Authors: Frederick Forsyth
Había visto partir, camino del bosque de las fosas, a docenas de millares de personas, sucumbir de frío y de fatiga a centenares, y morir ahorcados, fusilados o apaleados, a docenas. A los cinco meses de estar allí, ya había resistido más de lo normal. Las ansias de vivir que empecé a sentir en el tren se habían disipado, sin dejar más que una mecánica rutina de vida, que acabaría por romperse. Pero en marzo ocurrió algo que me infundió voluntad de resistencia para otro año.
Aún recuerdo la fecha. Era el 3 de marzo de 1942, el día del segundo convoy para Dunamunde. Hacía un mes que habíamos visto llegar, por primera vez, un extraño vehículo. Tenía el tamaño de un autobús de un piso, estaba pintado de gris acero, y carecía de ventanillas. Lo habían dejado a la puerta del ghetto. Aquella mañana, al pasar lista, Roschmann dijo que tenía que hacer un anuncio importante. Dijo que, en Dunamunde, a orillas del río Duna, a unos 100 kilómetros de Riga, acababa de instalarse una fábrica de conservas de pescado. Allí el trabajo era leve, la comida, abundante, y las condiciones de vida, buenas. Como el trabajo no era pesado, sólo se admitiría a los viejos, los débiles, los enfermos y los niños.
Naturalmente, eran muchos los que aspiraban a estas ventajas. Roschmann pasaba entre las filas y seleccionaba a los que debían ir. Esta vez los viejos y los enfermos no se escondían en las últimas filas, de donde, en otras ocasiones, los guardianes tenían que sacarlos a la fuerza, entre gritos y protestas, para llevarlos a la colina de las ejecuciones. Se eligió a un centenar, que subieron al furgón. Las puertas de éste se cerraron, y los que observaban la operación pudieron advertir que encajaban perfectamente. Luego, el vehículo se puso en marcha y se alejó sin emitir gases de escape. Después corrió la voz de que en Dunamunde no había fábrica de conservas v que el furgón era una cámara de gas. A partir de entonces, en el lenguaje del ghetto, la expresión «convoy para Dunamunde» era sinónimo de muerte por gas.
El 3 de marzo se decía en el ghetto que aquel día habría otro «convoy para Dunamunde». Efectivamente, aquella mañana, al pasar lista, Roschmann lo anunció así. Pero esta vez nadie se adelantaba, ansioso de ser de la partida, y Roschmann, sonriendo de oreja a oreja, se puso a pasear entre las filas señalando con el látigo a los elegidos. Astutamente, empezó por la cuarta y última fila, donde esperaba encontrar a los débiles, a los viejos y a los inútiles para el trabajo.
Una mujer vieja, que lo había previsto, se situó en primera fila. Tenía por lo menos sesenta y cinco años, pero. en su afán por salvar la vida, se había puesto zapatos de tacón alto, medias negras de seda, una falda que le quedaba por encima de las rodillas y un frívolo sombrerito. Llevaba polvos, colorete, y los labios pintados. En realidad, hubiera llamado la atención en cualquier lugar del ghetto; pero seguramente ella imaginaba poder pasar por una muchachita.
Al llegar donde ella estaba, Roschmann se detuvo, abrió mucho los ojos y la miró detenidamente. Luego, por su rostro se extendió una sonrisa de alegría.
—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó, señalándola con el látigo, para llamar la atención de sus camaradas, que en el centro de la plaza custodiaban a los cien prisioneros ya escogidos—. ¿No le gustaría que la llevaran a dar un paseíto hasta Dunamunde, señorita?
La mujer, temblando de miedo, respondió:
—No, señor.
—Di, ¿cuántos años tienes? —preguntó él, jovialmente, mientras sus camaradas de la SS ahogaban la risa—. ¿Diecisiete? ¿Veinte?
Las huesudas rodillas de la mujer entrechocaban.
—Sí, señor.
—¡Qué bien! Con lo que me gustan a mí las chicas bonitas… Ven acá, para que todos puedan admirar tu juventud y tu hermosura.
Tomándola del brazo, la llevó hasta el centro de la plaza y se retiró unos pasos.
—Bueno, señorita —dijo entonces—, ya que es usted tan joven y tan bonita, ¿por qué no nos baila algo?
La mujer tiritaba a causa del viento helado y del miedo. Susurró algo que no pudimos oir.
—¿Cómo? ¿Que no sabes bailar? Estoy seguro de que una chica tan linda tiene que saber, ¿no?
Sus secuaces de la SS alemana se retorcían de risa. Los letones, aun sin entender ni una palabra, empezaban a sonreír. La mujer movió negativamente la cabeza. La sonrisa de Roschmann desapareció.
—¡Baila! —bramó.
Ella hizo unos cuantos movimientos, arrastrando los pies, y se quedó quieta. Roschmann sacó su «Lüger», levantó el percutor y disparó a la arena, a dos centímetros de los pies de ella. Del susto, la mujer dio un salto de más de un palmo.
—¡Baila, báilanos algo, asquerosa perra judía! —gritaba, disparando a la arena, junto a los pies de la mujer, cada vez que decía «baila».
La obligó a «bailar durante media hora, y agotó los tres cargadores que llevaba en la cartuchera. La mujer daba unos saltos cada vez mayores, y la falda se le subía hasta las caderas. Pero al fin cayó al suelo, y ni la amenaza de la muerte la hizo levantarse. Roschmann disparó sus tres últimos proyectiles cerca de su cara, salpicándola de arena. Entre disparo y disparo, en toda la plaza se ola el jadeo de la mujer.
Cuando se le acabaron las municiones, el hombre volvió a gritar: «¡Baila!», y le dio un puntapié en el estómago. Durante toda la escena, nosotros habíamos permanecido en silencio; pero en aquel momento el hombre que estaba a mi lado se puso a rezar. Era un
hassid,
barbudo y de escasa estatura, que, aunque hecho trizas, todavía llevaba su largo abrigo negro y, a pesar del frío, que a la mayoría nos obligaba a usar gorra con orejeras. él conservaba el sombrero de ala ancha de su secta. Una y otra vez recitaba la
Shema
con voz temblorosa, que poco a poco iba subiendo de tono. Yo, al ver que Roschmann tenía uno de sus peores días, empecé a rezar en silencio para que el
hassid
se callara. Pero él seguía cantando.
—Escucha, oh Israel…
—¡Cállate! —le murmuré, torciendo la boca.
—
Adonai elohenu
... El Señor es nuestro Dios.
—¿Quieres callarte? Harás que nos maten a todos.
—El Señor es Uno…
Adonai Eha-a-ad.
Arrastró la última sílaba, al estilo tradicional, como hizo el rabino Akiva cuando murió en el circo de Cesarea por orden de Tinio Rufo. En aquel momento, Roschmann dejó de gritar a la mujer. Levantó la cabeza, como la fiera que olfatea el aire, y se volvió hacia nosotros. Como yo era mucho más alto que el
hassid,
se fijó en mí.
—¿Quién estaba hablando por ahí? —gritó, acercándose a grandes pasos—. Tú, sal de la fila.
Me señalaba a mí, sin duda. «Esto es el fin —pensé—. Está bien, no importa. Tenía que ocurrir.» Me adelanté y él se acercó. No dijo nada. Tenía las facciones crispadas, como un loco. Luego, pareció serenarse y esbozó su suave sonrisa de lobo, que aterrorizaba a todo el ghetto, incluidos los guardianes letones de la SS.
Su mano se movió tan rápidamente, que nadie la vio. Yo sólo sentí un choque en la mejilla izquierda, y una detonación, como si junto a mi tímpano acabara de hacer explosión una bomba. Luego, con perfecta claridad pero de un modo impersonal, advertí que, de la sien a la boca, mi piel se rasgaba como ropa vieja. Antes de que yo empezara a sangrar, ya había vuelto a moverse la mano de Roschmann, pero ahora del otro lado, y el látigo me abrió la mejilla derecha. Otra vez el estallido y el desgarrarse la piel. Era un látigo de medio metro, armado hasta la mitad —por el extremo del mango— con ánima de acero flexible, y la otra mitad era de tiras de cuero trenzadas, de modo que cuando era descargado sobre la piel humana, la rasgaba como si fuese papel de seda. Yo lo había visto hacer antes.
En pocos segundos, la sangre empezó a resbalarme por la barbilla, empapándome la chaqueta. Roschmann dio media vuelta para marcharse, mas en seguida se volvió otra vez hacia mí y, señalando a la mujer, que sollozaba en el centro de la plaza, me dijo como si ladrara:
—Levanta de ahí a esa vieja bruja y llévala al furgón.
Y, así, unos minutos antes de que se pusieran en marcha las otras cien víctimas, levanté en brazos a la mujer, llenándola de sangre, y la llevé, por la calle de la Colina, hacia el furgón, que esperaba a la puerta del ghetto. La deposité en la parte trasera del vehículo, y ya iba a marcharme cuando ella me cogió por la muñeca y, con una fuerza insospechada, tiró de mí, sacó un pañuelo de batista, reliquia de días mejores, y poniéndose en cuclillas en el suelo del furgón, me enjugó la sangre que aún me corría por las mejillas.
En su cara embadurnada de rimmel, colorete, lágrimas y arena, sus ojos brillaban como las estrellas.
—Hijo mío —susurró—. Tienes que vivir. Júrame que vivirás. Júrame que saldrás vivo de este lugar. Has de sobrevivir para contar a los otros, a los de fuera, lo que aquí le han hecho a nuestro pueblo. Prométemelo. Júralo por Sefer Torah.
Y yo le juré que viviría, a todo trance, costara lo que costara. Entonces me soltó. Yo volví al ghetto, tambaleándome, y a la mitad del camino me desmayé.
Poco después de volver al trabajo tomé dos decisiones. La primera, llevar un Diario secreto, tatuándome por las noches en pies y piernas, con un alfiler y tinta negra, nombres y fechas, para poder transcribir un día todo lo ocurrido en Riga y dar testimonio concreto con los responsables.
La otra decisión era hacerme
Kapo,
miembro de la policía judía del campo.
Esta decisión era grave y difícil, ya que éstos eran los que conducían a los demás judíos a los talleres, los traían de vuelta al ghetto y, muchas veces, los escoltaban hasta los lugares de ejecución. Llevaban un palo y, en ocasiones, cuando los miraba algún oficial alemán de la SS, se servían de él con liberalidad para azuzar a los demás judíos. A pesar de todo, el 1.° de abril de 1942, me presenté al jefe de
Kapos
y me ofrecí voluntario; con ello me convertía en un proscrito y renunciaba a la compañía de los demás judíos. Siempre había plaza para otro
Kapo,
pues a pesar de que sus raciones y condiciones de vida eran mejores y estaban exentos de los trabajos forzados, los candidatos escaseaban…
Ahora creo que debería describir el método empleado para las ejecuciones de los inútiles para el trabajo, puesto que de este modo fueron exterminados en Riga, bajo las órdenes de Eduard Roschmann, entre 70000 y 80000 judíos. Cuando el tren ganadero llegaba a la estación con un nuevo cargamento de prisioneros, generalmente unos cinco mil, casi un millar, llegaban muertos. Pocas eran las veces que, entre los cincuenta vagones, se recogían sólo unos centenares de cadáveres.
Cuando los recién llegados formaban en la plaza, se hacía la selección, pero no sólo entre los nuevos, sino entre todos. Este era el objeto de los recuentos de la mañana y de la noche. De los recién llegados se separaba a los débiles, a los viejos, a los enfermos, a la mayoría de las mujeres y a casi todos los niños, pues eran considerados no aptos para el trabajo, y los ponían a un lado. Luego se contaba al resto. Si sumaban 2000, se separaba a otros 2000 de los antiguos, de manera que si habían llegado 5000 personas, se ejecutaba a 5000 personas. Así se evitaba la aglomeración. Un hombre podía resistir seis meses de trabajos forzados; casi nunca más. Cuando perdía las fuerzas, un día el látigo de Roschmann le daba un golpecito en el pecho, y el hombre iba a reunirse con los muertos…
Al principio, las víctimas eran llevadas en columna a un bosque de las afueras. Los letones lo llamaban el Bosque de Bickernicker, y los alemanes, Hochwald, o Bosque Alto. En los claros de este bosque, los judíos de Riga habían cavado enormes fosas, y allí, bajo las órdenes y supervisión de Roschmann, los letones de la SS los ametrallaban de manera que fueran cayendo en las fosas. Los restantes judíos echaban tierra hasta que los cuerpos quedaban cubiertos, y así sucesivamente se iban añadiendo capas de cadáveres y de tierra hasta que la fosa estaba llena. Luego se pasaba a otra.
Desde el ghetto se oía el tableteo de las ametralladoras y, cuando la operación terminaba, se veía a Roschmann bajar por la colina y entrar en el ghetto en su coche descubierto…
Cuando me hice
Kapo
cesó toda relación entre los demás internados y yo. De nada hubiera servido explicar por qué lo hacía, decirles que un
Kapo
más o menos no importaba, ni aumentaría en un solo dígito la cifra de muertos, que lo verdaderamente importante era que quedara un testigo, no para salvar a los judíos de Alemania, sino para vengarlos. Esta era, por lo menos, la explicación que yo me daba. ¿Era el verdadero motivo? ¿No sería, sencillamente, que tenía miedo de morir?
Fuera lo que fuere, el miedo dejó pronto de ser factor, pues en agosto de aquel año ocurrió algo que hizo que mi alma se me muriera, dejando sólo esta carcasa peleando por sobrevivir…
En julio de 1942 llegó de Viena otro gran transporte de judíos austríacos. Por lo visto, todos, sin excepción, estaban señalados para «tratamiento especial», pues ni siquiera pasaron por el ghetto. Ni los vimos; fueron conducidos directamente desde la estación al
Bosque Alto, y ametrallados. Aquella noche bajaron de la colina cuatro camiones llenos de ropas, que fueron descargadas en la plaza. Formaban un montón tan alto como una casa. Luego, fueron clasificadas, separándose los zapatos, calcetines, calzoncillos, pantalones, vestidos, chaquetas, brochas de afeitar, lentes, dentaduras, sortijas, gorras, etcétera.
Esta era desde luego, una operación rutinaria que seguía a cada ejecución en masa. A todos los que eran ejecutados en el Bosque Alto se los desnudaba, y sus efectos se llevaban al ghetto, se clasificaban y se enviaban al Reich. Roschmann se hacía cargo personalmente del oro, la plata y las joyas…
En agosto de 1942 llegó otro convoy de Theresienstadt, un campo de Bohemia en el que se congregaba a docenas de millares de judíos alemanes y austríacos antes de enviarlos al Este para su exterminio. Yo estaba en la plaza, observando cómo Roschmann hacía la selección. Los recién llegados llevaban ya el cráneo afeitado y no era fácil distinguir entre hombres y mujeres, a no ser por los vestidos improvisados que ellas llevaban. Me llamó la atención una mujer que estaba al otro lado de la plaza. Sus facciones me eran familiares, a pesar de que estaba demacrada, delgada como una espátula y tosía continuamente.
Al pasar por delante de ella, Roschmann la señaló con el golpecito de látigo y siguió andando. Inmediatamente, los letones que iban detrás de él la cogieron por los brazos y la llevaron al grupo que aguardaba en el centro de la plaza. En aquel convoy había muchos inútiles para el trabajo, y la selección fue laboriosa. Ello significaba que se seleccionaría a menos de los antiguos, aunque, en cualquier caso, yo no tenía de qué preocuparme. Era
Kapo,
llevaba un brazal y un palo, y las raciones extra habían aumentado un tanto mis fuerzas. Aunque Roschmann había visto las cicatrices de mi cara, no parecía acordarse de mí. Había golpeado a tantos, que uno más o menos no le llamaba la atención.