Authors: Frederick Forsyth
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Miller.
—Paseando tranquilamente por Hamburgo —respondió Wiesenthal.
Miller le miró, asombrado.
—Pero, ¿no lo han detenido?
—¿Quién quiere que lo haya detenido?
—La Policía de Hamburgo, naturalmente.
Simón Wiesenthal pidió a su secretaria una abultada carpeta titulada «Justicia - Hamburgo», de la que extrajo un papel, que dobló cuidadosamente por el centro, de arriba abajo, y puso delante de Miller de manera que sólo quedara visible la mitad de la izquierda.
—¿Conoce esos nombres? —preguntó.
Miller, frunciendo el ceño, leyó los diez nombres de la lista.
—Naturalmente. Hace varios años que soy reportero de sucesos en Hamburgo. Son importantes funcionarios de la Policía de Hamburgo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Desdoble la hoja —dijo Wiesenthal.
Miller lo hizo así. En el papel se leía:
F. 7 040 308 174 902
G. -- 426 553
H. 3 138 798 311 870
I. 1 867 976 424 361 J. 5 063331 309 825
Comandante 21-6-44
Capitán 1-9-42
Capitán 30-1-42
1° teniente 20-4-44
Comandante 9-11-43
—¡Caray! —exclamó Miller al terminar la lectura.
—¿Entiende ahora por qué un teniente general de la SS puede seguir paseándose tranquilamente por Hamburgo?
Miller miraba la lista con incredulidad.
—A eso debía referirse Brandt cuando me dijo que la Policía de Hamburgo no miraba con buenos ojos a los que se permitían hacer indagaciones acerca de la antigua SS.
—Probablemente. Y la Oficina del fiscal general tampoco se cuenta entre los centros más enérgicos de Alemania. Uno de los abogados trabaja con ahínco; pero ciertas partes interesadas han intentado varias veces echarlo a la calle.
La bonita secretaria se asomó a la puerta.
—¿Té o café? —preguntó.
Después del almuerzo, Miller volvió a la oficina de Wiesenthal.
Este había extendido varios papeles encima de la mesa, extraídos de su propio expediente sobre Roschmann. Miller se sentó frente a él, sacó su bloc de notas y esperó.
Simón Wiesenthal empezó a relatar las andanzas de Roschmann a partir del 8 de enero de 1948.
Ingleses y americanos habían acordado que, una vez hubiera prestado declaración en Dachau, Roschmann sería trasladado a la zona británica, probablemente Hannover, donde esperaría su propio juicio y su casi segura ejecución.
Pero él ya había comenzado a planear su fuga cuando aún estaba en la prisión de Graz.
Roschmann había conseguido ponerse en contacto con una organización nazi, dedicada a facilitar evasiones, llamada «La estrella de seis puntas», que por cierto nada tenía que ver con el símbolo judío y cuyo nombre obedecía a que sus tentáculos abarcaban seis provincias de Austria.
A las seis de la mañana del día 8, Roschmann fue conducido al tren que esperaba en la estación de Graz. Una vez en el compartimento, se produjo una discusión entre el sargento de la Policía Militar, que pretendía que Roschmann conservara puestas las esposas durante todo el viaje, y el sargento del Servicio de Seguridad, que proponía que se las quitaran.
Roschmann influyó en el resultado de la discusión aduciendo que la comida de la cárcel le había producido diarrea y tenía que ir al lavabo. Lo acompañaron, le quitaron las esposas, y uno de los sargentos se quedó esperando en la puerta hasta que hubo terminado. Mientras el tren avanzaba por el nevado paisaje, Roschmann fue al lavabo tres veces.
Seguramente, durante estas visitas abrió varias veces la ventanilla, para conseguir que se deslizara con suavidad en las guías.
Roschmann comprendía que debía saltar antes de que los americanos se hicieran cargo de él en Salzburgo, pues la última parte del viaje, hasta la prisión de Múnich, en la que sería custodiado por los norteamericanos, debía hacerse por carretera.
Pero las estaciones se sucedían, y el tren no aminoraba la marcha.
Paró en Hallein, y uno de los sargentos bajó al andén a comprar comida. Roschmann dijo que tenía que ir otra vez al lavabo, y el sargento del Servicio de Seguridad, el más benévolo de sus guardianes, lo acompañó hasta la puerta y le advirtió que no utilizara el water mientras el tren estuviera parado. Cuando el convoy salía de Hallein, a escasa velocidad, Roschmann saltó por la ventanilla sobre la gruesa capa de nieve. Los sargentos tardaron diez minutos en forzar la puerta, y cuando lo consiguieron, el tren corría cuesta abajo en dirección a Salzburgo.
La Policía consiguió averiguar que Roschmann había llegado hasta una pequeña casa de campo, donde se refugió.
Al día siguiente pasó de la Alta Austria a la provincia de Salzburgo, donde se puso en contacto con «La estrella de seis puntas». La organización lo colocó como simple obrero en una fábrica de ladrillos, mientras, por mediación de ODESSA, le conseguía un pasaje para el sur de Italia.
ODESSA estaba en estrecho contacto, por aquel entonces, con la oficina de reclutamiento de la Legión Extranjera francesa, en la cual se habían refugiado docenas de antiguos soldados de la SS. A los cuatro días de establecido el contacto, un automóvil con matrícula francesa esperaba a la salida del pueblo de Ostermieting. A él subieron Roschmann y otros cinco fugitivos nazis.
El conductor, miembro de la Legión Extranjera, iba provisto de documentos que permitían a la expedición cruzar fronteras sin someterse a control, y llevó a los seis hombres de la SS hasta Merano, en Italia, donde el representante de ODESSA le hizo efectiva una fuerte suma por cada pasajero.
Desde Merano, Roschmann fue conducido a un campo de internamiento de Rimini, en cuyo hospital le fueron amputados los cinco dedos del pie derecho, que tenía congelados a consecuencia de la caminata que había tenido que hacer sobre la nieve cuando saltó del tren. Desde entonces usa una bota ortopédica.
En octubre de 1948 escribió, desde el campo de Rimini, a su esposa, a Graz.
Era la primera vez que usaba su nuevo nombre, Fritz Bernd Wegener.
Poco después fue trasladado a Roma, y cuando tuvo toda su documentación en regla, embarcó en Nápoles con rumbo a Buenos Aires.
Durante su estancia en la capital de Italia convivió con docenas de camaradas de la SS y del partido nazi.
Cuando llegó a la capital argentina, fue recibido por ODESSA, la cual lo alojó en casa de una familia alemana llamada Vidmar en la calle de Hipólito Irigoyen. Allí vivió varios meses en calidad de huésped. A principios de 1949 se le adelantó la suma de cincuenta mil dólares norteamericanos, procedentes de los fondos de Bormann, y montó un negocio de exportación de maderas sudamericanas para la construcción. La empresa se llamaba «Stemmler and Wegener», pues sus falsos documentos, obtenidos en Roma, acreditaban cumplidamente su identidad de Fritz Bernd Wegener, natural de la provincia italiana del sur del Tirol.
Contrató como secretaria a una joven alemana, Irmtraud Sigrid Muller, con la que contrajo matrimonio a principios de 1955, a pesar de que ya estaba casado y de que en Graz vivía aún Hella, su primera esposa. Pero Roschmann estaba poniéndose nervioso. En julio de 1952 Eva Perón, esposa del presidente argentino y eminencia gris, había muerto de cáncer. En 1955, el régimen de Perón tocó a su fin, y así lo intuyó Roschmann. Si Perón caía, sus sucesores tal vez retiraran la protección que éste había otorgado a los ex nazis. Así, Roschmann se trasladó a Egipto con su nueva esposa.
Allí pasó los tres meses del verano de 1955, y en el otoño volvió a Alemania
Occidental. Nadie hubiera sospechado de él, a no ser por el despecho de una mujer traicionada.
Durante aquel verano, Hella Roschmann, su primera esposa, le había escrito a Buenos Aires a casa de la familia Vidmar. Los Vidmar, que no conocían la nueva dirección de su antiguo huésped, abrieron la carta y contestaron a la señora Roschmann, de Graz, comunicándole que él había regresado a Alemania y que se había casado con su secretaria.
Hella reveló entonces a la Policía la verdadera identidad de Wegener, y se inició la búsqueda de Roschmann, acusado de bigamia.
Las señas del hombre que se hacía llamar Fritz Bernd Wegener circularon por toda Alemania Occidental.
—¿Y lo cogieron? —preguntó Miller.
Wiesenthal movió negativamente la cabeza.
—No; desapareció otra vez. Seguramente se esconde tras una nueva serie de documentos falsos y, con toda probabilidad, en Alemania.
»Si, creo que Tauber pudo verlo, Ello concuerda con los hechos conocidos.
—¿Dónde está Hella Roschmann, su primera esposa? —preguntó Miller.
—Reside aún en Graz.
—¿Cree que pueda ser interesante hablar con ella?
Wiesenthal movió negativamente la cabeza.
—Lo dudo. Después del «soplo», no creo que Roschmann fuera a revelarle otra vez su paradero. Ni su nuevo nombre.
»Debió de encontrarse en una situación muy apurada cuando se descubrió que el supuesto Wegener era él. ¡La prisa que se daría en agenciarse nueva documentación!
—¿Quién pudo proporcionársela? —preguntó Miller.
—ODESSA seguramente.
—Pero, ¿qué es exactamente eso de ODESSA? Lo ha mencionado varias veces.
—¿Nunca ha oído hablar de ellos? —preguntó Wiesenthal.
—Nunca hasta hoy.
—Simón Wiesenthal miró su reloj.
—Será mejor que vuelva mañana por la mañana. Entonces le hablaré detenidamente de ellos.
A la mañana siguiente, Peter Miller volvió a la oficina de Simón Wiesenthal.
—Prometió usted hablarme de ODESSA —le dijo—. Ayer olvidé contarle cierto incidente; lo he recordado esta noche.
Le refirió la visita que el doctor Schmidt le hiciera al «Hotel Dreesen» para instarle a que abandonara la investigación sobre Roschmann.
Wiesenthal asintió, frunciendo los labios.
—Ya se ha tropezado usted con ellos —dijo—. No es propio de esa gente abordar de tal modo a un periodista, y mucho menos, apenas iniciada la investigación. Me pregunto qué puede Roschmann traerse entre manos que sea tan importante.
Durante dos horas, el cazador de nazis estuvo hablando de ODESSA; le dijo que en sus comienzos era una organización que se dedicaba a llevar a lugar seguro a los criminales de la SS reclamados por las autoridades, y que, posteriormente, se había convertido en una francmasonería de gran alcance para todos aquellos que un día llevaron el cuello negro y plateado, sus cómplices y sus encubridores.
Cuando, en 1945, entraron en Alemania los aliados y descubrieron los espantosos campos de concentración, se dirigieron, como era de esperar, a la población alemana para preguntar quién habla cometido aquellas atrocidades. La respuesta fue: «La SS»; pero los hombres de la SS habían desaparecido.
¿Adónde habían ido? Unos estaban emboscados en Alemania y Austria, y otros habían huido al extranjero. Sin embargo, en ningún caso fue su desaparición resultado de una marcha improvisada. Y los aliados tardaron mucho tiempo en comprender que cada uno de aquellos hombres había preparado su fuga de antemano y con toda minuciosidad.
El peculiar patriotismo de los hombres de la SS queda reflejado en el afán demostrado por todos ellos —empezando por el propio Heinrich Himmler— en salvar la propia piel a costa de infligir los más duros sufrimientos al pueblo alemán. Heinrich Himmler, en noviembre de 1944, trató ya de agenciarse un salvoconducto mediante la gestión del conde Bernadotte, de la Cruz Roja sueca. Los aliados se negaron a dejarlo escapar. Los nazis y los SS arengaban a grito pelado al pueblo alemán para que siguiera luchando mientras llegaban las armas maravillosas que estaban prácticamente a la vuelta de la esquina; y entretanto, preparaban su marcha hacia un cómodo exilio. Ellos sabían que no había tales armas milagrosas y que la destrucción del Reich —y si dejaban hacer a Hitler, la de toda Alemania— era inevitable.
En el frente del Este se obligó al Ejército a luchar contra los rusos en condiciones inhumanas y a sufrir bajas increíbles no para ganar la victoria, sino tiempo, mientras los SS ultimaban sus planes de huida. Detrás del Ejército estaba la SS, que fusilaba y ahorcaba a todo soldado que diera un paso atrás, después de sufrir un castigo más terrible del que puede soportar un cuerpo humano. Miles de oficiales y soldados de la Wehrmacht murieron colgados de las sogas de la SS.
Los mandos de la SS desaparecieron en el último minuto antes del derrumbamiento final, demorado hasta seis meses después de que los jefes de la SS supieran que la derrota era inevitable. Abandonaron sus puestos en todo el país, se vistieron de paisano, metiéronse en el bolsillo sus falsos documentos, primorosamente elaborados —con sellos auténticos—, y se mezclaron con la caótica masa de gente que poblaba Alemania en mayo de 1945. Dejaron a los abuelos de la Milicia a las puertas de los campos de concentración, para que recibieran a los aliados; a la maltrecha Wehrmacht, camino de los campos de prisioneros de guerra, y a las mujeres y niños, desamparados, sin que importara si vivirían o morirían bajo el mando de los aliados en el crudo invierno siguiente.
Los que sabían que eran demasiado conocidos para pasar inadvertidos durante mucho tiempo, huyeron al extranjero. Y ahí empezaba a intervenir ODESSA, una organización constituida, poco antes del final de la guerra, cuya misión era ayudar a los SS a salir de Alemania y llevarlos a lugar seguro. ODESSA había establecido ya excelentes relaciones con la Argentina de Juan Perón, la cual había expedido varios cientos de pasaportes argentinos «en blanco», en los que el refugiado no tenía más que inscribir un nombre falso, pegar una fotografía, hacerla sellar por el complaciente cónsul argentino y embarcar para Buenos Aires o el Oriente Medio.
Miles de asesinos de la SS viajaban hacia el sur a través de Austria y de la provincia italiana del Tirol. Eran conducidos de refugio en refugio a lo largo de la ruta, la mayoría, al puerto de Génova, y otros, a Rimini y Roma. Ciertas organizaciones, algunas de ellas de índole caritativa —que teóricamente debían dedicar sus desvelos a los verdaderamente desamparados—, opinaban, ellas sabrían por qué, que los aliados perseguían a los refugiados de la SS con excesiva saña.
Entre los principales «Pimpinela Escarlata» de Roma que escamotearon a miles de perseguidos, figuraba un obispo alemán que se hallaba en la capital de Italia. Uno de los escondites más utilizados fue el enorme convento franciscano de Roma, donde se les ocultaba hasta que se disponía de los documentos y del pasaje para América del Sur. En algunas ocasiones, los SS viajaban con documentos de la Cruz Roja, y muchos de los pasajes fueron costeados por una entidad benéfica.