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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (3 page)

BOOK: Odessa
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Los títulos de las dos canciones que lanzaron al cuarteto a la fama,
Please Please Me y Love Me Do,
tampoco le decían nada; pero aquellas tres caras le hicieron cavilar durante un par de días. Entonces se acordó. Dos años antes, en 1961, cantaban en un pequeño cabaret del Reeperbahn. Tardó otro día en recordar el nombre del local, pues sólo había entrado una vez a tomar una copa y charlar con un personaje del bajo mundo, del que necesitaba información acerca de la pandilla de Sankt Pauli. El «Star Club».

Fue al local, buscó en las notas de 1961, y dio con ellos. Entonces eran cinco: los tres que él había reconocido, y otros dos, Pete Best y Stuart Sutcliffe.

De allí fue a casa del fotógrafo que hizo las fotos publicitarias para Bert Kaempfert, el empresario, y adquirió los derechos de todas ellas. Su reportaje
Hamburgo descubrió a los Beatles
fue publicado en todas las revistas de música pop de Alemania, y en muchas del extranjero. Con el producto se compró el «Jaguar», que había visto en un garaje-exposición, al cual lo había vendido un oficial inglés cuya esposa estaba embarazada y ya no cabía en él. Incluso, en prueba de agradecimiento, compró varios discos de los Beatles; pero sólo los ponía Sigi.

Miller se alejó del coche, salió por la rampa a la calle y se fue a su casa. Eran casi las doce, y aunque a las seis de la tarde su madre le había dado una de aquellas enormes cenas que preparaba cada vez que a iba a verla, ahora volvía a tener hambre. Se hizo una fuente de huevos revueltos, y puso la radio, a fin de escuchar las noticias de la noche. Sólo hablaban de Kennedy, mas se referían a la repercusión que el hecho había tenido en Alemania, ya que de Dallas apenas llegaban más noticias. La Policía seguía buscando al asesino. El locutor se extendía acerca de la simpatía demostrada por Kennedy hacia Alemania, su visita del verano anterior a Berlín y su declaración, hecha en alemán:
Ich bin ein Berliner.

Después se dio lectura al panegírico que, con voz temblorosa de emoción había pronunciado Willy Brandt, alcalde-gobernador de Berlín Occidental y a los del canciller Ludwig Erhard y el ex canciller Konrad Adenauer, que se había retirado el 15 de octubre anterior.

Peter Miller desconectó la radio y se fue a la cama. Habría deseado que Sigi estuviera en casa, porque cuando se sentía deprimido arrimábase a ella en busca de consuelo y en seguida se animaba, hacían el amor, y él se quedaba dormido como un leño, con gran disgusto de Sigrid, que en tales casos deseaba siempre hablar de matrimonio y de hijos. Pero el cabaret en que ella bailaba no cerraba hasta casi las cuatro de la madrugada, y los viernes, más tarde aún, ya que los turistas y los provincianos invadían la Reeperbahn, dispuestos a comprar champaña a un precio diez veces superior al que costaba en el restaurante, con tal de estar con una chica de seno alto y escote bajo. Y Sigi tenía lo uno y lo otro en grado superlativo.

De manera que Peter se fumó otro cigarrillo, y a la una y cuarto se quedó dormido y empezó a soñar con la fea cara del viejo que se había suicidado con gas en los barrios bajos de Altona.

A medianoche, mientras Peter Miller comía huevos revueltos en su piso de Hamburgo, en un confortable salón de una casa contigua a una escuela de equitación situada en las afueras de El Cairo, cerca de las pirámides, cinco hombres charlaban y bebían. Allí era la una de la madrugada. Los cinco hombres habían cenado bien, y estaban de muy buen humor a causa de la noticia de Dallas, que habían oído unas horas antes.

La escuela de equitación era uno de los puntos de reunión predilectos de la buena sociedad de El Cairo y de la colonia alemana, compuesta por varios miles de personas. De los cinco hombres, tres eran alemanes, y los otros dos, egipcios. La esposa del anfitrión se había ido a la cama, y su marido y los invitados prolongaban la tertulia hasta la madrugada.

En una butaca tapizada de piel situada junto a la ventana, cuyos postigos estaban cerrados, se hallaba sentado Bodden, en otro tiempo experto en asuntos judíos del Ministerio nazi de Propaganda del doctor Joseph Goebbels. Desde poco después de la guerra vivía en Egipto —adonde fue trasladado por obra y gracia de ODESSA—, había adoptado el nombre egipcio de El Gumra y trabajaba en el Ministerio egipcio de Orientación en calidad de experto en asuntos judíos. En la mano tenía un vaso de whisky. A su izquierda estaba otro antiguo experto del personal de Goebbels, Max Bachmann, que también estaba empleado en el Ministerio de Orientación. Este, que abrazó la religión musulmana, había ido en peregrinación a La Meca y se hacía llamar El Hadj. En honor a su nueva religión, bebía zumo de naranja. Ambos eran nazis acérrimos.

Los dos egipcios eran el coronel Chams Edine Badrane, ayudante de campo del mariscal Abdel Hakim Amer, que con el tiempo sería nombrado ministro de Defensa de Egipto, y después, a raíz de la Guerra de los Seis Días, en 1967, condenado a muerte por traición. El coronel Badrane caería en desgracia con él. El otro era el coronel Ali Samir, jefe del Mukhabarat, d servicio secreto de Egipto.

En la cena hubo un sexto comensal, el invitado de honor, que regreso apresuradamente a la capital cuando, a las nueve y media de la noche, hora de El Cairo, se dio la noticia de que el presidente Kennedy había muerto. Era Anuar el Sadat, presidente de la Asamblea Nacional de Egipto e íntimo colaborador del presidente Nasser, al que habría de suceder.

Peter Bodden levantó su vaso.

—De modo que Kennedy, el amigo de los judíos, ha muerto. Caballeros, un brindis.

—¡Pero los vasos están vacíos! —protestó el coronel Samir. El anfitrión se apresuró a llenados, de una botella de escocés que cogió del aparador.

Ninguno de los reunidos se sorprendió al oír llamar a Kennedy amigo de los judíos. El 14 de marzo de 1960, siendo Dwight Eisenhower presidente de los Estados Unidos, David ben Gurion, primer ministro de Israel y Konrad Adenauer, canciller de Alemania, sostuvieron una entrevista secreta en el hotel «Waldorf-Astoria» de Nueva York, reunión que hubiera parecido imposible diez años antes. Pero el tema que se trató en ella parecía imposible, incluso en 1960; por eso tardaron varios años en trascender los pormenores, y aun a fines de 1963 el presidente Nasser se resistía a tomar en serio la información que ODESSA y el Mukhabarat del coronel Samir le pusieron encima de la mesa.

En aquella reunión, los dos hombres de Estado firmaron un acuerdo por el cual Alemania Occidental accedía a conceder un crédito a favor de Israel a razón de cincuenta millones de dólares al año, sin contrapartida. Pero Ben Gurion había de averiguar muy pronto que una cosa es tener dinero, y otra muy distinta, contar con abastecimientos seguros de armas. Seis meses después, el acuerdo del «Waldorf» era completado con otro, suscrito por los ministros de Defensa de Alemania y de Israel, Franz Josef Strauss y Shimon Peres, respectivamente, en el que se estipulaba que Israel podría utilizar el dinero alemán para comprar armas en Alemania.

Adenauer, comprendiendo que la índole del segundo acuerdo era más heterodoxa que la del primero, demoró la firma durante varios meses, hasta noviembre de 1961, en que se reunió, en Nueva York, con el nuevo presidente, John Fitzgerald Kennedy. Y Kennedy le forzó la mano. El no quería que los Estados Unidos suministraran armas a Israel directamente; pero le interesaba que las armas llegasen allí, fuera como fuera. Israel necesitaba aviones de caza y de transporte, piezas de artillería «Howitzer» de 105 mm, carros y camiones blindados para el transporte de tropas, y tanques, sobre todo, tanques.

Alemania tenía de todo principalmente de fabricación americana, ya fuera comprado en Estados Unidos para paliar el coste de mantenimiento de las tropas estadounidenses estacionadas en Alemania en virtud del acuerdo de la OTAN, ya fabricado en Alemania con licencia.

Gracias a la presión ejercida por Kennedy, el acuerdo StraussPeres entró en vigor.

Los primeros tanques alemanes llegaron a Haifa a últimos de junio de 1963. Fue difícil mantener el secreto; intervenía ya mucha gente en la operación. ODESSA se enteró a fines de 1962 y se apresuró a informar a los egipcios, con los que sus agentes te El Cairo mantenían constantes relaciones.

A finales de 1963, las cosas empezaron a cambiar. El 15 de octubre se retiraba de la política Konrad Adenauer,
el Zorro de Bonn, el Canciller de Granito,
y su puesto era ocupado por Ludwig Erhard, hombre muy popular por ser el artífice del milagro económico alemán, pero débil e indeciso en política exterior.

Incluso estando todavía Adenauer en el poder, había en el Gobierno federal un grupo que pedía enérgicamente la anulación del acuerdo con Israel y la supresión de los envíos de armas. Pero el anciano canciller había sabido hacerlos callar con frases claras y terminantes. Y era tal su poder, que nadie había vuelto a protestar.

Erhard era un hombre muy distinto, que ya se había ganado el apodo de el
León de Goma,
y en cuanto ocupó el sillón de canciller, volvió a la carga el grupo contrario al suministro de armas, que estaba apoyado por el ministro de Asuntos Exteriores, muy interesado en mejorar sus ya buenas relaciones con el mundo árabe. Erhard vacilaba. Pero detrás de unos y de otros estaba la voluntad de John Kennedy: Israel obtendría sus armas a través de Alemania.

Y ahora Kennedy había sido asesinado. La pregunta crucial que se planteaba aquella madrugada del 23 de noviembre era, sencillamente: ¿Retiraría el presidente Lyndon Johnson la presión de los Estados Unidos y dejaría al indeciso canciller de Bonn las manos libres para deshacer el trato? En realidad, no la retiró; mas en El Cairo existían grandes esperanzas de que lo hiciera.

El anfitrión de aquella cena celebrada en la casa de las afueras de El Cairo, una vez hubo llenado los vasos de sus invitados, se volvió otra vez hacia el aparador para colmar el suyo. Se llamaba Wolfgang Lutz y había nacido en Mannheim, en 1921.

Fue comandante del Ejército alemán, antisemita fanático, y en 1961 hubo de emigrar a El Cairo, donde estableció una escuela de equitación. Era rubio, con los ojos azules y perfil aguileño, y gozaba de gran simpatía en las altas esferas de la política de El Cairo y entre los expatriados alemanes, nazis en su mayoría, afincados en las riberas del Nilo.

Lutz se volvió hacia sus invitados y les dirigió una amplia sonrisa. Si la sonrisa era falsa, nadie lo notó. Y falsa era. En realidad, él era judío y, aunque había nacido en Mannheim, a los doce años, es decir, en 1933 emigró a Palestina. Su verdadero nombre era Ze'ev, y ostentaba el grado de
Rav-Seren
(comandante) del Ejército de Israel. En aquellos momentos era también el principal agente del Servicio de Inteligencia israelí en Egipto. El 28 de febrero de 1965, después de un registro efectuado en su casa, en el cual se descubrió un transmisor de radio escondido en la báscula del cuarto de baño, fue arrestado. Juzgado el 26 de junio de 1965, se le condenó a trabajos forzados a perpetuidad. Al terminar la guerra de 1967, fue incluido en una operación de canje, a cambio de varios miles de prisioneros de guerra egipcios, y el 4 de febrero de 1968 él y su esposa volvían a pisar el suelo de su patria en el aeropuerto de Lod.

Pero la noche en que murió Kennedy, todo esto, su detención, las torturas y las múltiples violaciones de su esposa, estaban todavía en el futuro. Con el vaso en alto, miró aquellos cuatro rostros sonrientes.

Estaba deseando que se fueran, pues durante la cena uno de sus invitados había dicho algo que era de vital importancia para Israel, y ahora estaba impaciente por librarse de ellos, subir a su cuarto de baño, sacar de la báscula el transmisor y enviar un mensaje a Tel Aviv. Pero tenía que seguir sonriendo.

—¡Mueran los amigos de los judíos! —brindó—.
Sieg Heil!

A la mañana siguiente, Peter Miller se despertó poco antes de las nueve y se revolvió blandamente bajo el enorme edredón que cubría la cama de matrimonio. Aun sin estar del todo despierto, sentía el calorcito del cuerpo de Sigi. Instintivamente, se acercó a ella hasta que la espalda de la mujer apretó la base de su estómago.

Sigi, que se había acostado hacía apenas cuatro horas, gruñó por lo bajo y se alejó hacia el borde de la cama.

—Vete —murmuró en sueños.

Miller suspiró, se volvió de espaldas y miró el reloj. Entornando los ojos en la semioscuridad del dormitorio. Luego se levantó sigilosamente, se puso el albornoz y salió a la sala. Descorrió las cortinas, y la luz acerada de noviembre entró en la habitación, haciéndole guiñar los ojos. Enfocó la mirada hacia el Steindamm. Era sábado, y sobre el oscuro asfalto mojado no se veía mucho tránsito. Bostezó y entró en la cocina para preparar el primero de sus innumerables cafés del día. Tanto su madre como Sigi le reprochaban que viviera casi exclusivamente de café y cigarrillos.

En la cocina, mientras bebía el café y fumaba el primer cigarrillo, pensó si tenia que hacer algo de particular, y decidió que no. Durante días, o incluso semanas los periódicos y revistas no hablarían más que de Kennedy. Eso por un lado. Y, por otro, no tenía ningún reportaje entre manos. Además, el sábado y el domingo son días poco propicios para localizar a la gente en el despacho, y a nadie le gusta que le molesten en casa. Poco antes había terminado una serie, que fue bastante bien recibida —y que por cierto no había cobrado aún—, acerca de la constante infiltración de gángsters austríacos, parisienses e italianos en la mina de oro que era el Reeperbahn, con su casi un kilómetro de clubes nocturnos, burdeles y antros de vicio. Pensó en llamar a la revista que se la había comprado, pero desistió. Ya le pagarían, y de momento no estaba escaso de dinero.

Precisamente hacía tres días que el Banco le había mandado el estado de cuentas, y en él aparecía un saldo a su favor de más de cinco mil marcos, unas noventa mil pesetas, que lo mantendrían a flote durante algún tiempo.

—Lo malo de ti, amigo —dijo, dirigiéndose a su imagen, que se reflejaba en las relucientes cacerolas de Sigi—, es que eres un vago.

Diez años antes, cuando acabó su servicio militar, un funcionario del servicio de Orientación Profesional le había preguntado qué quería ser. «Un rico sin profesión», y a los veintinueve años, aunque no lo había conseguido todavía ni, probablemente, lo conseguiría en su vida, seguía considerándolo una ambición razonable.

Se llevó la radio de transistores al cuarto de baño, cerró la puerta para que Sigi no la oyera, y escuchó las noticias mientras se duchaba y se afeitaba. Lo más importante era que, en relación con el asesinato del presidente Kennedy, se había arrestado a un hombre. Tal como él suponía, no figuraban en el boletín más noticias que las que se referían al asesinato de Kennedy.

BOOK: Odessa
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