si acaso los protagonistas se largaban a escondidas. Hacía ver que estaba bebiendo en una taberna, una despreocupada forma de vigilancia; le saludé con la cabeza pero no hablé con él.
El lugar estaba cerrado a cal y canto de la misma forma que lo había estado la casa de Lucrio después de que el banco quebrara, pero un portero me dejó entrar. En el interior, había verdaderos signos de una partida inminente. A todas luces, había llegado el momento de actuar, o perderíamos a Lisa y al liberto. Había por ahí fardos empacados y arcones. Desde la última vez que estuve se habían retirado algunas cortinas y tapices.
Por una vez, Diómedes estaba en casa. Por una vez, no hizo ningún intento de buscar refugio detrás de su madre; ella ni siquiera apareció. Se había dejado barba, con la misma forma que la de su padre. Le hablé de mi improductivo encuentro con el sacerdote y le ordené que volviera conmigo al templo para ver si él podía encontrar a alguien más que lo recordara.
—Si no, tendrás que afeitarte esa careta.
Cuando nos íbamos, alguien entró en la casa… Lucrio, y tenía su propia llave, lo cual era interesante. Se le veía un poco tenso y cansado. También pareció molesto al verme… aunque era muy inteligente como para quejarse.
—Quédate aquí —le dije a Diómedes con brusquedad—. ¡Lucrio, mandarme un matón para que acabara conmigo no fue una idea muy brillante! —Eso se lo iba a hacer pagar si podía.
Lucrio era demasiado listo o estaba demasiado cansado para fingir. Se limitó a quitarse los zapatos de calle con un par de patadas y ocupó el tiempo en meter los pies dentro de las zapatillas de estar por casa.
—Siento que hayáis tenido que liquidar —dije—. Pero a ver si nos entendemos: mis investigaciones nunca estuvieron dirigidas contra el banco de manera intencionada; y nunca sugerí a nadie que se debieran retirar los depósitos. No me eches la culpa de lo que ha pasado. Yo sólo quiero identificar al que mató a tu antiguo amo.
Lucrio no hizo ningún comentario sobre el incidente con Bos, pero sí sobre lo del banco.
—El colapso era inevitable. Desde el momento en que murió Crísipo, nos enfrentamos a una pérdida de confianza pública. —Una sonrisa apenas esbozada surcó su cara—. Eso sería un argumento en contra de que yo sea tu asesino. Ya lo preveía. Nunca debí haberme arriesgado.
—¿Qué ocurrirá ahora? —pregunté.
—Tenemos que aclarar nuestros asuntos en Roma de una manera escrupulosa. Agentes neutrales, experimentados en esta clase de trabajo, pagarán nuestras deudas en la medida de lo posible.
—Haz algo por mí. —No había ninguna posibilidad de que me dejara sobornar, aunque si él pensaba que podía, quizá eso ayudara a mi madre—. Ten la bondad de mirar los depósitos de una pequeña viejecita llamada Junila Tácita. Acudió a ti por recomendación de Anacrites, el espía. Supongo que él se encargó de la operación.
—Él no lo hizo —replicó el liberto, con una cierta irritación—. Recuerdo a Junila Tácita. Negociamos cara a cara.
—No te preguntaré qué disposiciones hiciste por ella. No espero que traiciones la confianza de un cliente.
—¡Bien! —No se mostraba dispuesto a ayudar. Era correcto en un sentido profesional, pero yo me sentía molesto—. ¿Qué tiene que ver Junila Tácita contigo, Falco?
—Es mi madre —dije con ecuanimidad. Me preguntaba si mi madre había tratado con Lucrio con su estilo inimitable. Esa sensación se me confirmó cuando de pronto me encontré intercambiando con él sonrisas irónicas—. Échale un vistazo a su situación —le ordené—. Me lo puedes contar mañana; quiero terminar mis investigaciones. Ven al scriptorium al mediodía, por favor. Díselo a Lisa, ella también tiene que estar allí.
Él asintió y luego miró con curiosidad a Diómedes, que todavía estaba de pie a mi lado con el mismo vigor que las algas marinas arrojadas sobre la playa.
—Diómedes y yo nos íbamos a dar un agradable paseo, Lucrio. Si su querida madre se pregunta en qué andamos, asegúrale a la señora que es pura rutina.
Diómedes protestó cuando supo que iba en serio lo de subir andando al Aventino. Según parecía, él iba a todas partes en silla de manos. Sin embargo, estaba lo suficientemente nervioso como para dejarse arrastrar a pie. Pensé que a Lucrio, el futuro padrastro que había sido un esclavo de la casa, le gustó verlo.
Diómedes no servía para una marcha de entrenamiento. Por otra parte, cuando lo estudié, el pecho y los músculos de los brazos no los tenía mal desarrollados. No era un alfeñique, pero supongo que le faltaba verdadera preparación. Es probable que su madre pagara una fortuna a un profesor de un gimnasio, uno que dejaba a Diómedes que balanceara demasiados garrotes de ejercicio ligeros y que pasara el tiempo lanzando pequeños sacos rellenos de judías de un lado a otro.
Se habían gastado el dinero en él. Probablemente sabía leer poesía y tocar la cítara. Sus ropas eran caras, por supuesto, aunque sus extravagantes botas eran demasiado blandas para ir a pie sobre las irregulares piedras del pavimento. Su túnica, que enseguida se empapó de sudor por encima de los hombros, le hacía parecer el amo, mientras que yo, con mi viejo trapo de color vino, debía de parecer su esclavo. Eso les daría a mis vecinos del Aventino un motivo para reírse. Yo andaba más deprisa, por delante de él, con grandes zancadas valientes, mientras que Diómedes caminaba rezagado y casi sin energía.
Antes incluso de rodear el Circo, Diómedes ya estaba sin fuerzas. Yo lo arrastré hasta el Clivus Publicius, hacia la casa de su difunto padre, a un paso despiadado. Estaba lo bastante en forma como para no quedarse del todo sin resuello. Dio la casualidad que vi a Eusquemonte en la puerta de la popina donde bebían los autores del scriptorium. Me detuve.
—Diómedes, tú adelántate hasta el templo. Intenta encontrar a alguien que pueda dar fe de que te vio a la hora en que asesinaron a tu padre. Yo te seguiré dentro de un momento. —Una mirada maliciosa apareció en sus ojos oscuros—. No se te ocurra escaparte —le dije en pocas palabras—. La huida te señalará como el asesino. Supongo que hasta los griegos romanizados saben cuál es la pena por parricidio, ¿no? —Este castigo causaba tanta sensación que la mayoría de gente culta había oído hablar de él. Los detalles aparecían exagerados siempre que los turistas de las provincias oían que se ensalzaba la ley romana. Él debía saberlo. Con una sonrisa amigable, se lo conté de todos modos—: A los hijos que matan a sus padres los atan dentro de un saco con un perro, un gallo, una víbora y un mono y los tiran al río.
No estaba seguro de que me creyera, pero el hijo de Crísipo salió disparado con su calzado delicado, ansioso por demostrar su coartada.
Eusquemonte había observado tranquilamente cómo despachaba al hijo de su antiguo patrón; tenía una expresión bastante hermética. Siempre había hablado de Diómedes con compostura más que con declarada antipatía, pero en esta ocasión no habían cruzado ni un saludo.
El encargado del scriptorium apoyaba un codo en el mostrador de la taberna, disfrutando de una copa de lo que parecía vino con agua fría. El camarero había estado hablando con él, ese delgado joven que yo había observado varias veces que servía aquí, con una toalla encima del hombro y un delantal de cuero. Me uní a ellos y pedí un zumo de frutas.
—¿Cómo va, Falco?
—Ya falta poco. Quiero llevar a cabo unos últimos interrogatorios mañana, Eusquemonte. ¿Puedo molestarte con que le menciones a Vibia Merula que necesito usar la biblioteca y que quiero que ella esté allí? Tú también, por favor.
—Vibia está en casa, si es que quieres hablar con ella. —Eusquemonte parecía saber que yo no me fiaba de quedarme a solas con ella.
—¡Por desgracia, voy justo de tiempo!
El camarero me trajo la bebida. Dejé unas monedas en la bandeja e intenté evitar el contacto visual.
—¿Conoces a este joven? —me preguntó Eusquemonte. Dije que no con la cabeza—. Trabaja aquí para ganar un dinero adicional. Precisamente estábamos discutiendo sobre sus posibilidades como escritor. —Dio la impresión de que iba a decir algo más, pero el camarero se avergonzó y se alejó para limpiar alrededor de la prensa de manzanas. Le miré. Parecía bastante normal. Si albergaba sueños fabulosos, la locura creativa no se mostraba en el exterior.
Éste era un lugar sombrío para trabajar como esclavo. Como la mayoría de las tabernas, servía como antesala para encuentros con prostitutas de baja categoría; trabajaban desde un par de habitaciones que había en el piso de arriba. El friso de piedra tallada que anunciaba los servicios aquí disponibles mostraba el triste trío habitual de una pequeña copa, un pequeño cubilete para los dados… y un enorme falo. No había duda de que el camarero se podía ganar unas propinas de más prometiendo a los clientes que lo arreglaría todo con la chica que fuera la más joven y quizá la menos enferma.
Le dediqué una sonrisa benévola al joven de las ilusiones optimistas. Luego me volví hacia Eusquemonte.
—Mañana quiero preguntarte cuál es el futuro de los autores del scriptorium. ¿Podrías arreglarlo para que todos los que han sido interrogados sobre la muerte vengan aquí para mi reunión?
—Está bien. Pero puedo decirte la situación ahora mismo: Vibia quiere seguir con el negocio.
—¿Esperabas tú eso?
—No —respondió con calma, al darse perfecta cuenta de que yo quería probarlo: ¿El destino del scriptorium le daba a él (o a Vibia) algún motivo para la muerte de Crísipo?—. Para serte sincero, siempre pensé que Vibia vendería. De hecho, debe de haberse sorprendido a sí misma cuando decidió que la publicación era apropiada para ella.
—Las mujeres son unas comerciantes muy hábiles.
—Podría ser. Ahora actúo como consejero editorial. Estamos cambiando lo que compramos, hasta cierto punto; Vibia parece dispuesta a aceptar mi asesoramiento. Yo no siempre estaba de acuerdo con Crísipo acerca de lo que era un material popular.
—Estaba hojeando unos manuscritos nuevos el día que murió.
—Sí. —En esto fue escueto de forma no prevista.
—¿Ningún comentario?
—No encontramos los pergaminos.
—Los retengo como prueba.
—Tienes ese privilegio.
—Dime, ¿cómo te suelen abordar los autores con su obra?
—A algunos se les descubre en recitales; como a ti, Falco.
Supuse que bromeaba; hice caso omiso.
—¿Y de qué otra forma?
Pareció pensativo.
—Recomendaciones… de individuos o, muy de vez en cuando, a través del Gremio de Actores y Escritores. —Volvió a quedarse callado; todavía se contenía.
—¿Cómo se puede unir al gremio un futuro escritor?
—No existe ningún requisito formal. Uno puede limitarse a acercarse allí, por ejemplo, y convertirse en miembro del círculo de escritores. —Eusquemonte miró al camarero, que había estado escuchando. Ambos soltaron una carcajada y Eusquemonte explicó—: Algunos tenemos una pobre opinión de los grupos de escritores, Falco.
—No sirven para nada —comentó el camarero. Era la primera vez que intervenía—. Se sientan a discutir cómo adquirir un estilo natural y nunca escriben nada. Todos están decididos a encontrar lo que ellos llaman su «tono de voz para la narrativa», pero la cuestión es que la mayoría no tienen nada que decir.
Eusquemonte se rió entre dientes para mostrar que estaba de acuerdo.
—La verdad es que a mí muchos de ellos me han parecido un poco faltos de sentido práctico.
Dirigí mi mirada hacia el joven.
—Así que, ¿cuál es tu especialidad? ¿Obras de teatro, filosofía o poesía?
—Me gusta escribir prosa. —El camarero que quería ser escritor pareció avergonzarse de nuevo y ya no participó más. Quizás era modestia, o discreción comercial. Era bastante probable que, como pasaba con muchos «posibles autores», todo fuera un sueño y nunca hubiera puesto nada por escrito en un papiro, y también que nunca lo hiciera.
La prosa era otro asunto. Me volví hacia Eusquemonte.
—Otra pregunta técnica, por favor. Como encargado de un scriptorium, ¿cuál dirías que es el potencial de las novelas griegas? Ya sabes, historias de amor y aventuras.
—Despreciadas por la crítica, por supuesto —dijo el vendedor de pergaminos. A continuación sonrió—. O para decirlo de otra forma: demasiado divertidas y mucho más populares. Son el próximo éxito. Rabiosos número uno en ventas.
Me quedé meditabundo.
—¿Vais a comprar?
—¡Lo haremos! —prometió Eusquemonte, con profunda emoción.
Mientras me iba de la taberna, vi que el camarero que quería ser escritor había entrado en un ensueño personal. Me recordó a Helena cuando leía. No le importaba estar solo. Podía encontrar la compañía de su propia variopinta pandilla de vividos personajes.
Y, a diferencia de las personas de verdad, éstos harían lo que les dijera.
Vi que Diómedes me esperaba en el pórtico del templo; la frente alta y recta que había heredado de Crísipo era inconfundible. Apuré el paso, temeroso de que, a pesar de mi advertencia, perdiera el valor y escapara. Lisa era la que tenía agallas en esa familia.
—¡He encontrado a alguien! —me aseguró ansioso. Como si eso lo solucionara todo.
—Eso son buenas noticias, Diómedes. De todas formas, hagámoslo como es debido. —Antes de dejarle que me llevara dentro a ver al sacerdote, lo retuve e hice que afrontara el interrogatorio del cual se había librado hasta ese momento—. Oiré lo que este individuo tenga que decir, pero primero me gustaría que me explicaras con tus propias palabras qué hiciste la mañana en que murió tu padre.