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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (10 page)

BOOK: Odessa
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—¿Se trata de un científico? —preguntó el hombre de Alemania, con extrañeza.

—No, no es un científico. Cuando, en 1955, se vio obligado a desaparecer, normalmente hubiera debido volver a la Argentina; pero nosotros pedimos al predecesor de usted que le proporcionara inmediatamente un pasaporte falso para que pudiera permanecer en Alemania. Luego se lo proveyó con un millón de dólares, de los fondos de Zúrich, para la construcción de una fábrica en Alemania. En principio se pensaba utilizar la fábrica como pantalla, y realizar, a su amparo, otro tipo de investigación en el que entonces estábamos interesados y que ahora hemos dejado en suspenso para dedicarnos a los sistemas de teledirección destinados a los cohetes de Helwan.

»La fábrica que ahora dirige
Vulkan
produce radios de transistores. Pero esto es sólo fachada. En el departamento de investigación de la fábrica, un grupo de técnicos se dedica actualmente a estudiar el desarrollo de los sistemas de teledirección que un día se montarán en los cohetes de Helwan.

—¿Y por qué no lo estudian en Egipto? —preguntó el otro.

Gluecks sonrió de nuevo y siguió paseando.

—Esta es la argucia más genial de la operación. Como le decía, en Alemania existen hombres capaces de desarrollar estos sistemas de teledirección para cohetes; pero ninguno de ellos ha querido emigrar. El grupo que está trabajando en el departamento de investigación de la fábrica de
Vulkan
cree de buena fe que lo hace para el Ministerio de la Defensa de Bonn, aunque, desde luego, en el más riguroso secreto.

Al oír esto, el subordinado se levantó de un brinco, derramando su café en la alfombra.

—¡Caray! ¿Y cómo lo han conseguido?

—En realidad, fue sencillo. El Tratado de París prohíbe a Alemania toda investigación en materia de cohetes. Los hombres que trabajan para
Vulkan
juraron (en presencia de un auténtico funcionario del Ministerio de Defensa de Bonn, que es también uno de los nuestros), guardar el secreto. Estaba acompañado por un general que ellos recordaban de la última guerra. Todos son hombres dispuestos a trabajar por Alemania, aun contra los términos del Tratado de París; pero no lo estarían a hacerlo por Egipto. Y están convencidos de que trabajan por Alemania.

»Desde luego, el coste es fabuloso. Normalmente, este tipo de investigación sólo pueden realizarlo las grandes potencias. Todo este programa ha mermado considerablemente nuestros fondos secretos. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de
Vulkan
?

—Naturalmente —respondió el jefe de ODESSA en Alemania—. ¿Y si le ocurriera algo? ¿Podría seguir adelante el programa?

—No. El solo dirige la empresa. Es presidente consejero delegado, único accionista y pagador. Es el único que puede seguir pagando los salarios de los técnicos y los enormes gastos que origina la investigación. Ninguno de los técnicos tiene la menor relación con otras personas de la empresa, y en ésta nadie más conoce la verdadera índole de esa sección de investigación tan grande. Todos creen que en ella se estudia el desarrollo de circuitos microondas, dentro de un plan concebido para revolucionar el mercado de transistores. El secreto se justifica como medida de precaución contra el espionaje industrial. Vulkan es el único eslabón entre las dos secciones. Sin él, todo el proyecto se vendría abajo.

—¿Podría decirme el nombre de la fábrica?

El general Gluecks meditó un momento, y luego dio un nombre. El otro lo miró con asombro.

—Pero… si conozco esas radios

—Naturalmente; es una empresa de verdad que fabrica radios de verdad.

—Y el director es…

—Sí. Es Vulkan. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de ese hombre y de lo que está haciendo? Por ello debo darle más instrucciones. Vea esto…

El general Gluecks sacó una fotografía del bolsillo interior del pecho y la tendió al hombre de Alemania. Después de mirarla detenidamente con gesto de perplejidad, le dio la vuelta y leyó el nombre escrito en el reverso.

—¡Vaya, creí que estaba en América del Sur!

Gluecks movió negativamente la cabeza.

—Pues no está. Este es
Vulkan
. En estos momentos, el trabajo se halla en un punto crítico. Por tanto, si por cualquier cauce llega usted a enterarse de que alguien hace preguntas impertinentes acerca de él, esa persona deberá ser, digamos, disuadida: una advertencia, y si no la atiende, la solución definitiva. ¿Me sigue usted,
Kamerad
? Nadie, absolutamente nadie, debe llegar a desenmascarar a Vulkan.

El general de la SS se levantó. Su visitante le imitó.

—Eso es todo —concluyó Gluecks—. Ya tiene usted sus instrucciones.

Capítulo IV

—Ni siquiera sabes si está vivo.

Peter Miller y Karl Brandt hablaban dentro del coche del primero, delante de la casa del detective inspector, donde Miller había localizado a su amigo en su día libre, el domingo, a la hora del almuerzo.

—No; no lo sé. Y eso es lo primero que tengo que averiguar. Naturalmente, si Roschmann ha muerto, todo acabó. ¿Puedes ayudarme?

Brandt reflexionó y movió negativamente la cabeza.

—No. Lo siento, no puedo.

—¿Por qué no?

—Oye, yo te di ese Diario para hacerte un favor. Era un asunto entre tú y yo. Me indigné, y creí que podrías sacar de él una historia. Pero no se me ocurrió que fueras a seguir la pista a Roschmann. ¿Por qué no te limitas a hacer un reportaje con el material que hay en el Diario?

—Porque no da para un reportaje —dijo Miller—. ¿Qué podría decir? ¡Sorpresa, sorpresa…! He encontrado un cuaderno en el que un viejo que acaba de suicidarse con gas relata lo que sufrió durante la guerra. ¿Crees tú que un editor me compraría eso? Yo considero que es un documento aterrador, pero ésta es sólo mi opinión. Desde la guerra se han escrito Memorias a centenares. La gente ya empieza a cansarse. Ese Diario, solo, no lo compraría ningún editor de Alemania.

Brandt preguntó:

—Y entonces, ¿qué pretendes?

—Sencillamente, que, a la vista de este Diario, la Policía emprenda una operación, en gran escala, de busca y captura de Roschmann. Y ya tengo el reportaje.

Lentamente, Brandt sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero del coche.

—La Policía no va a emprender una operación de busca y captura —dijo—. Mira, Peter, tú conoces el periodismo, pero yo conozco a la Policía de Hamburgo. Nuestra misión es mantener a Hamburgo limpio de crímenes ahora, en 1963. Nadie va a destinar a unos detectives sobrecargados de trabajo a buscar a un hombre por lo que hizo en Riga hace veinte años. No puede hacerse.

—Por lo menos, podrías proponerlo —dijo Miller.

Brandt movió negativamente la cabeza. No; no puedo.

—¿Y por qué no? ¿Qué ocurre?

—Porque no quiero verme envuelto en ello. Tú no tienes de qué preocuparte. Eres soltero y libre. Si se te antoja, puedes dedicarte a perseguir fuegos fatuos. Pero yo tengo mujer y dos hijos, y una buena carrera. Y no pienso poner en peligro esa carrera.

—¿Por qué había esto de hacer peligrar tu carrera en el Cuerpo? Roschmann es un criminal, ¿no? Y la misión de la Policía es perseguir a los criminales. ¿Dónde está, pues. el problema?

Brandt aplastó la colilla.

—Es difícil concretarlo. Pero existe cierta actitud en la Policía, algo impalpable, sólo una impresión. La impresión de que el hurgar con demasiada insistencia en los crímenes de guerra de la SS no ha de hacer ningún bien a la carrera de un joven policía. Y tampoco se consigue nada. La solicitud sería simplemente denegada. Pero esa solicitud quedaría registrada y archivada. Y entonces, adiós al ascenso. Nadie habla de ello, pero todo el mundo lo sabe. De modo que si pretendes dar la campanada, allá tú. A mí me dejas al margen.

Miller miraba fijamente a través del parabrisas.

—Está bien —dijo al fin—. Si eso es lo que hay… Pero tengo que empezar por algún sitio. ¿Dejó Tauber algo más?

—Sí, una carta. Tuve que incluirla en mi informe del suicidio. Ya estará archivada. Pero el archivo está cerrado.

—¿Y qué decía la carta? —preguntó Miller.

—No mucho —dijo Brandt—. Sólo que había decidido suicidarse. ¡Ah!, sí y otra cosa: que dejaba todos sus efectos a un amigo, un tal Herr Marx.

—Bueno, algo es algo. ¿Y dónde está ese Marx?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Entonces, ¿en la carta no ponía más que eso, Herr Marx, sin dirección?

—Nada más. Sólo Marx. Ni el menor indicio de dónde vive.

—Tiene que estar en algún sitio. ¿Lo habéis buscado?

Brandt suspiró.

—¿Quieres meterte esto en la cabeza? La Policía tiene muchísimo trabajo. ¿Puedes hacerte una idea de cuántos Marx hay en Hamburgo? En la guía de teléfonos figuran cientos de ellos. No podemos pasarnos semanas enteras buscando a ese Marx. De todos modos, lo que dejó el viejo no vale ni diez pfennigs.

—Conque, ¿eso es todo? —preguntó Miller—. ¿Nada más?

—Nada más. Si quieres buscar a Marx, puedes probar.

—Gracias, probaré —dijo Miller.

Los dos hombres se estrecharon la mano, y Brandt volvió a su almuerzo con la familia.

Miller comenzó sus averiguaciones a la mañana siguiente con una visita a la casa en que había vivido Tauber. Salió a abrirle la puerta un hombre de mediana edad, que llevaba los pantalones, manchados, sujetos con un cordel, la camisa sin cuello y desabrochada y una barba de tres días.

—Buenos días. ¿Es usted el propietario?

El hombre miró a Miller de arriba abajo y asintió. Olía a coles.

—Aquí se suicidó un hombre la otra noche —dijo Miller.

—¿Es policía?

—No. Periodista.

Miller le enseñó su carnet.

—No tengo nada que decir.

Miller, sin gran dificultad, metió un billete de diez marcos en la mano del hombre.

—Sólo quiero echar un vistazo a su cuarto.

—Ya lo he alquilado.

—¿Y qué ha hecho con sus cosas?

—Están en el patio. No hay absolutamente nada que se pueda aprovechar.

Los cachivaches estaban en un montón, bajo la fina lluvia. Todavía olía a gas. Había una máquina de escribir vieja y deteriorada, dos pares de zapatos muy gastados, ropa, libros y un chal de seda blanca con fleco que, según Miller, debía de tener algo que ver con la religión judía. Rebuscó en el montón, pero no pudo encontrar libreta de direcciones ni nada dirigido a Marx.

—¿Esto es todo?

—Todo —respondió el hombre, mirándole torvamente desde el umbral de la puerta trasera, al abrigo de la lluvia.

—¿Hay en la casa algún huésped que se llame Marx?

—No.

—¿Conoce usted algún Marx?

—No.

—¿Tenía Tauber algún amigo?

—Ninguno, que yo sepa. Siempre andaba solo. Paseando continuamente arriba y abajo. Me parece que estaba un poco chalado. Pero pagaba puntualmente el alquiler y no molestaba.

—¿Le vio con alguien alguna vez? Quiero decir, en la calle.

—No. Me parece que no tenía amigos. No me extraña. Hablaba solo. Chalado.

Miller se despidió, y estuvo preguntando en la calle. La mayoría recordaban al viejo. Lo conocían de verlo pasar arrastrando los pies, con un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, un gorro de lana en la cabeza y los guantes agujereados.

Pasó tres días indagando en el sector en que había vivido Tauber. Preguntó en la lechería, en la verdulería, en la carnicería, en la ferretería, en la cervecería, en el estanco, e interceptó al cartero y al lechero. El miércoles por la tarde vio a unos chiquillos que jugaban al fútbol al lado del almacén.

—¿El viejo judío? ¿
Solly el Loco
? —dijo el jefe de la pandilla en respuesta a su pregunta.

Los demás se acercaron.

—El mismo —afirmó Miller—.
Solly el Loco
.

—Estaba chalado —dijo uno del grupo—. Siempre andaba así.

El chico hundió el cuello entre los hombros, se ciñó la chaqueta al cuerpo y dio unos pasos arrastrando los pies, murmurando entre dientes y mirando a uno y otro lado. Los demás se echaron a reír a carcajadas, y uno de ellos dio al imitador un fuerte empujón que lo tiró al suelo.

—¿Alguno lo vio con alguien? —preguntó Miller—. Quiero decir, hablando con otra persona, otro hombre.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó el jefe, con suspicacia.

—Nosotros no le hicimos nada —terció otro.

Miller sacó una moneda de cinco marcos, la lanzó al aire y volvió a atraparla. Ocho pares de ojos siguieron el salto de la reluciente moneda de plata. Ocho cabezas se movieron en señal de negación. Miller dio media vuelta y se alejó.

—¡Oiga, señor!

Miller se detuvo y volvió la cabeza. El más pequeño del grupo le había alcanzado.

—Una vez lo vi con otro hombre. Estaban los dos sentados. Hablando.

—¿Dónde los viste?

—Abajo, en el río. En la orilla verde. Hay bancos, y estaban sentados en uno de ellos, hablando.

—¿Era viejo el otro?

—Muy viejo. Con mucho pelo blanco.

Miller le lanzó la moneda, pensando que era un gesto inútil. Pero se acercó al río y miró a uno y otro lado en la orilla cubierta de hierba. Había una docena de bancos, todos vacíos. En verano habría mucha gente sentada en la Elbe Chaussee, viendo entrar y salir los grandes barcos, pero no a fines de noviembre.

A su izquierda estaba el puerto de pescadores, en cuyos muelles había amarrados media docena de barcos de arrastre descargando arenques y caballas o preparándose para salir de nuevo.

Cuando era niño y volvió —de la granja en el campo adonde había sido evacuado durante el bombardeo— a la destruida ciudad, solía jugar entre los escombros y las ruinas. Su lugar favorito era aquel puerto de pescadores de Altona, situado en el río.

Le gustaban los pescadores, toscos y joviales, que olían a sal, a brea y a tabaco fuerte. Pensó en Eduard Roschmann, en Riga, y se preguntó cómo una misma tierra había podido dar hombres tan distintos.

Su pensamiento volvió a Tauber, y repasó nuevamente el problema. ¿Dónde podía él haber conocido a su amigo Marx? Sabía que algo se le escapaba, pero no podía dar con ello. Y no lo consiguió hasta que, de nuevo en su coche, se hubo detenido a repostar cerca de la estación de ferrocarril de Altona. El dependiente del surtidor le dijo que había aumentado el precio de la gasolina súper y, para dar conversación a su cliente, agregó que el dinero valía cada vez menos. Se alejó en busca de cambio, dejando a Miller con la mirada fija en su billetero abierto.

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