Authors: Frederick Forsyth
Josef se sentó a la mesa y, minuciosamente, se puso a limpiar y armar su automática «Walther PPK». De vez en cuando echaba una mirada al silencioso teléfono.
Durante la cena, Bayer se mostró un anfitrión jovial y, entre grandes carcajadas, contó su repertorio de chistes. En varias ocasiones trató Miller de llevar la conversación hacia el tema del nuevo pasaporte que debían proporcionarle; pero, cada vez, Bayer le daba una fuerte palmada en la espalda, le decía que no se preocupara y terminaba:
—Déjamelo a mí, chico. Franz Bayer se encargará de eso.
Se golpeaba con el índice la aleta derecha de la nariz, guiñaba un ojo y se reía estrepitosamente.
Una de las facultades que Miller había adquirido durante sus ocho años de reportero era la de resistir el alcohol. Pero no estaba acostumbrado a aquel vino blanco con el que se regaba copiosamente la cena. De todos modos, cuando uno quiere emborrachar a otro, el vino blanco tiene una gran ventaja. Y es que lo sirven en unos cubos con hielo, y Miller pudo vaciar tres veces su copa en el cubo, mientras Bayer miraba hacia otro lado.
Cuando llegó el postre, habían despachado dos botellas de un excelente
hock
, y Bayer, embutido en su ajustada chaqueta sudaba a chorros. Ello aumentaba su sed, por lo que pidió una tercera botella.
Miller se fingía preocupado y aseguraba que no podría obtener un nuevo pasaporte, y que sería arrestado por lo ocurrido en Flossenburg en 1945.
—Necesitarán fotografías, ¿verdad? —preguntó, apesadumbrado.
Bayer se echó a reír.
—Sí, un par de ellas. Pero no habrá problemas. Puedes hacértelas en las casetas automáticas de la estación. Espera a tener el pelo un poco más largo y el bigote algo más tupido, y nadie sospechará quién eres.
—¿ Y después? —dijo Miller, en tono apremiante.
Bayer se inclinó y le rodeó los hombros con su grueso brazo. Miller sintió en la cara su aliento, que apestaba a vino.
—Después las mandaré a un amigo mío —le susurró al oído—, y al cabo de una semana ya tendremos tu pasaporte. Con éste sacaremos el permiso de conducir (tendrás que examinarte, naturalmente) y la tarjeta de la Seguridad Social. A las autoridades les diremos que acabas de volver a la patria después de pasar quince años en el extranjero. No te preocupes más, chico, que no hay problema.
Aunque estaba ya borracho, Bayer todavía dominaba su lengua. No quiso decir más, y Miller prefirió no insistir, para que el otro no sospechara.
Miller estaba deseando tomar café, pero no se atrevió a pedirlo, por si el café serenaba a Franz Bayer. Su anfitrión pagó la cena con unos billetes que sacó de su abultada cartera, y los dos hombres se dirigieron al guardarropa. Eran las diez y media.
—Ha sido una velada espléndida. Muchísimas gracias. Herr Bayer.
—Franz, Franz… —jadeó Bayer, fatigosamente, mientras batallaba con el abrigo.
—Supongo que esto será todo lo que Stuttgart puede ofrecer, por lo que a vida nocturna se refiere —observó Miller al ponerse el suyo.
—No seas bobo; ésta es una pequeña gran ciudad. Hay su media docena de buenos cabarets. ¿Te gustaría ir a alguno?
—¿Cabarets con
strip teasey
todo eso? —preguntó Miller, abriendo mucho los ojos.
Bayer resopló de satisfacción.
—¡Y tanto! No me parecería mal ir ahora a ver cómo las niñas esas se quitan la ropa.
Bayer dio una buena propina a la chica del vestuario y salió a la calle contoneándose.
—¿Cuántos clubes nocturnos hay en Stuttgart? —preguntó Miller inocentemente.
—Vamos a ver… Está el «Moulin Rouge», el «Balzac», el «Imperial» y el «Sayonara». Luego está el «Madeleine», en la Eberhardt Strasse…
—¿Eberhardt? ¡Qué coincidencia! Así se llama mi patrón de Bremen, el que me ayudó a salir de apuros y me dio las señas del abogado de Nuremberg.
—Muy bien, muy bien. Pues vamos a ése —concluyó Bayer, y echó a andar hacia el coche.
Mackensen llegó a «Los Tres Moros» a las once y cuarto. Preguntó al
maitre
, que estaba viendo salir a los últimos clientes.
—¿El señor Bayer? Sí, esta noche ha estado aquí. Se fue hace una media hora.
—¿Ha venido con un invitado? Un hombre alto, con bigote y el pelo muy corto.
Mackensen, sin la menor dificultad, puso un billete de veinte marcos en la mano del hombre.
—Sí, lo recuerdo. Se han sentado en la mesa del rincón.
—Tengo que encontrarlos urgentemente. Es una emergencia. Su esposa ha sufrido un colapso…
El
maitre
adoptó un aire compungido.
—¡Qué desgracia!
—¿Sabe usted adónde fueron al salir de aquí?
—Lo lamento, no lo sé. —Llamó a uno de los mozos de comedor. —Hans, tú atendías la mesa del señor Bayer. ¿Oíste si hablaban de ir a algún otro sitio?
—No —respondió Hans—; no oí nada.
—Podría preguntar a la empleada del guardarropa —sugirió el
maitre
—. Tal vez ella oyera algo.
Mackensen preguntó a la muchacha, y luego pidió una guía turística de los espectáculos de Stuttgart. En la sección de cabarets había media docena de nombres. En las páginas centrales aparecía un plano del centro de la ciudad. Mackensen volvió a su coche y se dirigió al cabaret que figuraba en el primer lugar de la lista.
Miller y Bayer estaban en el «Madeleine», sentados a una mesa para dos. Bayer, que iba ya por su segundo whisky, miraba con ojos muy abiertos a una joven de opulentas formas que movía las caderas en el centro de la pista mientras se soltaba los corchetes del sostén. Cuando cayó, al fin, la prenda, Bayer dio un codazo a Miller.
—Vaya un par, ¿eh, chico? ¡Vaya un par! —comentó con una risa ahogada.
Eran más de las doce y estaba francamente borracho.
—Herr Bayer, lo siento, pero no estoy tranquilo —susurró Miller—. Quiero decir que el fugitivo soy yo. ¿Cuándo tendrá mi pasaporte?
Bayer dejó caer el brazo sobre los hombros de Miller.
—Vamos, Rolf, ya te he dicho que no tienes que preocuparte. Deja que Franz se encargue de todo. —Le guiñó un ojo. —De todos modos, los pasaportes no los hago yo. Yo me limito a mandar las fotografías, y al cabo de una semana lo tenemos aquí. No hay ningún problema. Ahora toma otro traguito con el viejo Franz.
Agitó su gruesa mano en el aire.
—Camarero, ¡otra ronda!
Miller se recostó en la silla y quedó pensativo. Si para hacerse las fotografías tenía que esperar a que le creciera el pelo, tardaría varias semanas. Tampoco iba a conseguir con engaños que Bayer le diera el nombre y la dirección del falsificador. Estaba borracho, pero no tanto como para delatar a su contacto en el asunto de las falsificaciones.
No consiguió llevarse del club al mastodonte de ODESSA hasta el final del primer
show
. Cuando, al fin, salieron nuevamente al aire frío de la noche, era más de la una. Bayer, que se tambaleaba, apoyó el brazo en los hombros de Miller. La brusca acometida del frío le puso peor.
—Será mejor que le lleve a su casa —dijo Miller, cuando se acercaban al coche.
Tomó las llaves del bolsillo de Bayer y lo instaló en el asiento del pasajero. Cerró la puerta y subió al coche por el lado del conductor. En aquel momento, un «Mercedes» gris doblaba la esquina y se detenía a unos quince metros detrás de ellos.
Mackensen, que había recorrido ya cinco locales nocturnos, divisó la matrícula del automóvil que en aquel momento se ponía en marcha delante del «Madeleine». Era el número que Frau Bayer le había dado: el del coche de su marido. Mackensen se fue tras él.
Miller conducía con prudencia, tratando de dominar su propia embriaguez, no fuera a detenerle algún coche patrulla y le hicieran la prueba del alcohol. No se dirigía a casa de
Bayer, sino a su hotel. Bayer dormitaba con el cuello doblado hacia delante y la papada aplastada sobre la corbata.
Cuando llegaron al hotel, Miller lo sacudió para despertarle.
—Anda, Franz, vamos a tomar un último trago.
El hombre miró alrededor.
—Tengo que ir a casa —murmuró—; mi mujer me espera.
—Sólo una copita para rematar la noche. Podríamos subir a mi cuarto y charlar sobre los viejos tiempos.
Bayer le miró con una sonrisa de borracho.
—Los viejos tiempos. Buenos tiempos, ¿eh, Rolf?
Miller bajó del coche y se acercó a la portezuela del otro lado para ayudar al corpulento Bayer a saltar a la acera.
—Muy buenos tiempos —dijo, mientras conducía a su compañero hacia la puerta—. Ahora hablaremos de ellos.
En la calle, unos metros más abajo, el «Mercedes», que había apagado sus faros, se diluía en una sombra gris en la penumbra.
Miller tenía la llave de su habitación en el bolsillo. Detrás de su mostrador, el portero nocturno descabezaba un sueño. Bayer empezó a murmurar.
—Ssss, silencio… —dijo Miller.
—Silencio —repitió Bayer, andando de puntillas hacia la escalera con movimientos de elefante. Ahogó la risa, divertido por su pantomima. Afortunadamente para Miller, la habitación estaba en el primer piso. Bayer no hubiera podido subir más. Miller abrió la puerta, encendió la luz y sentó a Bayer en el único sillón que había en la pieza, un mueble de respaldo vertical y brazos de madera.
En la calle, Mackensen miraba la oscura fachada del hotel. A las dos de la madrugada no había luces encendidas. Cuando se encendió la de Miller, Mackensen advirtió que estaba en el primer piso, a mano derecha.
Se preguntaba si no sería lo mejor subir y acabar de una vez con Miller. Dos cosas le hicieron desistir. A través de la puerta vidriera veía al portero que, desvelado por las pisadas de Bayer, trasteaba por el vestíbulo. Seguramente se fijaría en una persona extraña que entrara en el hotel a aquellas horas, y podría dar una buena descripción a la Policía. El otro factor que contribuyó a disuadirle era el estado de Bayer. Había observado que le costaba trabajo mantenerse en pie, y comprendió que no podría sacarlo rápidamente del hotel después de matar a Miller. Si la Policía arrestaba a Bayer, él tendría dificultades con el
Werwolf
. A pesar de su aspecto jovial y campechano, Bayer era un hombre importante dentro de ODESSA, y estaba reclamado por la Policía.
Mackensen decidió que lo mejor sería disparar por las ventanas. Frente al hotel había un edificio en construcción. Ya estaban terminados los pisos, y una escalera de hormigón conducía hasta el segundo. Podría esperar allí. Miller no volvería a salir. Fue, pues, a su coche, y sacó el rifle de caza que llevaba en el portaequipajes.
El golpe pilló a Bayer totalmente desprevenido. Embotado por el alcohol, no pudo reaccionar a tiempo. Miller fingía buscar su botella de whisky en el armario, pero en realidad buscaba su corbata de repuesto. La otra la llevaba puesta, y se la quitó.
No había tenido ocasión de utilizar los golpes que le enseñaron diez años antes en el campo de entrenamiento militar, por lo que no estaba seguro de su eficacia. El considerable volumen del cuello de Bayer, que seguía musitando: «Qué tiempos aquéllos», lo indujo a golpear con todas sus fuerzas.
Ni siquiera fue un golpe de los que dejan sin sentido, pues el canto de su mano estaba blando por la falta de práctica, y la grasa protegía bien la nuca de Bayer. Pero fue suficiente. Cuando el de ODESSA salió de su aturdimiento, tenía las muñecas firmemente atadas a los brazos del sillón.
—¿Qué diablos…? —masculló con torpe lengua, mientras sacudía la cabeza para despejarse.
Su propia corbata sirvió para atarle el tobillo izquierdo a la pata de la silla, y el cordón del teléfono le sujetó el derecho.
Miró a Miller con ojos de mochuelo, mientras en su cerebro empezaban a aclararse las ideas. Como todos los de su calaña, Bayer tenía una pesadilla constante.
—No podrá sacarme de aquí —dijo—. No puede llevarme a Tel Aviv. No puede probar nada. Yo nunca hice daño a su gente…
Un par de calcetines enrollados y metidos en la boca le cortaron el habla. Para mantenerlos en su sitio, Miller utilizó una bufanda que le había confeccionado su solícita madre. Los ojos de Bayer le miraban, con desconsuelo, por encima de la prenda de punto de colores.
Miller arrimó la otra silla y se sentó a horcajadas, con la cara a dos palmos de la de su prisionero.
—Oye bien lo que voy a decirte, cerdo: ni yo soy un agente israelí, ni tú vas a ninguna parte. Te quedarás aquí y hablarás aquí, ¿me has entendido?
Por toda respuesta, Ludwig Bayer le miró fijamente. Sus ojos ya no chispeaban a causa de la alegría, sino que los tenia enrojecidos por la rabia, como los de un jabalí enfurecido.
—Lo que quiero saber, y voy a saber esta misma noche, es el nombre y la dirección del hombre que hace los pasaportes para ODESSA.
Miró alrededor, descubrió la lámpara de la mesita de noche, desconectó el enchufe de la pared y la acercó a Bayer.
—Ahora, Bayer, o como te llames, voy a quitarte la mordaza y tú vas a hablar. Si gritas, te pego con esto en la cabeza. En realidad no me importaría partirte el cráneo. ¿Entendido?
Miller no era sincero. Nunca había matado a nadie, y no tenía el menor deseo de hacerlo ahora.
Aflojó lentamente la bufanda y sacó los calcetines de la boca de Bayer, mientras con la mano derecha sostenía la lámpara sobre la cabeza de su prisionero.
—¡Bandido! —jadeó Bayer—. Eres un espía, pero no sacarás nada de mí.
Apenas acabó de decirlo ya tenía otra vez los calcetines en la boca sujetos por la bufanda.
—¿No? —dijo Miller—. Ya lo veremos. Voy a empezar por los dedos, a ver qué te parece.
Tomó el meñique y el anular de la mano derecha de Bayer y los dobló hacia atrás hasta ponerlos casi verticales. Bayer se revolvió en el sillón violentamente y poco faltó para que lo volcara. Miller lo sujetó, y aflojó la presión de los dedos.
Volvió a quitarle la mordaza.
—Puedo romperte todos los dedos, Bayer —susurró—; después sacaré la bombilla, conectaré la lámpara y meteré tú pene por el casquillo.
Bayer cerró los ojos. Chorros de sudor le resbalaban por la cara.
—Los electrodos no, los electrodos no —murmuró—. Ahí no.
—Sabes de qué te hablo, ¿verdad? —dijo Miller, acercando la boca a la oreja del otro.
Bayer cerró los ojos y gimió levemente. Sabía de qué le hablaba. El era uno de los que, veinte años atrás, torturaron a
Conejo Blanco
, el comandante de escuadrilla Yeo-Thomas, en los calabozos de la prisión de Fresnes, de París, hasta dejarlo convertido en una masa sanguinolenta. Conocía bien el tema, pero no lo había sentido en la propia carne.