Authors: Frederick Forsyth
Miller le dio las gracias y siguió adelante. La Embajada británica estaba donde le había dicho el policía, entre un solar y un campo de fútbol, los dos hechos un mar de lodo y envueltos en la niebla de diciembre que subía del río, por detrás de la Embajada.
El edificio era de hormigón, construido de espaldas a la calle. Los corresponsales de Prensa británicos lo habían bautizado «La Fábrica Hoover». Miller dejó el automóvil en la zona de aparcamiento habilitada para los visitantes.
Penetró en la Embajada por una puerta vidriera con marco de madera y se encontró en un pequeño vestíbulo. A su izquierda había un escritorio ocupado por una recepcionista de mediana edad. Detrás de ella, en un despachito, había dos hombres vestidos de sarga azul que tenían la inconfundible estampa del sargento retirado.
—¿Podría hablar con el agregado de Prensa, por favor? —preguntó Miller con su oxidado inglés de colegio. La recepcionista le miró con gesto de preocupación.
—No sé si estará todavía. Como es viernes…
—Por favor, pregunte —dijo Miller, mostrándole su carnet de periodista.
La mujer miró el documento y marcó un número en su teléfono interior. Afortunadamente, el agregado de Prensa aún no había salido, aunque iba a hacerlo en aquel momento. Le rogó que esperase un instante, seguramente para quitarse el sombrero y el abrigo. Miller fue conducido a una salita adornada con grabados de los Cotswolds en Otoño, de Rowland Hilder. Encima de una mesa había varios números atrasados de
Tatler
, y folletos que describían el auge de la industria británica. A los pocos segundos, uno de los ex-sargentos fue a buscarle. Miller lo siguió por la escalera hasta llegar a un pequeño despacho del primer piso.
El agregado de Prensa, según advirtió Miller muy complacido, era un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto simpático.
—¿Qué desea? —preguntó.
Miller entró en materia sin preámbulos.
—Estoy escribiendo un reportaje para una revista —mintió—. Es sobre un capitán de la SS, uno de los peores, un hombre al que todavía buscan nuestras autoridades. Creo que también estaba en la lista de reclamados de las autoridades británicas cuando éstas administraban esta zona de Alemania. ¿Podría decirme cómo averiguar si llegaron a capturarlo y, en tal caso, qué fue de él?
El joven diplomático lo miraba, perplejo.
—
Good Lord
! Eso sí que no lo sé. Verá: en 1949 traspasamos todos los expedientes a su Gobierno. Ellos continuaron el trabajo donde lo habían dejado nuestros muchachos. Supongo que esos datos los tendrán ustedes.
Miller trató de evitar toda alusión a la falta de colaboración de que habían dado prueba las autoridades alemanas.
—Cierto —dijo—, muy cierto. Sin embargo, de todas las pesquisas hechas hasta la fecha se deduce que, desde mil novecientos cuarenta y nueve, en la República Federal no se le ha juzgado. Ello indica que no ha sido detenido con posterioridad a dicho año. Sin embargo, en el Centro de Documentación Norteamericano de Berlín Occidental comprobé que en mil novecientos cuarenta y siete los británicos les pidieron copia del expediente. Sin duda tendrían motivo para ello.
—Es de suponer que sí —admitió el agregado.
Evidentemente tomó buena nota de que Miller había recurrido a las autoridades norteamericanas de Berlín Occidental, y frunció el ceño con aire pensativo.
—Así, pues, en el sector británico, ¿cuál pudo ser la autoridad encargada de la investigación durante el período de ocupación, quiero decir de administración?
—Pues, seguramente era asunto de la Policía militar. Además de los juicios de Nuremberg, los de los mayores crímenes de guerra, los aliados hacían también investigaciones por separado, colaborando entre sí cuando era necesario, desde luego. Excepto los rusos por supuesto. Estas investigaciones dieron ocasión a varios juicios por crímenes de guerra en las distintas zonas. ¿Me sigue usted?
—Sí.
—De las investigaciones se encargaba la Policía militar, y de los juicios, el departamento jurídico. Pero todos los archivos fueron entregados en mil novecientos cuarenta y nueve, ¿comprende?
—Seguramente los británicos conservarían copias, ¿no?
—Supongo que sí —dijo el diplomático—; pero ahora esas copias estarán ya en los archivos del Ejército.
—¿Y no pueden verse?
El hombre miró a Miller asustado.
—Me parece que no. Si un investigador académico necesita documentarse, presenta una solicitud… Pero se tarda mucho. Y no creo que a un periodista le permitiera verlos. Sin ánimo de ofender, desde luego.
—Desde luego.
—El caso es que usted no es oficial, ¿comprende? Y no queremos indisponernos con las autoridades alemanas.
—No lo permita el cielo.
El agregado se levantó.
—Me parece que la Embajada no va a serle de gran ayuda.
—A mí también me lo parece. Una última pregunta: ¿sabe usted si todavía hay aquí alguien que ya estuviera entonces?
—¿Entre el personal de la Embajada? ¡Oh, no! Ha cambiado muchas veces.—Acompañó a Miller hasta la puerta. —Aguarde un momento… Está Cadbury; él ya debió de estar aquí. Por lo menos, llegó hace muchísimo tiempo.
—¿Cadbury? —preguntó Miller.
—Anthony Cadbury, el corresponsal de Prensa. Es una especie de decano de la Prensa británica. Está casado con una alemana. Me parece que llegó poco después de la guerra. Podría preguntarle a él.
—¡Magnífico! —exclamó Miller—. Probaré. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Hoy es viernes… Seguramente, dentro de un rato estará en el bar del «Cercle Français». ¿Lo conoce?
—No; nunca estuve aquí.
—Es un restaurante regentado por los franceses. Dan una comida excelente. Es muy popular. Está en Bad Godesberg, cerca de aquí.
Miller no tuvo dificultad en encontrar el restaurante, que estaba a unos cien metros del río, en una calle llamada Am Schwimmbad. El barman conocía a Cadbury, pero aquella noche no le había visto. Dijo a Miller que si el decano de los corresponsales de Prensa británicos acreditados en Bonn no iba por allí aquella noche, seguramente iría al día siguiente a mediodía, a la hora del aperitivo.
Miller se inscribió en el «Dreesen Hotel», situado en aquella misma calle. Era un gran edificio fin de siglo que había sido el hotel favorito de Adolf Hitler y el lugar elegido por éste para entrevistarse con Neville Chamberlain, de la Gran Bretaña, en su primera reunión de 1938. Cenó en el «Cercle Français» y alargó la sobremesa, mientras tomaba café, esperando que Cadbury apareciera. Pero, a las once, el inglés no se había presentado aún, y Miller se fue a su hotel y se acostó.
Al día siguiente, pocos minutos antes de las doce, Cadbury entró en el bar del «Cercle Français», saludó a varios conocidos y se instaló en su taburete predilecto, en un extremo de la barra. Ya había tomado su primer sorbo de «Ricard» cuando Miller se levantó de su mesa de la ventana y se acercó a él.
—¿Míster Cadbury?
El inglés se volvió y le miró. Tenía el cabello blanco y suave, peinado hacia atrás, y un rostro que debía haber sido bastante atractivo. El cutis todavía joven, y en las mejillas se transparentaba una fina trama de venitas. Bajo las cejas hirsutas y grises, sus ojos azules miraban a Miller con recelo.
—Sí.
—Me llamo Miller, Peter Miller. Soy reportero de Hamburgo. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?
Anthony Cadbury señaló el taburete de su lado.
—Será mejor que hablemos en alemán, ¿no cree? —dijo en este idioma.
Miller se sintió aliviado de poder servirse de su lengua materna, y el alivio se reflejó en su rostro. Cadbury sonrió.
—¿Qué desea?
Miller miró los perspicaces ojos azules de su interlocutor y levantó un hombro. Contó a Cadbury toda la historia, empezando por la muerte de Tauber. El inglés era buen oyente. Cuando Miller acabó de hablar, el otro hizo una seña al barman para que le sirviera otro «Ricard», y a Miller, otra cerveza.
—
Spatenbräu
, ¿verdad?
Miller asintió y vertió la nueva cerveza en su vaso, formando una corona de espuma.
—
Cheers
—dijo Cadbury—. Tiene usted un buen problema.
Debo decirle que admiro su valor.
—¿Mi valor?
—No es un tema de investigación muy popular entre sus compatriotas, dado su actual estado de ánimo —dijo Cadbury—. Ya se dará usted cuenta.
—Ya me la he dado.
—¡Hum…! Lo que me figuraba —dijo el inglés. De pronto, le sonrió—. ¿Almorzamos? Mi mujer estará fuera todo el día.
Durante el almuerzo, Miller le preguntó si estaba en Alemania cuando terminó la guerra.
—Sí; era corresponsal de guerra. Yo era entonces mucho más joven, claro. Más o menos de su edad. Llegué con las fuerzas de Montgomery, no a Bonn, naturalmente. Por aquel entonces nadie había oído hablar de esta ciudad. El Cuartel General estaba en Luneburg. Y aquí me quedé. Asistí al final de la guerra, a la firma de la capitulación y demás, y luego el periódico me pidió que me quedara permanentemente.
—¿Informó usted sobre juicios por crímenes de guerra en el sector británico? —preguntó Miller.
Cadbury asintió mientras masticaba el filete.
—Sí, todos ellos. Para los juicios de Nuremberg vino un especialista; pero eso fue en la zona americana. Los criminales más importantes de nuestro sector fueron Josef Kramer e Irma Gresse. ¿ Ha oído hablar de ellos?
—No, nunca.
—
Las fieras de Belsen
los llamaban. En realidad, yo les puse el nombre. Y cuajó bien. ¿Ha oído hablar de Belsen?
—Vagamente —dijo Miller—. A los de mi generación no nos han contado muchas cosas de ésas. Nadie ha querido decírnoslo.
Cadbury le miró astutamente por debajo de sus pobladas cejas.
—¿Y ustedes quieren saber?
—Tenemos que enterarnos tarde o temprano. ¿Me permite que le haga una pregunta? ¿Odia usted a los alemanes?
Cadbury masticó en silencio durante un par de minutos, mientras meditaba la respuesta:
—Cuando se descubrió el campo de Belsen, un puñado de periodistas agregados al Ejército británico fuimos a echar un vistazo. En mi vida me había sentido tan horrorizado, pese a que en la guerra se ven cosas terribles. Pero como lo de Belsen, nada. Me parece que en aquel momento sí, entonces los odiaba a todos.
—¿Y ahora?
—No. Ahora ya no. En mil novecientos cuarenta y ocho me casé con una alemana, y todavía vivo aquí. Si hubiese seguido sintiendo lo mismo que en mil novecientos cuarenta y cinco, no hubiera hecho ninguna de las dos cosas y habría regresado a Inglaterra hace tiempo.
—¿Qué le hizo cambiar?
—El tiempo. Y con el tiempo comprendí que no todos los alemanes eran como Josef Kramer. Ni como ese, ¿cómo se llama? ¿Roschmann? Ni como Roschmann. Aunque, no crea usted, los alemanes de mi generación aún me inspiran cierta desconfianza.
—¿Y los de la mía?
Miller hizo girar la copa y observó la refracción de la luz a través del vino tinto.
—Son mejores —dijo Cadbury—; tienen que ser mejores.
—¿Me ayudará en mis indagaciones acerca de Roschmann? Nadie quiere hacerlo.
—Si yo puedo ayudarle, cuente con ello —dijo Cadbury—. ¿Qué quiere usted saber?
—¿Recuerda si fue juzgado en el sector británico?
Cadbury movió negativamente la cabeza.
—No. Dice usted que era austríaco. Por aquel entonces Austria también estaba ocupada por las cuatro potencias. Estoy seguro de que en el sector británico de Alemania no hubo ningún juicio contra Roschmann. Me acordaría del nombre.
—Entonces, ¿por qué pedirían las autoridades británicas a los norteamericanos en Berlín fotocopia de su expediente?
Cadbury reflexionó un momento.
—Roschmann debió de llamar la atención de los británicos por algo. Entonces nadie sabía lo de Riga. En los últimos años cuarenta, los rusos estaban más atravesados que nunca. No nos daban la menor información sobre el Este. Y, sin embargo, allí fue donde se cometieron las peores atrocidades.
Se daba el caso de que el ochenta por ciento de los crímenes contra la Humanidad se habían perpetrado al este de lo que ahora es el Telón de Acero, y el noventa por ciento de los criminales estaban en las tres zonas occidentales. Los culpables se nos escurrían a centenares por entre los dedos, porque no sabíamos lo que habían hecho a mil kilómetros hacia el Este. De todos modos, si en mil novecientos cuarenta y siete se hizo una investigación acerca de Roschmann, ello indica que, por algún motivo, nos fijamos en él.
—Eso creo yo también —dijo Miller—. ¿Por dónde se podría empezar a buscar?
—Podríamos empezar por mi propio archivo. Vamos a mi casa; está cerca.
Afortunadamente, Cadbury era un hombre metódico y guardaba copia de todos sus despachos. Dos de las paredes de su estudio estaban cubiertas de estanterías, y en un rincón había dos archivadores grises.
—Yo trabajo en casa —dijo a Miller al entrar en el estudio—. Mi sistema de archivo es muy personal, y soy el único que lo entiende. Se lo explicaré. —Señaló los archivadores. —Uno contiene carpetas de personas por orden alfabético, y el otro se refiere a asuntos clasificados también alfabéticamente. Empezaremos por el primero. Mire en Roschmann.
La búsqueda fue breve. No había ninguna carpeta a nombre de Roschmann.
—Busquemos entonces por temas. Hay cuatro en los que podría encajar. Uno lleva el título de «Nazis», otro, el de «SS». Hay también una sección muy extensa con el epígrafe «Justicia», dividida en varios apartados, uno de los cuales contiene crónicas de juicios celebrados en Alemania Occidental desde 1949. Y el último tema que podría aclararnos algo es el de «Crímenes de guerra». Vamos a repasarlos.
A pesar de que Cadbury leía con gran rapidez, era ya de noche cuando acabaron de revisar todos los recortes y notas archivados en las cuatro carpetas. El inglés se puso en pie, suspiró, cerró la carpeta de «Crímenes de guerra» y la guardó en el archivador.
—Lo lamento —dijo—. Esta noche ceno fuera de casa. Lo único que nos queda por mirar es todo eso.
Señaló los clasificadores colocados en las estanterías a lo largo de dos de las paredes del estudio.
Miller cerró su carpeta.
—¿Y qué hay ahí?
—Diecinueve años de crónicas y despachos míos. Esos están en la última hilera. Debajo hay diecinueve años de recortes de periódicos con noticias y artículos sobre Alemania y Austria. Como es natural, aquí se reproducen muchas cosas de la hilera de arriba, es decir, todo aquello que me han publicado. Pero en esta segunda hilera también hay cosas que no han sido escritas por mí. El periódico tiene otros colaboradores. Por otra parte, algunas de las crónicas que envié no fueron publicadas.