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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (20 page)

BOOK: Odessa
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Ulrich contemplaba con emoción las embozadas figuras de los comandantes con casco de acero y anteojos, que asomaban por la torreta. Aquello constituyó un hito en la vida de Ulrich Frank, el niño de diez años. Al salir del cine, había hecho un voto: el de que un día mandaría un tanque.

Tardó diecinueve años, pero lo logró. En aquellas maniobras de invierno que se realizaban en los bosques de Bad Tolz, el sargento de primera Ulrich Frank mandaba su primer tanque, un «Patton M-48» de fabricación norteamericana.

Aquéllas serían las últimas maniobras del «Patton». En el campamento los esperaba una partida de relucientes «AMX-13» franceses, con los que se iba a equipar a la unidad. El «AMX», más rápido y mejor armado que el «Patton», sería suyo antes de una semana.

El sargento miró la cruz negra del nuevo Ejército alemán, pintada a un lado de la torreta, y el nombre del tanque grabado debajo, y sintió un poco de pena. Aunque sólo lo había mandado seis meses, siempre sería su primer tanque, su favorito. Le había puesto el nombre de
Drachenfels
, «La roca del dragón», como la peña que se alza a orillas del Rin donde Martín Lutero, mientras traducía la Biblia al alemán, vio al diablo y le arrojó el tintero a la cara. El sargento Frank suponía que el «Patton» sería destinado a chatarra.

Después de hacer una última parada al otro lado de la autopista, el «Patton» y su tripulación empezaron a subir la cuesta y desaparecieron en el bosque.

Miller llegó por fin a Viena a media tarde del 4 de enero. Sin detenerse a buscar alojamiento, se dirigió al centro de la ciudad y preguntó por dónde se iba a la Rudolf Platz.

No le costó mucho trabajo encontrar el número siete. Consultó la lista de inquilinos y, en el tercer piso, había un rótulo que decía: «Centro de Documentación.» Subió y llamó a la puerta, pintada de color crema. Antes de descorrer el cerrojo, alguien lo observó por la mirilla. La puerta se abrió y en el umbral apareció una bonita muchacha rubia.

—¿Qué desea?

—Me llamo Miller, Peter Miller. Deseo hablar con Herr Wiesenthal. Traigo una carta de presentación.

Sacó la carta y la entregó a la muchacha. Ella la miró dubitativamente, sonrió y le dijo que aguardara un momento.

Varios minutos después reapareció la joven al extremo del pasillo al que daba acceso el pequeño recibidor y le hizo seña de que se acercara.

—Por aquí, haga el favor.

Miller cerró la puerta de la escalera y siguió a la muchacha por el pasillo, que formaba un ángulo, hasta el extremo del piso. A mano derecha había una puerta abierta. Cuando Miller entró, un hombre se levantó para saludarle.

—Pase, por favor —dijo Simón Wiesenthal.

Era más corpulento de lo que Miller esperaba; debía de medir más de uno noventa, y se mantenía ligeramente encorvado, como si constantemente estuviese buscando un papel extraviado. Vestía una gruesa chaqueta deportiva y tenía en la mano la carta de Lord Russell.

El despacho era muy pequeño, y en él parecía haber más cosas de las que podía contener con holgura. Una de las paredes estaba totalmente cubierta de estanterías repletas de libros. La pared situada frente a la puerta ostentaba pergaminos y diplomas de más de una docena de asociaciones de antiguas víctimas de la SS. En la otra pared había un largo sofá, también lleno de libros, y a la izquierda de la puerta, una ventana que daba a un patio. El escritorio estaba a cierta distancia de la ventana. Miller tomó asiento frente a él, en la silla de las visitas. El cazador de nazis vienés se instaló detrás de su mesa y releyó la carta de Lord Russell.

Le abordó sin preámbulos:

—En su carta dice Lord Russell que busca usted a un asesino de la SS.

—Sí; eso es.

—¿Puedo saber su nombre?

—Roschmann, capitán Eduard Roschmann.

Simón Wiesenthal arqueó las cejas y silbó levemente.

—¿Ha oído hablar de él? —preguntó Miller.

—¿De
el Carnicero de Riga
? Es uno de los cincuenta primeros de mi lista de reclamados —dijo Wiesenthal—. ¿Puedo saber por qué está interesado por él?

Miller empezó a explicarle el caso brevemente.

—Creo que será preferible que empiece por el principio —dijo Wiesenthal—. ¿Qué Diario es ése?

Era la cuarta vez, después de sus entrevistas con el hombre de Ludwigsburg, con Cadbury y con Lord Russell, que Miller contaba la historia. Cada vez se alargaba ésta un poco, y él conocía una nueva etapa de la vida de Roschmann. Terminó su relato con el episodio que le había contado Lord Russell.

—Lo que ahora necesito saber es adónde fue cuando saltó del tren —concluyó.

Simón Wiesenthal miraba los copos de nieve que caían al patio del bloque de viviendas, situado tres pisos más abajo.

—¿Ha traído el Diario? —preguntó al fin. Miller se inclinó, lo sacó de la cartera de mano y lo puso encima de la mesa. Wiesenthal lo hojeó con interés—. Es fascinante —dijo. Miró a Miller y sonrió—. De acuerdo, acepto la historia.

—¿Dudaba de que fuera auténtica?

Simón Wiesenthal le miró fijamente.

—Siempre cabe una duda, Herr Miller. Esa historia es muy extraña. No me explico qué puede impulsarle a perseguir a Roschmann.

—Soy periodista —dijo Miller, encogiéndose de hombros—. Y ésa es una buena historia.

—Pero no una historia que pueda usted vender a la Prensa ni que vaya a compensarle de que invierta en ella todos sus ahorros. ¿Está seguro de que no existe un motivo personal?

Miller rehuyó dar una respuesta concreta.

—Usted es la segunda persona que me lo pregunta. Hoffmann, del
Komet
, me dijo lo mismo. ¿Qué motivo puede existir? No tengo más que veintinueve años. Todo eso ocurrió antes de mi época.

—Tiene razón. —Wiesenthal miró su reloj y se levantó. —Ya son las cinco, y en invierno me gusta llegar pronto a casa para estar con mi mujer. ¿Me presta el Diario para leerlo esta noche?

—Desde luego.

—Muy bien. Entonces vuelva el lunes por la mañana. Veremos si puedo decirle algo nuevo sobre Roschmann.

Miller volvió a la casa de la Rudolf Platz a las diez de la mañana del lunes. Encontró a Simón Wiesenthal abriendo la correspondencia. Cuando el periodista entró en el despacho, Wiesenthal levantó la cabeza y, con un ademán le invitó a sentarse. Durante algún tiempo, ambos hombres guardaron silencio, mientras el cazador de nazis abría cuidadosamente los sobres.

—Guardo los sellos —explicó—. Por eso procuro no estropear el sobre.

Siguió trabajando durante varios minutos.

—Anoche, en casa, leí el Diario. Es un documento extraordinario.

—¿Le causó sorpresa? —preguntó Miller.

—¿Sorpresa? El contenido, no. Todos pasamos parecidas vicisitudes. Con ciertas variaciones, naturalmente. Pero es un relato tan preciso… Tauber hubiera sido el testigo perfecto. Lo observaba todo, incluso los menores detalles, y tomaba nota sobre la marcha. Eso es muy importante para obtener una sentencia condenatoria en un tribunal alemán o austríaco. Pero ha muerto.

Miller reflexionó un momento y levantó la mirada hacia su interlocutor.

—Herr Wiesenthal, que yo recuerde, usted es el primer judío que haya pasado por todo aquello, con el que yo he podido hablar detenidamente. En su Diario, Tauber escribió algo que me sorprendió. Dice que la culpa colectiva no existe. Y, sin embargo, a los alemanes, desde hace veinte años, se nos viene repitiendo que todos somos culpables ¿Usted lo cree así?

—No —negó terminantemente el cazador de nazis—. Tauber tenía razón.

—¿Cómo puede decir eso, si asesinamos a millones de personas?

—Porque usted no estuvo allí. Usted no mató a nadie. Como dice Tauber, lo desesperante es que los verdaderos asesinos no hayan sido llevados ante el tribunal.

—Entonces, ¿quién mató a toda esa gente?

Simón Wiesenthal lo miró de hito en hito.

—¿Sabe usted algo acerca de las distintas ramas de la SS? ¿Acerca de los departamentos de la SS que fueron responsables de la muerte de esos millones de personas? —preguntó.

—No.

—Pues voy a explicárselo. Usted habrá oído hablar de la Central de Administración Económica del Reich, la encargada de explotar a las víctimas antes de que fueran asesinadas, ¿no?

—Sí, he leído alguna cosa.

—Su labor era la parte central de la operación —dijo Herr Wiesenthal—. Además, estaba el trabajo de identificar a las víctimas entre el resto de la población, aprehenderlas, transportarlas y, una vez habían dejado de rendir económicamente, asesinarlas.

»Esto era tarea de la RSHA, Oficina Central de Seguridad del Reich, la que en realidad mató a esos millones de personas. El hecho de que en el nombre de esta Oficina aparezca la palabra "Seguridad" se debe a la estrambótica idea de los nazis de que las víctimas representaban una amenaza para el Reich y era preciso tomar medidas de seguridad contra ellas. Entraban también en las funciones de la RSHA las tareas de detener, interrogar y recluir en campos de concentración a otros enemigos del Reich, como comunistas, socialdemócratas, liberales, cuáqueros, periodistas y sacerdotes que se expresaban imprudentemente, guerrilleros de los países ocupados y, finalmente, oficiales del Ejército, como el mariscal Erwin Rommel y el almirante Wilhelm Canaris, ambos asesinados por sospechosos de abrigar sentimientos antihitlerianos.

»La RSHA se dividía en seis departamentos, llamados Amts o secciones. La Sección Primera era la encargada de la administración y personal; la Sección Segunda, del equipo y contabilidad; la Sección Tercera era el temible Servicio de Seguridad, dirigido por Reinhard Heydrich, asesinado en Praga en mil novecientos cuarenta y dos y, posteriormente, por Ernst Kaltenbrunner, ahorcado por los aliados. Sus equipos proyectaban las torturas que se empleaban para hacer hablar a los sospechosos, tanto en el interior de Alemania como en los territorios ocupados.

»La Sección Cuarta era la Gestapo, dirigida por Heinrich Muller (que todavía no ha sido hallado), cuya Oficina de Asuntos Judíos, departamento B cuatro estaba dirigida por Adolf Eichmann, ejecutado por los israelíes en Jerusalén, tras haber sido raptado en la Argentina. La Sección Quinta era la Policía Criminal, y la Sección Sexta, el Servicio Exterior de Inteligencia.

»El jefe de la Sección Tercera, cargo que ostentaron sucesivamente Heydrich y Kaltenbrunner, era también el jefe superior de toda la RSHA, siendo su delegado el jefe de la Sección Primera. Este era Bruno Streckenbach, general de tres estrellas de la SS, que actualmente tiene un empleo muy remunerador en unos grandes almacenes de Hamburgo, y vive en Vogelweide.

»Por tanto, si buscamos responsabilidades, vemos que la mayor parte de la culpa recae en estos dos departamentos de la SS, y los hombres complicados son unos cuantos miles, no los millones que hoy componen la población de Alemania. La teoría de la culpa colectiva de sesenta millones de alemanes, entre los que se cuentan millones de niños, mujeres, jubilados, soldados, marinos y aviadores que nada tuvieron que ver con el holocausto, fue inventada por los aliados, pero luego los antiguos miembros de la SS se han beneficiado de ella. Es su mejor aliado, pues, a diferencia de la mayoría de los alemanes, ellos comprenden que mientras no se discuta, nadie se dedicará a buscar asesinos concretos o, por lo menos, no lo hará con ahínco. De modo que incluso actualmente los asesinos de la SS se escudan en la teoría de la culpa colectiva.

Miller meditó acerca de lo que había oído La magnitud de las cifras le aturdía. No conseguía imaginar a cuarenta millones de personas individualmente. Resultaba más fácil recordar a un muerto tendido en una camilla, en una calle de Hamburgo, bajo la lluvia.

—¿Cree usted que Tauber se suicidó por el motivo que imaginamos?

Herr Wiesenthal contemplaba dos magníficos sellos africanos pegados a uno de los sobres.

—Creo que tenía razón al pensar que nadie le creería si declaraba que había visto a Roschmann en la escalera de la Opera. Si en verdad pensaba eso, creo que estaba en lo cierto.

—Pero ni siquiera avisó a la Policía —objetó Miller.

Simón Wiesenthal rasgó otro sobre, examinó su contenido y, tras una pausa, respondió:

—No. Teóricamente, él debió denunciar el caso; pero no creo que hubiera servido de algo. Por lo menos, en Hamburgo.

—¿Qué hay de malo en Hamburgo?

—¿Estuvo usted en la Oficina del fiscal general de allí? —preguntó Wiesenthal suavemente.

—Sí; pero no se mostraron muy serviciales.

Wiesenthal le miró.

—Lamento decirle que en esta oficina el departamento del fiscal general de Hamburgo tiene cierta fama. Vamos a tomar, por ejemplo, el hombre del que le hablaba antes y al cual alude también Tauber en su Diario: el jefe de la gestapo y general de la SS, Bruno Streckenbach. ¿Recuerda el nombre?

—Desde luego. ¿Qué puede decirme de él?

Simón Wiesenthal hurgó en un montón de papeles que tenía encima de la mesa, extrajo una hoja y se quedó mirándola.

—Aquí está —dijo—. Conocido por la justicia de Alemania Occidental bajo la referencia de Documento ciento cuarenta y uno JS setecientos cuarenta y siete/sesenta y uno.

¿Quiere saber de él?

—Tengo tiempo —dijo Miller.

—Bien. Escuche: antes de la guerra, jefe de la Gestapo en Hamburgo. Después ascendió rápidamente hasta ocupar un alto cargo en la SD y la SP, respectivamente Servicio de Seguridad y Servicio de Policía de la RSHA. En mil novecientos treinta y nueve reclutaba brigadas de exterminadores en la Polonia ocupada. A fines de mil novecientos cuarenta era jefe de las secciones SD y SP de la SS en Polonia, el llamado Gobierno General, con sede en Cracovia. Durante aquel período, las unidades de la SD y la SP exterminaron en Polonia a miles de personas, principalmente mediante la operación «AB».

»A principios de mil novecientos cuarenta y uno, Streckenbach fue ascendido a jefe de personal de la SD, y regresó a Berlín. Como ya le dije, el departamento de personal era la Sección Tercera de la RSHA. Su superior inmediato era Reinhard Heydrich. Poco antes de la invasión de Rusia, Streckenbach ayudó a organizar las brigadas de exterminio que seguían al Ejército. En su calidad de jefe de personal, él elegía a los hombres, todos los cuales pertenecían a la rama de la SD.

»Luego, fue ascendido nuevamente, esta vez a jefe de personal de las seis secciones de la RSHA, aunque siguió siendo subdirector general de la RSHA a las órdenes de Heydrich y, posteriormente, a las de Kaltenbrunner, cuando aquél fue asesinado por los guerrilleros checos en 1942, asesinato que dio ocasión a las represalias de Lidice. Desde este puesto, que ocupó hasta el final de la guerra, tenía las manos libres para elegir a los miembros que debían formar las fanáticas brigadas de exterminio y las unidades regulares de la SD, en todos los territorios orientales ocupados por los nazis.

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