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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (35 page)

BOOK: Odessa
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Quince días después, Miller se hallaba en un bar situado a menos de doscientos pasos del Reeperbahn tomando unas copas de Navidad con uno de sus contactos de los bajos fondos. Aquel día había cobrado un gran reportaje gráfico, y disponía de bastante dinero. En un extremo del bar vio a una mujer fregando el suelo. En seguida reconoció el rostro entristecido de la esposa del especialista en cajas de caudales condenado dos semanas antes. En un arranque de generosidad, que después le pesó, puso un billete de cien marcos en el bolsillo del delantal de la mujer, y se marchó.

En el mes de enero recibió Miller una carta del penal de Hamburgo. La redacción era primitiva. Seguramente la mujer preguntó al barman el nombre de su benefactor, y se lo dijo a su marido. La carta fue enviada a una revista para la que él solía trabajar, y de allí había sido reexpedida a su domicilio.

Querido señor Miller: Mi mujer me ha escrito lo que hizo usted esta Navidad. Yo no le conozco, y no sé por qué lo ha hecho; pero quiero decirle que se lo agradezco mucho. Es usted todo un señor. El dinero ayudó a Doris y a los chicos a pasar buena Navidad y Año Nuevo. Si alguna vez puedo hacer algo por usted, no tiene más que decírmelo. Suyo, con todo respeto…

Pero, ¿cuál era el nombre estampado al pie de la carta? Koppel. Sí, Viktor Koppel. Confiando que el hombre no hubiera ido a parar nuevamente a la cárcel, Miller sacó su libreta de direcciones, se puso el teléfono encima de las rodillas y empezó a llamar a sus amigos de los bajos fondos de Hamburgo.

Dio con Koppel a las siete y media. Como era viernes por la noche, estaba con unos amigos en un bar. Por el teléfono, Miller oía la música de una gramola automática. Estaba tocando
I want to holdyour hand
, de los Beatles, que aquel invierno hacía furor.

Koppel no tardó en acordarse de él y del obsequio hecho a Doris dos años antes. Era evidente que Koppel había bebido unas cuantas copas.

—Fue un espléndido rasgo, Herr Miller, espléndido.

—¿Se acuerda de la carta que me escribió desde la cárcel, para decirme que si alguna vez necesitaba un favor podía acudir a usted?

El tono de Koppel era cauto.

—Sí, lo recuerdo.

—Necesito su ayuda. No es mucho. ¿Puedo contar con usted?

El de Hamburgo recelaba.

—El caso es que no ando muy sobrado de dinero, Herr Miller.

—No quiero un préstamo —dijo Miller—. Se trata de pagarle para que me haga un trabajo. Un pequeño trabajo.

La voz de Koppel denotaba un gran alivio.

—Comprendido. Claro que sí. ¿Dónde está?

Miller le dio las instrucciones.

—Vaya a la estación de Hamburgo y tome el primer tren para Osnabrück. Le esperaré en la estación. Una cosa más, tráigase sus herramientas.

—Un momento, Herr Miller. Yo nunca trabajo fuera de mi zona. De Osnabrück no sé nada.

Miller le habló en el argot de Hamburgo.

—Es un simple paseo, Koppel. El lugar está vacío, el dueño, de viaje, y dentro, un montón de género. No habrá pegas: lo tengo todo estudiado. Puede estar de nuevo en Hamburgo a la hora del desayuno, con la bolsa llena, y nadie le hará preguntas. El hombre tardará una semana en volver; de modo que tiene usted tiempo de deshacerse de todo antes de su regreso, y la poli de aquí creerá que es obra de alguien de la ciudad.

—¿Y lo del billete del tren? —preguntó Koppel.

—Yo se lo pagaré. A las nueve sale un tren de Hamburgo. Tiene una hora. No se entretenga.

Koppel suspiró.

—De acuerdo. Tomaré ese tren.

Miller colgó el teléfono, pidió a la telefonista que lo despertara a las once de la noche, y se echó a dormir.

Fuera, Mackensen proseguía su solitaria vigilancia. Había decidido empezar a trabajar en el «Jaguar» a las doce, si Miller no aparecía.

Pero a las once y cuarto salió Miller del hotel, cruzó la plaza y entró en la estación. Mackensen estaba sorprendido. Salió del «Mercedes» y se acercó a la estación, mirando a través del vestíbulo. Miller estaba en el andén, esperando un tren.

—¿Adónde va el tren que para en este andén? —preguntó a un mozo.

—Es el de las once treinta y tres, con destino a Munster —respondió el hombre.

Mackensen no se explicaba por qué Miller tomaba el tren si tenía coche. Todavía perplejo, volvió a su automóvil y siguió esperando.

A las once treinta y cinco se despejó la incógnita. Miller salía de la estación, acompañado por un hombrecito raído que llevaba una bolsa de cuero negro. Ambos charlaban animadamente. Mackensen juró entre dientes. No le convenía que Miller llevara a un pasajero en el «Jaguar». Esto complicaría su trabajo. Afortunadamente, los dos hombres subieron a un taxi y se fueron. Mackensen decidió esperar veinte minutos y ponerse luego a trabajar en el «Jaguar», que seguía aparcado a veinte metros de distancia.

A medianoche la plaza estaba casi vacía. Mackensen salió de su coche llevando en la mano una pequeña linterna tubular y tres herramientas; se acercó al «Jaguar», miró en derredor y se deslizó entre las ruedas.

El hombre sabía que en pocos segundos su traje quedaría empapado y sucio del barro y de la nieve a medio derretir que cubría la plaza. Pero esto era lo que menos le preocupaba en aquellos momentos. Con ayuda de la linterna localizó, bajo la parte delantera del coche, el dispositivo de cierre del capó. Tardó veinte minutos en soltarlo. Cuando quitó el cierre, el capó se levantó un par de centímetros. Al terminar, no tenía más que empujar desde arriba para volver a cerrarlo. Así no hacía falta forzar la cerradura para abrir el capó desde el interior.

Fue al «Mercedes» a recoger la bomba. Un hombre que manipula bajo el capó de un coche apenas llama la atención. Con ayuda del alambre y los alicates, colocó el explosivo en el compartimento del motor, sujetándolo a la plancha frente al asiento del conductor. Explotaría a menos de un metro del pecho de Miller. Luego, por entre las piezas del coche, bajó hasta el suelo el disparador, que estaba conectado a la carga por dos hilos de dos metros de largo.

Se metió debajo del coche y, a la luz de la linterna, examinó la suspensión delantera. Antes de cinco minutos descubrió el lugar que necesitaba y sujetó fuertemente la parte trasera del disparador a una barra del armazón. Los dos tentáculos del disparador, envueltos en las fundas de goma y separados por la bombilla, los insertó entre dos de las espirales del tensado muelle de la parte delantera izquierda de la suspensión.

Cuando el disparador estuvo bien sujeto, sin peligro de que pudiera desprenderse por el traqueteo normal, Mackensen salió de entre las ruedas. Suponía que cuando el coche tropezara con un reborde o un bache a gran velocidad, la suspensión de la rueda delantera izquierda se contraería y uniría los tentáculos del mecanismo disparador, aplastando el delgado vidrio que los separaba y estableciendo contacto entre las dos hojas de sierra provistas de carga eléctrica. Cuando sucediera esto, Miller y sus comprometedores documentos volarían hechos pedazos.

Por último, Mackensen recogió el sobrante de los hilos que conectaban la carga con el disparador, los enrolló cuidadosamente y los pegó con cinta adhesiva a un lado de la plancha, por la parte interior del compartimento del motor, para que no se arrastraran por el suelo ni se desgastaran por el roce con la superficie de la carretera. A continuación, cerró el capó, se dirigió a su «Mercedes», tumbóse en el asiento posterior, doblando las rodillas, y cerró los ojos. Consideraba que había aprovechado bien la noche.

Miller dijo al taxista que los llevara a la Saar Platz. Una vez allí, pagó y despidió al coche. Koppel había demostrado poseer la suficiente discreción para no hablar durante el trayecto. Y no lo hizo hasta que el taxi se alejaba, en dirección al centro.

—Espero que sepa usted lo que está haciendo, Herr Miller. Quiero decir, que me parece raro verle metido en estos líos, siendo usted un reportero y demás.

—Koppel, no tiene usted de qué preocuparse. Lo que yo busco es un paquete de documentos que hay en la caja fuerte. Yo me llevo los papeles, y usted, lo que encuentre. ¿De acuerdo?

—Bueno, tratándose de usted, de acuerdo. Vamos.

—Otra cosa. En la casa hay una criada —Dijo Miller.

—Usted dijo que estaba vacía —protestó Koppel—. Si ella aparece, yo me las piro. No quiero violencias.

—Esperaremos hasta las dos. Para entonces seguro que estará dormida.

Recorrieron el kilómetro y medio que faltaba para llegar a casa de Winzer, echaron una ojeada a uno y otro lado de la calle y se introdujeron rápidamente por la vería del jardín. Para no pisar la gravilla, caminaron sobre la hierba que bordeaba el sendero, cruzaron el césped y se escondieron entre unos macizos de rododendros situados frente a las ventanas de lo que parecía ser el estudio.

Koppel, moviéndose entre los arbustos como un pequeño felino, dio la vuelta a la casa, mientras Miller se quedaba vigilando las herramientas.

Al volver, dijo:

—La chica todavía tiene la luz encendida. Su ventana está al otro lado, bajo el alero.

Esperaron durante una hora, sin atreverse a fumar, tiritando entre el denso follaje perenne de los arbustos. A la una, Koppel hizo otra ronda e informó que la luz del dormitorio de la muchacha estaba apagada.

Aguardaron otros noventa minutos. Al fin, Koppel apretó la muñeca de Miller, tomó la bolsa y cruzó el césped, iluminado por la luna, en dirección a las ventanas del estudio. En la calle ladró un perro, y a lo lejos rechinó el neumático de un coche que regresaba a casa.

Afortunadamente, la zona situada al pie de las ventanas del estudio quedaba en sombras, pues la luna aún no iluminaba aquel lado de la casa. Koppel encendió una linterna de bolsillo, resiguió el marco de la ventana y, finalmente, el listón que separaba los dos cristales. El cierre era de seguridad, pero sin sistema de alarma. Buscó en su bolsa, y sacó un rollo de cinta adhesiva, una ventosa con mango, un cortavidrios con punta de diamante en forma de pluma estilográfica y un martillo de caucho.

Con gran habilidad, Koppel trazó, con el cortavidrios, un círculo en el cristal, debajo de la falleba. Para mayor seguridad, pegó dos pedazos de cinta sobre el disco, con los extremos adheridos a la parte del cristal grande. Aplicó la ventosa entre las dos cintas, de manera que quedara visible a cada lado un trozo de cristal.

Sujetando el mango de la ventosa con la mano izquierda, golpeó con el martillo de goma la parte del cristal cortado que quedaba a la vista.

Al segundo golpe se oyó un chasquido, y el disco cedió. Ambos hombres permanecieron sin moverse, escuchando. Pero no se produjo ninguna reacción. Nadie había oído el sonido. Sin soltar el mango de la ventosa, a la que por la parte interior de la ventana seguía adherido el disco de vidrio, Koppel retiró las tiras de cinta adhesiva. A través del cristal distinguió una gruesa alfombra, a metro y medio de distancia, y con un movimiento de la muñeca arrojó la ventosa y el vidrio, que cayeron sobre ella, sin hacer ruido.

A continuación, Koppel introdujo la mano por el orificio del cristal, desmontó el cierre de seguridad y subió la ventana. Entró con la ligereza de una mosca. Miller le siguió con más cautela. La habitación estaba muy oscura, en contraste con el claro de luna que iluminaba el jardín, pero Koppel parecía ver perfectamente.

—Quédese quieto —susurró a Miller, que le obedeció en el acto.

Entretanto, el ladrón cerró suavemente la ventana y corrió las cortinas. Luego cruzó la habitación, sorteando instintivamente los muebles, y cerró la puerta que conducía al corredor. Hasta aquel momento no encendió la linterna.

Recorrió con el haz de luz toda la habitación, iluminando una mesa, un teléfono, una librería, una butaca y, finalmente, una bonita chimenea orlada de ladrillo rojo

Koppel se materializó de pronto al lado de Miller.

—Esto debe de ser el despacho, jefe. No puede haber dos habitaciones como ésta, con chimenea de ladrillo rojo, en una misma casa. ¿Dónde está el resorte que abre la pared de ladrillo?

—No lo sé —respondió Miller, imitando el tenue murmullo del ladrón, d cual aprendió a buen precio que un murmullo se oye menos que un cuchicheo—. Tendrá usted que buscarlo.

—¡Atiza! Quédese ahí sentado. Podría tardar un siglo.

Indicó a Miller que se sentara en un sillón, advirtiéndole que conservara puestos los guantes de conducir. Luego cogió la bolsa, se acercó a la chimenea, se ató una banda alrededor de la cabeza e insertó la linterna en una abrazadera, de modo que apuntara hacia delante. Luego fue palpando uno a uno todos los ladrillos, buscando protuberancias, rebordes, muescas o huecos. Cuando los hubo recorrido todos, volvió a empezar, ahora con un cuchillo de hoja ancha, en busca de una rendija. La encontró a las tres y media.

La hoja del cuchillo se introdujo por una rendija entre dos ladrillos, y se oyó un leve chasquido. Un bloque de ladrillo, de medio metro de lado, salió un par de centímetros hacia fuera. El bloque encajaba a la perfección, y a simple vista era imposible distinguir el borde del cuadrado.

Koppel abrió la puerta, que giró silenciosamente sobre unos goznes de acero. Los ladrillos estaban montados en un soporte de acero que formaba la puerta. Detrás de ésta apareció, a la luz de la linterna de Koppel, una pequeña caja fuerte empotrada en la pared.

El hombre se ajustó a ambos oídos los auriculares de un estetoscopio. Pasó cinco minutos examinando los cuatro discos del cierre; luego colocó el extremo del estetoscopio en el lugar en que creía debían estar los tambores y empezó a hacer girar el primer disco.

Miller, sentado a tres metros de distancia, miraba, con creciente nerviosismo, cómo trabajaba. Koppel, por el contrario, estaba completamente tranquilo, absorto en su tarea. Sabía que mientras estuvieran quietos en el despacho, nadie acudiría a investigar. Los momentos de peligro eran el de la entrada, el del registro y el de la salida.

Al cabo de veinte minutos había saltado el último tambor. Koppel abrió lentamente la puerta de la caja y se volvió hacia Miller. El haz luminoso de la linterna se deslizó sobre una mesa en la que había una pareja de candelabros de plata y una tabaquera antigua.

Miller se acercó silenciosamente a la caja. Cogió la linterna que Koppel se había fijado a la cabeza e iluminó el interior. Había varios fajos de billetes de Banco, que puso en manos de su agradecido acompañante, el cual emitió un leve silbido, audible sólo a unos pasos de distancia.

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