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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (29 page)

BOOK: Odessa
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El abogado exhaló una bocanada de humo.

—No fue usted el único. ¿Se cambió el nombre?

—No, señor. Sólo destruí mis papeles, porque me identificaban como SS. Pero no se me ocurrió cambiar de nombre. No creí que nadie buscara a un simple sargento. Por aquel entonces no parecía importante el asunto de Canaris. Fue mucho después, cuando la gente empezó a armar jaleo por aquellos oficiales y convirtió en una especie de santuario el lugar de Berlín en que fueron colgados los cabecillas. Pero por aquel entonces yo tenía ya mi documentación, expedida por la República Federal, a nombre de Kolb. En todo caso, de no haberme reconocido ese enfermero, nada hubiera sucedido, ni habría importado cuál fuera mi nombre.

—Cierto. Bueno: pasemos ahora a las cosas que le enseñaron. Empiece por repetirme el juramento de fidelidad al Fuhrer —dijo el abogado.

La sesión se prolongó durante tres horas más. Miller estaba sudando, pero pudo achacarlo a que había salido del hospital prematuramente y a que no había comido durante todo el día. Era más de la hora del almuerzo cuando el abogado se dio por satisfecho.

—¿Qué es lo que quiere exactamente? —preguntó a Miller.

—El caso es que, con toda esa gente buscándome, voy a necesitar documentos que demuestren que no soy Rolf Gunther Kolb. Puedo cambiar de aspecto, dejarme crecer el pelo, esperar que el bigote sea más tupido y buscar trabajo en Baviera o en algún otro sitio. Yo soy un buen panadero, y la gente necesita pan, ¿no?

Por primera vez durante toda la entrevista, el abogado soltó una carcajada.

—Si, mi buen Kolb, la gente necesita pan. Preste atención. Por lo general, las personas de su condición social no merecen que se pierda con ellos un tiempo valioso; pero como es evidente que no tiene usted la culpa de lo que le ocurre y es un alemán bueno y leal, voy a hacer cuanto pueda. De nada serviría que se limitara usted a obtener un nuevo permiso de conducir. Con eso no podría conseguir una tarjeta de la Seguridad Social. Necesita el certificado de nacimiento, y no lo tiene. Sin embargo, un pasaporte nuevo le permitiría obtener todo lo demás. ¿Tiene dinero?

—No, señor. Estoy limpio. Vine haciendo autostop, y he tardado tres días en llegar.

El abogado le dio un billete de cien marcos.

—No puede quedarse aquí, y su nuevo pasaporte tardará por lo menos una semana en estar listo. Le mandaré a casa de un amigo mío, que le tramitará el pasaporte. Vive en Stuttgart. Inscríbase en un hotel de viajantes, y vaya a verle. Yo le avisaré de su llegada, y él estará esperándole. —El abogado escribió unas líneas en un papel. —Se llama Franz Bayer. Aquí está su dirección. Tome el tren para Stuttgart, busque un hotel y preséntese en su casa. Si necesita más dinero, él le ayudará. Pero no vaya a empezar a derrochar. Manténgase escondido y a la expectativa hasta que Bayer le consiga el pasaporte. Luego le buscaremos un empleo en el sur de Alemania, y nadie podrá dar con usted.

Miller, con grandes muestras de agradecimiento, tomó los cien marcos y la dirección de Bayer.

—Muchísimas gracias, Herr Doktor; es usted un gran señor.

La criada lo acompañó hasta la puerta, y él regresó a la estación, a su hotel y al lugar en que había dejado el coche. Una hora después viajaba hacia Stuttgart, mientras el abogado llamaba por teléfono a Bayer a fin de anunciarle la llegada de Rolf Gunther Kolb, fugitivo de la Policía, para última hora de la tarde.

Por aquel entonces no había aún autopista entre Nuremberg y Stuttgart, y en un día de sol la carretera que discurría por la ubérrima llanura de Franconia y los montes y valles de Württemberg era, sin duda, muy pintoresca. Pero en una cruda tarde de febrero, con escarcha en la carretera y niebla en los valles, la cinta de asfalto que serpenteaba entre Ansbach y Crailsheim, era mortífera. Dos veces estuvo el «Jaguar» a punto de caer en la cuneta, y dos veces hubo de decirse Miller que no había prisa. Bayer, el hombre que sabía cómo obtener los pasaportes falsos, no se iba a marchar.

Miller llegó a Stuttgart después del anochecer, y se instaló en un pequeño hotel de las afueras que, a pesar de su modestia, tenía portero nocturno y un garaje en la parte posterior. El conserje le dio un plano de la ciudad, en el que Miller localizó el suburbio de Ostheim, donde vivía Bayer, una hermosa zona residencial próxima a «Villa Berg», en cuyos jardines los príncipes de Württemberg y sus damas solían antaño celebrar sus saraos en las noches de verano.

Con el mapa a la vista, Miller condujo su coche hacia el anfiteatro de colinas que enmarca el centro de Stuttgart, por cuyas laderas trepan los viñedos como en pleno campo, y dejó el coche a unos cuatrocientos metros de la casa de Bayer. Mientras estaba cerrando la portezuela del conductor, no reparó en una señora de mediana edad que regresaba a su casa después de asistir a la reunión semanal del «Comité de Visita del Hospital».

A las ocho de la noche, el abogado de Nuremberg decidió llamar por teléfono a Bayer para asegurarse de que Kolb había llegado sano y salvo. Contestó la señora Bayer.

—Sí, ese joven ya llegó. Mi marido y él han ido a cenar por ahí.

—Sólo llamaba para asegurarme de que había llegado bien —dijo el abogado.

—Es un joven muy simpático —comentó alegremente la señora Bayer—. Pasé por su lado en la calle, mientras cerraba el coche. Yo volvía de la reunión del hospital. Pero estaba muy lejos de la casa. Seguramente se había extraviado. Eso es fácil en Stuttgart, con tantas calles de sentido único…

—Tiene que haber un error, Frau Bayer —atajó el abogado—. ¿No llegó en tren? Creí que no viajaba en su «Volkswagen».

—¡Oh, no! —dijo la señora Bayer, contenta de poder demostrar que estaba mejor enterada—. Vino en coche. Es un chico muy elegante y tiene un automóvil precioso. Estoy segura de que tiene mucho éxito con las chicas…

—Escúcheme bien, Frau Bayer. ¿Podría describir ese coche?

—No conozco la marca, desde luego; pero es un coche deportivo, negro, con una franja amarilla en un costado…

El abogado colgó violentamente el teléfono, y a continuación marcó un número de Nuremberg. Sudaba ligeramente. Le contestaron de un hotel, y pidió un número interior. Al poco rato, una voz conocida contestó: —Diga.

—Mackensen —gritó el
Werwolf
—, venga inmediatamente. Hemos encontrado a Miller.

Capítulo XIII

Franz Bayer era tan rollizo y orondo como su mujer. El
Werwolf
le había avisado de la llegada del fugitivo de la justicia, y cuando, poco después de las ocho, Miller llamó a la puerta, él salió personalmente a darle la bienvenida.

En el mismo recibidor fue presentado Miller a la señora Bayer, la cual se alejó apresuradamente hacia la cocina.

—¿Es su primera visita a Württemberg, amigo Kolb? —dijo entonces Bayer.

—Pues, sí, la primera.

—¡Ah! Nosotros nos ufanamos de nuestra hospitalidad. Seguramente tendrá usted apetito. ¿Ha cenado ya?

Miller le dijo que no había comido en todo el día, y que se había pasado la tarde en el tren. Bayer se mostró afligido.

—¡Dios mío, pobre hombre! Tiene usted que tomar algo. Ya verá: nos iremos a cenar a la ciudad. Nada, nada; es lo menos que puedo hacer por usted.

Se fue hacia la parte posterior de la casa, para advertir a su esposa de que se llevaba a su huésped a cenar a la ciudad, y diez minutos después se dirigían ambos hacia el centro de Stuttgart en el automóvil de Bayer.

Para ir de Nuremberg a Stuttgart por la antigua carretera E 12, se tarda por lo menos dos horas, aunque se viaje a marchas forzadas. Y así viajaba Mackensen aquella noche. Media hora después de recibir la llamada del
Werwolf
, estaba ya en la carretera, provisto de las oportunas instrucciones y de las señas de Bayer. Llegó a las diez y media, y fue directamente a casa de Bayer.

La señora Bayer, que había recibido otra llamada del
Werwolf
, en la cual le había advertido éste de que el hombre que se hacía llamar Kolb no era lo que parecía sino que, posiblemente, fuera un confidente de la Policía, recibió a Mackensen temblando de miedo. La actitud de éste no era la más apropiada para tranquilizarla.

—¿Cuándo se fueron?

—A las ocho y cuarto —balbució la mujer.

—¿Le indicaron adónde iban?

—No. Franz dijo que el chico no había comido en todo el día y lo llevaba a cenar a un restaurante de la ciudad. Yo le dije que podía preparar algo, pero a Franz le gusta mucho comer en el restaurante. Cualquier pretexto le sirve…

—Dijo usted que vio a Kolb aparcando el coche. ¿Dónde lo vio?

Ella le indicó dónde estaba la calle y cómo llegar a ella desde la casa. Mackensen reflexionó un momento.

—¿No tiene idea de a qué restaurante puede haberlo llevado? —preguntó.

La mujer tardó unos momentos en contestar.

—Bueno: su favorito es «Los Tres Moros», de la Friedrich Strasse —dijo—. Generalmente, primero prueba si hay sitio allí.

Mackensen salió de la casa y se dirigió a la calle en que estaba el «Jaguar». Lo examinó atentamente, para asegurarse de que lo reconocería si volviera a verlo. Se preguntó si no sería preferible quedarse esperando a Miller. Pero las órdenes que le había dado el
Werwolf
eran seguir a Miller y a Bayer, advertir al de ODESSA y mandarlo a casa, y después, encargarse de Miller. Por ello no había llamado por teléfono a «Los Tres Moros». Advertir a Bayer equivaldría a poner a Miller sobre aviso de que había sido descubierto y darle la oportunidad de volver a desaparecer.

Mackensen miró su reloj. Eran las once menos diez. Volvió a subir a su «Mercedes» y se dirigió al centro de la ciudad.

En un hotel modesto y oscuro de los barrios bajos de Múnich, Josef estaba tendido en su cama, despierto, cuando el conserje lo llamó para decirle que se había recibido un cable para él. Josef bajó a recogerlo y lo subió a su habitación.

Sentado ante una desvencijada mesa abrió el sobre y examinó el texto. Decía así:

A continuación indicamos los precios que podríamos aceptar para los artículos por los que se interesa el cliente:

Apio: 381 marcos, 53 pfennigs.

Melones: 362 marcos, 17 pfennigs.

Naranjas: 627 marcos, 24pfennigs.

Piña: 313 marcos, 88 pfennigs…

La lista de frutas y verduras era larga, pero todos los artículos que en ella figuraban eran de exportación habitual en Israel, y el cable parecía la respuesta a una demanda formulada por un representante en Alemania de una compañía exportadora. No era seguro utilizar la red internacional de cables; mas son tantos los cables comerciales que se transmiten diariamente por Europa occidental, que para comprobarlos todos se necesitaría un ejército.

Josef, haciendo caso omiso del texto, fue entresacando los números y los escribió uno al lado del otro, formando una larga hilera. Desaparecieron los números de cinco cifras en que se dividían las cantidades de marcos y pfennigs. Cuando los tuvo todos en hilera, los dividió en grupos de seis cifras de cada grupo de seis, restó la fecha, 20 de febrero de 1964 escrita así: 20264. En cada caso, el resultado era otro número de seis cifras.

El código era sencillo. Estaba basado en la edición rústica del
New World Dictionary
de Webster, publicado por la «Popular Library» de Nueva York. Las tres primeras cifras del grupo se referían a la página del diccionario; la cuarta cifra podía ser cualquier número del 1 al 9. Un número impar significaba columna primera, y un número par, columna segunda. Las dos últimas cifras indicaban el número de palabras que contar de arriba abajo. Estuvo trabajando sin parar durante media hora. Luego leyó el mensaje y, lentamente, apoyó la cabeza en las manos.

Treinta minutos después, estaba con León en casa de éste. El jefe del grupo de vengadores leyó el mensaje y profirió un juramento.

—Lo lamento —dijo al fin—. ¿Cómo iba a saberlo?

Durante los últimos seis días, el Mossad había recibido, por distinto conducto, tres informes. Uno procedía del agente israelí en Buenos Aires, y decía que habla sido autorizado el pago de una cantidad equivalente a un millón de marcos alemanes a un tal
Vulkan
«para permitirle completar la fase siguiente de su investigación».

El segundo era de un empleado judío en un Banco suizo, entidad que solía efectuar transferencias de fondos secretos nazis para pagar a los hombres de ODESSA en Europa occidental; según él, un millón de marcos había sido transferido al Banco desde Beirut, y retirado en efectivo por un individuo con una cuenta en el mismo desde hacía diez años a nombre de Fritz Wegener.

El tercero era de un coronel egipcio que ocupaba un alto cargo en el servicio de seguridad de la «Fábrica 333» y que, a cambio de una suma considerable que le serviría para ayudarle a proporcionarse un cómodo retiro, había conversado durante varias horas con un hombre del Mossad en un hotel de Roma. Y éste había dicho que el proyecto de los cohetes sólo estaba pendiente de que se lo dotara de un sistema seguro de teledirección, el cual se estudiaba en una fábrica de Alemania Occidental y estaba costando a ODESSA millones de marcos.

Estos tres informes, junto con varios miles más, fueron procesados en las computadoras del profesor Youvel Neeman, el genio israelí que fue el primero en aplicar la cibernética al análisis de los informes de Inteligencia, y más adelante sería el padre de la bomba atómica israelí. Donde la memoria humana hubiera podido fallar, los microcircuitos de la computadora relacionaron los tres informes, recordaron que hasta 1955 —en que fue delatado por su esposa— Roschmann había usado el nombre de Fritz Wegener, e informaron debidamente.

En el cuartel general subterráneo, Josef se volvió hacia León.

—Yo no me muevo de aquí. Voy a quedarme cerca de ese teléfono. Proporcióneme una moto potente y ropa adecuada. Inmediatamente. Cuando Miller llame, si llama, quiero reunirme con él a toda prisa.

—Si lo descubren, no creo que pueda llegar a tiempo —dijo León—. No es de extrañar que quisieran apartarlo. Si se acerca a su hombre, lo matarán.

Cuando León salió del sótano, Josef volvió a leer el cable de Tel Aviv, que decía así:

ALERTA ROJA NUEVA INFORMACION INDICA INDUSTRIAL ALEMAN

OPERA(NDO) ESE PAIS VITAL EXITO PROYECTO COHETES STOP NOMBRE

CIFRADO VULKAN STOP PROBABLEMENTE MISMA IDENTIDAD

ROSCHMANN STOP UTILICE MILLER INMEDIATAMENTE STOP BUSCAR Y

ELIMINAR STOP CORMORANT.

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