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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (8 page)

BOOK: Odessa
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Tauber sobrevivió también a esto y, finalmente, los que quedaban de la columna llegaron a Magdeburgo, al oeste de Berlín, donde los SS los abandonaron, para buscar el medio de salvarse a sí mismos. El grupo de Tauber fue alojado en la prisión de Magdeburgo, a cargo de los ancianos y aturdidos miembros de la Milicia Local. Ante la imposibilidad de dar de comer a los prisioneros y el temor de lo que dirían los aliados cuando los encontraran, sus nuevos guardianes permitían a los más fuertes salir a recorrer los alrededores en busca de comida.

La última vez que vi al capitán Roschmann fue en el muelle de Danzig, mientras nos contaban. Bien protegido contra el frío, subía a su coche. Entonces pensé que ya no le vería más; pero aún tuve ocasión de verlo otra vez: el 3 de abril de 1945.

Aquel día, tres compañeros y yo habíamos ido a Gardelegen, un pueblo situado al este de la ciudad, donde habíamos recogido unas cuantas patatas. Cuando volvíamos, cargados con el botín, pasó junto a nosotros un automóvil que iba también en dirección al

Oeste. Frenó unos instantes, para sortear un carro, y yo sin gran curiosidad, me volví a mirarlo. En su interior viajaban cuatro oficiales de la SS que evidentemente se evadían hacia el Oeste. Detrás del conductor, poniéndose una guerrera de cabo del Ejército, iba Eduard Roschmann.

El no me vio, pues yo llevaba un saco en la cabeza, a modo de capuchón, para protegerme del viento frío de la primavera. Pero yo sí lo vi a él. No existía la menor duda acerca de su identidad.

Los cuatro hombres estaban cambiándose el uniforme dentro del coche. Antes de que éste desapareciera de mi vista, por una ventanilla salió despedida una prenda de vestir, que fue a caer en el polvo. Cuando, al cabo de unos minutos llegamos al sitio en que había caído y nos agachamos para examinarla, pudimos ver que era una chaqueta de oficial de la SS con los dos rayos de plata y la insignia de capitán. Roschmann, de la SS, había desaparecido.

Veinticuatro días después fuimos liberados. Ya no salíamos a buscar comida, pues preferíamos quedarnos en la prisión, pasando hambre, que salir a la calle, donde reinaba la anarquía. Pero el 27 de abril amaneció la ciudad en calma. Hacia media mañana, yo estaba en el patio de la prisión, charlando con uno de los viejos guardianes de la Milicia, que parecía estar aterrorizado y había pasado casi una hora explicándome que ni él ni sus compañeros tenían que ver con Adolf Hitler ni con la persecución de los judíos.

Oí parar un coche, y unos golpes en la plancha de hierro de la puerta. El viejo guardián fue a abrir. El hombre que, cautelosamente, revólver en mano, entró en el patio, era un soldado con uniforme de campaña, uniforme que yo nunca había visto.

Evidentemente se trataba de un oficial, pues iba acompañado de un soldado cubierto con un casco redondo y achatado y llevaba un rifle. Se quedaron parados, sin hablar, mirando en su derredor. En un rincón del patio había unos cincuenta cadáveres amontonados. Eran los que habían muerto durante las dos últimas semanas y que, por falta de fuerzas, no habíamos podido enterrar. Otros, medio muertos, llagados y apestosos, yacían junto a la pared, tratando de calentarse un poco al sol de abril.

Los dos hombres se miraron y se volvieron hacia el septuagenario guardián, que los miró a su vez, violento. Entonces pareció recordar algo aprendido en la Primera Guerra Mundial, y dijo:

—Hello, Tommy.

El oficial lo miró fijamente, luego volvió a mirar al patio y silabeó claramente en inglés:


YoufuckingKrautpig!
(¡Asqueroso cerdo alemán!)

Me eché a llorar.

No sé cómo, pero regresé a Hamburgo. Creo que deseaba averiguar si quedaba algo de mi antigua vida. No quedaba absolutamente nada. El barrio donde nací y me crié había desaparecido bajo la gran tormenta de fuego de los bombardeos aliados. De mi antigua oficina no quedaba ni rastro, y tampoco de mi piso, ni de nada.

Los ingleses me llevaron a un hospital de Magdeburgo, pero yo me marché y volví a casa haciendo autostop. Allí, al ver que no quedaba nada, sufrí una crisis nerviosa y quedé totalmente agotado. Estuve un año en otro hospital, como paciente, junto con otros que habían salido de un lugar llamado Bergen-Belsen, y otro año como enfermero, cuidando a los que estaban peor de lo que yo nunca lo estuve.

Cuando salí, busqué una habitación en Hamburgo, mi ciudad natal, donde quería pasar el resto de mis días.

El Diario terminaba con otras dos hojas nuevas y blancas, escritas recientemente, a modo de epílogo.

En este cuartito de Altona he vivido desde 1947. Poco después de salir del hospital, empecé a escribir el relato de lo que nos había sucedido, a mí y a los otros, en Riga.

Pero, ya antes de terminarlo, vi que habían sobrevivido otros, más capacitados y mejor informados que yo para dar testimonio de los hechos. Se han publicado cientos de libros que describen el holocausto, por lo que nadie se interesará por el mío. No se lo he dado a leer a nadie.

Ahora veo que mis esfuerzos por sobrevivir y poder dar testimonio han sido inútiles, pues otros lo han hecho mejor que yo. Ojalá hubiera muerto en Riga, con Esther.

M siquiera ha de cumplirse mi último deseo: ver a Eduard Roschmann ante el tribunal, y poder explicar a los jueces lo que hizo. Ahora estoy seguro de ello.

A veces salgo a pasear y me pongo a pensar en la vida de antes, pero ya nada volverá a ser como antes. Los niños se burlan de mí y, si intento hacerme amigo suyo, salen corriendo. Una vez estuve hablando con una niña que no se asustó: mas en seguida acudió la madre, gritando, y se la llevó. De manera que no hablo con mucha gente.

Un día vino a verme una mujer. Dijo que era de la Oficina de Indemnizaciones, y que yo tenía derecho a cobrar una cantidad de dinero. Le dije que no quería dinero. Ella se disgustó mucho, e insistió en que tenía derecho a ser recompensado por lo que había sufrido. Seguí negándome. Después mandaron a un hombre, y también le dije que no. El quiso hacerme comprender que rechazar la indemnización era algo muy irregular. Me pareció que lo que más le molestaba era que así quizá no le salieran las cuentas. Pero sólo acepto lo que me corresponde.

Cuando estaba en el hospital inglés, uno de los médicos me preguntó por qué no emigraba a Israel, que pronto obtendría la independencia. ¿Qué podía decirle? No iba a explicarle que nunca me será posible ir a la Tierra Santa, después de lo que hice a Esther, mi esposa. Pienso en eso con frecuencia, e incluso sueño con hacerlo; pero no soy digno de ir.

No obstante, si estas líneas llegaran a ser leídas en la tierra de Israel, la cual nunca veré, ¿querría alguien hacerme la gracia de rezar el
khaddish
por mí?

Salomón Tauber
Altona, Hamburgo, 21 de noviembre de 1963

Peter Miller cerró el Diario y permaneció sentado en su butaca durante mucho rato, fumando y mirando al techo. Poco antes de las cinco de la madrugada, oyó abrirse la puerta del piso. Era Sigi, que volvía del trabajo. Se sorprendió al verle todavía despierto.

—¿Qué haces levantado a estas horas? —preguntó.

—He estado leyendo —respondió Miller.

Al cabo de un rato, cuando, al primer resplandor del amanecer, empezaba a dibujarse en el cielo la torre de St. Michaelis, estaban en la cama; Sigi, soñolienta y satisfecha, como una mujer que acaba de ser amada, y Miller, mirando al techo, silencioso y preocupado.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Sigi.

—Simplemente pensaba.

—Eso ya se ve. Pero ¿en qué pensabas?

—En mi próximo reportaje.

Ella se volvió a mirarle.

—¿Qué vas a hacer?

Miller se incorporó y apagó el cigarrillo.

—Voy a seguir la pista a un hombre.

Capítulo III

Mientras Peter Miller y Sigi dormían abrazados en Hamburgo, un gigantesco «Coronado» de «Líneas Aéreas Argentinas» viraba en la oscuridad sobre los montes de Castilla y se disponía a aterrizar en Barajas, el aeropuerto de Madrid.

En un asiento de ventanilla de la tercera fila, primera clase, viajaba un hombre de poco más de sesenta años, cabello gris y fino bigote.

De aquel hombre existía una fotografía en la que aparecía como de unos cuarenta años, con el pelo cortado a cepillo, sin bigote que cubriera su boca de ratonera, y una raya marcada a navaja en el lado izquierdo de la cabeza. De las contadas personas que habían visto aquella foto, ninguna hubiera reconocido al hombre del avión. Ahora peinaba su espeso cabello hacia atrás, sin raya. La fotografía del pasaporte reflejaba su nuevo aspecto.

El nombre que figuraba en aquel pasaporte era Ricardo Suertes, súbdito argentino, el nombre con el que desafiaba al mundo. Porque «suerte» en alemán es
Glueck,
y el pasajero se llamaba en realidad Richard Gluecks, en tiempos general de la SS, jefe de la Central de Administración Económica del Reich e Inspector General de campos de concentración. Figuraba en tercer lugar en las listas de «Reclamados» de Alemania Occidental y de Israel, detrás de Martin Bormann y de Heinrich Muller, antiguo jefe de la Gestapo. Estaba, incluso, por delante del doctor Josef Mengele, el diabólico médico de Auschwitz. En ODESSA era el Número Dos, delegado de Martin Bormann; en quien en 1945 había recaído la jefatura de la Organización.

El papel desempeñado por Richard Gluecks en los crímenes de la SS era único, y única fue también la maestría con que supo preparar su propia desaparición en mayo de 1945. Gluecks fue uno de los cerebros del holocausto, con mayor responsabilidad que el propio Adolf Eichmann. Y, sin embargo, nunca empuñó un arma.

Si a un pasajero que no estuviese al corriente le hubieran dicho quién era su vecino de butaca, se habría sorprendido de que el jefe de una central administrativa fuese tan buscado.

Pero, de haber hecho indagaciones, se hubiera enterado de que de los crímenes contra la Humanidad cometidos en Alemania entre 1933 y 1945, el noventa y cinco por ciento pueden ser atribuidos a la SS, y de éstos cabe achacar, entre el ochenta y el noventa por ciento, a dos secciones de la SS, a saber: la Central de Seguridad del Reich y la Central de Administración Económica.

Resulta extraño que un departamento económico esté involucrado en un genocidio; pero hay que comprender la manera en que se enfocaba la ejecución del plan. No sólo se trataba de exterminar a todos los judíos de Europa y, con ellos, a la mayor parte de las razas eslavas, sino que se pretendía que las víctimas pagaran por el favor. Antes de que se abrieran las cámaras de gas, la SS había perpetrado ya el mayor robo de la Historia.

Los judíos pagaban tres veces. En primer lugar, eran despojados de sus negocios, casas, fábricas, cuentas bancarias, muebles, coches y ropas. Luego los llevaban al Este, muchos de ellos en la creencia de que, tal como se les decía, sólo se trataba de trasladarlos de domicilio, con todo lo que pudieran llevar consigo, que generalmente era lo que cabía en dos maletas. En la plaza del campo se las quitaban, junto con lo que llevaban puesto.

Del equipaje de seis millones de personas se sacó un botín de varios miles de millones de dólares, pues los judíos europeos de la época, en especial los de Polonia y países del Este, solían llevar consigo, cuando viajaban, todos sus objetos de valor. De los campos de concentración partían trenes cargados de objetos de oro, diamantes, zafiros, rubíes, lingotes de plata, monedas de oro y billetes de todas clases y denominaciones, que eran enviados al cuartel general de la SS en Alemania. En toda su historia, la SS obtuvo siempre beneficios de todas sus operaciones. Una parte de estos beneficios, en forma de barras de oro estampadas con el sello del águila del Reich y los dos rayos de la SS, fue depositada, poco antes de que terminara la guerra, en Bancos de Suiza, Liechtenstein, Tánger y Beirut, para constituir el capital del que después se serviría ODESSA. Una buena parte de aquel oro sigue guardado bajo las calles de Zúrich, custodiado por los serviciales y probos banqueros de la ciudad.

La segunda fase del expolio se llevaba a cabo en el propio cuerpo de las víctimas. En él había calorías y energía que aprovechar. En esta fase, los judíos eran colocados al mismo nivel que los rusos y polacos que habían sido capturados sin un céntimo. Los no útiles para el trabajo eran exterminados. Los que podían trabajar eran alquilados, ya fuera a las propias fábricas de la SS, ya a las industrias alemanas como Krupp, Thyssen, Von Opel, etc., a razón de tres marcos al día los peones, y cuatro, los obreros especializados. La frase «al día» significa el máximo trabajo que pudiera extraerse de un cuerpo humano durante veinticuatro horas por el mínimo alimento. Cientos de miles murieron en sus puestos de trabajo.

La SS era un estado dentro del Estado. Poseía sus fábricas, sus talleres, su departamento técnico, su sección de construcción, sus centros de reparaciones y mantenimiento, y su sastrería. Producía todo cuanto pudiera necesitar, utilizando para ello a los trabajadores eslavos que, según un decreto de Hitler, eran propiedad de la SS.

La tercera fase de la explotación se efectuaba sobre los cadáveres. Las víctimas morían desnudas, dejando tras sí vagones de zapatos, calcetines, brochas de afeitar, lentes, chaquetas y pantalones. Dejaban también su cabello, que era enviado al Reich para la fabricación de botas de fieltro destinadas a la campaña de invierno, y las fundas de oro de las dentaduras eran arrancadas de los cadáveres con unas tenazas, y fundidas en barras que eran depositadas en los Bancos de Zúrich. Se hicieron pruebas para utilizar los huesos en la fabricación de fertilizantes y aprovechar las grasas para la elaboración de jabón; mas el plan resultó antieconómico.

Al frente de la parte económica o de extracción de beneficios del exterminio de catorce millones de personas, estaba la Central de Administración Económica del Reich, de la SS, dirigida por el hombre que aquella noche ocupaba el asienta B-3 del avión.

Gluecks, una vez consiguió escapar, prefería no arriesgar la libertad —volviendo a Alemania— para todo lo que le quedaba de vida. Bien respaldado por los fondos secretos, podía pasar tan ricamente el resto de sus días en América del Sur. Y allí sigue todavía. Su devoción por el ideal nazi permaneció inconmovible tras los acontecimientos de 1945, lo cual, unido a su antigua preeminencia, le aseguraba un puesto relevante entre los fugitivos nazis avecindados en la Argentina, desde donde se administraba ODESSA.

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