Odessa (36 page)

Read Odessa Online

Authors: Frederick Forsyth

BOOK: Odessa
8.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

En el estante superior de la caja sólo había una cosa: una carpeta amarilla. Miller la sacó y se puso a hojearla. Contenía alrededor de cuarenta hojas. En cada una de ellas había una fotografía y varias líneas de texto. Cuando llegó a la número dieciocho, se detuvo y exclamó:

—¡Por fin!

—¡Silencio! —musitó Koppel, con vehemencia.

Miller cerró la carpeta, devolvió la linterna a Koppel y le dijo:

—Ya puede cerrarla.

Koppel cerró la puerta e hizo girar el disco no sólo hasta que el mecanismo quedó engarzado, sino hasta que los números quedaron en el mismo orden en que los había encontrado. Cuando terminó, volvió a colocar la cubierta de ladrillo y la oprimió hasta que quedó firmemente encajada. Se oyó otro chasquido al cerrarse el resorte.

Ya se había guardado en los bolsillos todos los billetes, que eran el producto de los cuatro últimos pasaportes suministrados por Winzer, y sólo se entretuvo el tiempo necesario para guardar en su bolsa de cuero negro los candelabros y la tabaquera.

Apagó la linterna, tomó a Miller del brazo y lo condujo hasta la ventana. Descorrió las cortinas y miró atentamente a derecha e izquierda. El césped estaba desierto, y la luna quedaba oculta por una nube. Koppel subió el cristal, saltó afuera y esperó a Miller. Luego cerró la ventana y se dirigió hacia los arbustos, seguido por el reportero, que se había guardado la carpeta debajo del jersey.

Fueron siguiendo los arbustos hasta la vería, y salieron a la calle. Miller sentía deseos de echar a correr.

—Despacio —dijo Koppel, con voz normal—. Hay que andar y hablar con toda normalidad, como si saliésemos de alguna fiesta.

Había más de siete kilómetros hasta la estación, y cuando llegaron eran casi las cinco. A pesar de que era sábado, las calles no estaban desiertas, pues el alemán es muy madrugador. Llegaron a la estación sin incidentes.

Hasta las siete no había tren para Hamburgo, pero Koppel dijo que esperaría en el bar, tomando café y una copa de aguardiente para calentarse.

—Ha sido un trabajo muy bonito, Herr Miller —dijo—. Espero que haya encontrado lo que buscaba.

—¡Oh, sí! Lo encontré —dijo Miller.

—Bien: pues punto en boca. Adiós, Herr Miller.

El hombrecito le saludó con un movimiento de cabeza y se dirigió hacia el café de la estación. Miller dio media vuelta y cruzó la plaza en dirección al hotel, sin sospechar que desde un «Mercedes» le observaban un par de ojos enrojecidos.

Era temprano para iniciar las indagaciones que Miller tenía que hacer, por lo que se concedió tres horas de descanso y pidió que lo despertaran a las nueve y media.

El teléfono sonó puntualmente, y Miller encargó café y bollos, que llegaron cuando él acababa de darse una tonificante ducha caliente. Mientras tomaba el café, examinó la carpeta. Reconoció media docena de rostros, pero no los nombres. Los nombres —se dijo entonces— carecían de significado.

Volvió a la hoja número dieciocho. El hombre era más viejo, llevaba el pelo más largo, y ahora tenía bigote. Pero las orejas no habían cambiado. Las orejas son la parte del rostro más característica de la persona y, sin embargo, rara vez se repara en ellas. La misma nariz afilada, el mismo porte de la cabeza, los mismos ojos claros.

El nombre era corriente. Lo que más llamó la atención a Miller fue su dirección. A juzgar por el distrito postal, estaba en el centro de la ciudad, y esto hacía presumir que se trataba de un bloque de apartamentos.

Alrededor de las diez llamó al departamento de Información del servicio telefónico de la ciudad indicada en la hoja de papel. Pidió el número del encargado del bloque de viviendas de las señas citadas. Fue un tiro al azar; pero resultó. Efectivamente: era un bloque de viviendas. Y viviendas caras.

Llamó al encargado del bloque, que en realidad era un portero ascendido a jefe de servicios a causa de esa afición de los alemanes por los títulos, y le dijo que desde hacía mucho rato estaba llamando a uno de los inquilinos, pero que no le contestaba, lo cual era muy raro, ya que habían acordado que llamaría a aquella hora. ¿Podía decirle si el teléfono estaba averiado?

El hombre se mostró muy servicial. Probablemente, Herr
direktor
estaba en la fábrica, o quizás en su casa de campo.

¿En qué fábrica? La suya, naturalmente. La fábrica de radios. «Pues es verdad, ¡qué distraído!», dijo Miller, y colgó. El servicio de Información le dio el número de la fábrica. La telefonista le puso con la secretaria, la cual le informó de que el Herr direktor había ido a pasar el fin de semana a su casa de campo. No; no podían darle el número particular. Por discreción. Miller dio las gracias y colgó.

El que por fin le dio el número y la dirección del dueño de la fábrica de radios era un antiguo conocido de Miller, encargado de la sección de Economía en un gran periódico de Hamburgo. Lo sacó de su agenda particular.

Miller contempló la foto de Roschmann, su nuevo nombre, y la dirección anotada en su libreta. Ahora recordaba haber oído hablar de aquel hombre, un industrial del Ruhr. Y había visto aquellas radios en las tiendas. Sacó el mapa de Alemania y localizó la región en que estaba situada la casa de campo.

Eran más de las doce cuando Miller hizo la maleta, bajó al vestíbulo y pagó la cuenta. Estaba desfallecido de hambre, por lo que, llevando consigo sólo la cartera, entró en el comedor y pidió un bistec.

Mientras comía, resolvió hacer el viaje aquella tarde y enfrentarse con su presa al día siguiente. Aún tenía el papelito en que el abogado de la Comisión Z de Ludwigsburg le había anotado su número de teléfono particular. Podía haberle llamado en aquel momento, pero estaba decidido a hablar antes con Roschmann. Temía que, si iba a verle aquella noche, el abogado no estuviera en casa cuando él llamara con objeto de pedirle una brigada de policías para antes de media hora. El domingo por la mañana sería el mejor momento.

Eran casi las dos cuando, al fin, salió del hotel, puso la maleta en el portaequipajes del «Jaguar», dejó la cartera en el asiento de al lado del conductor y se instaló tras el volante.

Miller no se fijó en el «Mercedes» que le seguía hasta las afueras de Osnabrück, salía tras él a la autopista principal y, cuando el «Jaguar» aceleró por la calzada que conducía hacia el Sur, dejaba la vía principal y regresaba a la ciudad.

Desde una cabina situada junto a la carretera, Mackensen llamó al
Werwolf
a Nuremberg.

—Ya se ha marchado —dijo a su superior—. Le he dejado corriendo hacia el Sur como alma que lleva el diablo.

—¿El artefacto va con él?

Mackensen sonrió satisfecho.

—Va con él. Lo puse en la suspensión delantera izquierda. Antes de que haya recorrido ochenta kilómetros, volará hecho pedazos que nadie podrá identificar.

—Excelente —murmuró el de Nuremberg—. Debe de estar cansado,
Kamerad
. Vuelva a la ciudad y duerma unas horas.

Mackensen no se lo hizo repetir. No había dormido una noche completa desde el miércoles.

Miller hizo los ochenta kilómetros, y ciento sesenta más. Y es que a Mackensen se le había pasado por alto una cosa. La bomba habría explotado en seguida si la hubiese colocado en el sistema de suspensión con amortiguadores de un turismo de fabricación continental. Pero el «Jaguar» era un coche deportivo fabricado en Gran Bretaña, con la suspensión mucho más dura. Mientras corría por la autopista en dirección a Frankfurt, el traqueteo hacía que los grandes muelles de las ruedas delanteras se contrajeran un poco. La bombilla colocada entre los tentáculos del disparador se había roto, pero las tiras de metal electrificadas no llegaron a hacer contacto. Cuando la sacudida era fuerte, quedaban a un milímetro una de otra, pero volvían a separarse.

Ajeno al peligro en que se hallaba, Miller hizo el viaje hasta Frankfurt por Munster, Dortmund, Wetzlar y Bad Homburg en menos de tres horas. Luego viró hacia Konigstein y los agrestes y nevados bosques de los montes Taunus.

Capítulo XVI

Ya había oscurecido cuando el «Jaguar» entró en la pequeña ciudad balnearia situada al pie de las estribaciones orientales del macizo. A Miller le bastó echar una ojeada al mapa para comprobar que se encontraba a menos de treinta kilómetros de la finca.

Decidió no seguir adelante, y buscar un hotel en que esperar hasta la mañana siguiente.

Al Norte estaban las montañas, surcadas por la carretera de Limburgo y cubiertas por una gruesa capa de nieve que ocultaba las peñas y envolvía los grandes bosques de abetos. En la calle principal de la pequeña ciudad parpadeaban las luces, y su resplandor iluminaba las ruinas del castillo que en tiempos albergara a los señores de Falkenstein. El cielo estaba despejado, pero soplaba un viento helado que presagiaba más nieve para aquella misma noche.

Encontró un hotel en la esquina de la Haupt Strasse y la Frankfurt Strasse, y pidió habitación. En una ciudad balnearia, la cura de agua fría tiene menos alicientes en el mes de febrero que en verano. Sobraban habitaciones.

El conserje le dijo que dejara el coche en el patio trasero, rodeado de árboles y arbustos. Miller tomó un baño y salió a cenar. Entre la docena de rústicos restaurantes de vigas de madera que ofrecía la ciudad, escogió la hostería «Grune Baum», de la Haupt Strasse.

Durante la cena comenzó Miller a ponerse nervioso. Al levantar la copa, observó que le temblaba la mano. Su estado podía achacarse al cansancio, a la falta de descanso de los últimos cuatro días, en que había ido descabezando sueños cortos de una o dos horas.

También podía atribuirse a una reacción como consecuencia de la tensión sufrida durante el asalto perpetrado con Koppel, y al asombro por la buena suerte que había recompensado la corazonada que lo indujo a volver a casa de Winzer para preguntar a la criada quién había cuidado al solterón en años anteriores.

Pero la causa principal de aquel temblor era la certidumbre de que la caza tocaba a su fin, de que pronto se vería cara a cara con el hombre odiado, al cual había buscado por tantos vericuetos, y al temor de que algo pudiera torcerse aún.

Pensó en el desconocido que en el hotel de Bad Godesberg le había advertido que se mantuviera apartado de los
Kameraden
, y en el judío de Viena, perseguidor de nazis, que le dijo: «Tenga cuidado; esos hombres pueden ser peligrosos.» Se preguntaba por qué no le habrían atacado todavía. Ellos sabían que se llamaba Miller, y preguntaron por él en el «Hotel Dreesen»; sabían también que se había hecho pasar por Kolb, pues lo que hizo a Bayer en Stuttgart lo había descubierto. Y, sin embargo, no había visto a nadie. Pero estaba seguro de que no imaginaban que hubiera llegado tan lejos. Quizá le habían perdido de vista o, convencidos de que, si no encontraba al falsificador no iría a ninguna parte, habrían resuelto dejarle en paz.

Y, a pesar de todo, él había encontrado la carpeta, aquel explosivo secreto de Winzer que le depararía el mayor reportaje publicado en los diez últimos años en Alemania occidental. Se sonrió, y la camarera que en aquel momento pasaba por su lado pensó que la sonrisa era para ella. Cuando volvió a pasar junto a él, se contoneó. Esto le hizo recordar a Sigi. No había hablado con ella desde que salió de Viena, y desde su última carta, escrita a primeros de enero, habían transcurrido seis semanas. En aquel momento la echaba de menos como nunca.

Pensó que los hombres necesitan más a las mujeres cuando están asustados. Porque reconocía que estaba asustado. Lo estaba de lo que había hecho, y también del asesino que, ajeno a lo que le esperaba, se encontraba disfrutando de la paz de las montañas.

Sacudió la cabeza para salir de aquel estado de ánimo, y pidió otra media botella de vino. No era el momento de ponerse melancólico. Iba a dar la mayor campanada periodística de su carrera, y además estaba a punto de saldar una cuenta.

Repasó el plan mientras bebía su segunda ración de vino. Un simple careo, una llamada a Ludwigsburg y, media hora después, el coche de la Policía se llevaría al hombre para someterlo a juicio y condenarlo a cadena perpetua. De haber sido más duro, Miller habría deseado matar por su propia mano al de la SS.

Mientras reflexionaba, reparó en que estaba desarmado. ¿Y si Roschmann tenía un guardaespaldas? ¿Estaría solo, confiando en que su nuevo nombre le deparaba suficiente protección, o tendría a alguien a su lado por si surgían dificultades?

Durante su época de soldado, uno de sus amigos, que había tenido que pasar una noche en el cuarto de guardia por haber llegado tarde una noche al campo, robó a la policía militar unas esposas. Después, temiendo que pudieran encontrarlas entre sus cosas, se las dio a Miller. El periodista las guardó como trofeo de una trastada de soldado. Las tenía en su piso de Hamburgo, en el fondo de un baúl.

También poseía una pistola, una pequeña «Sauer» automática, adquirida legalmente en 1960, cuando escribía un reportaje acerca de la explotación del vicio en Hamburgo y la banda del
Pequeño Pauli
le amenazó. Ahora estaba en un cajón de su escritorio, también en Hamburgo.

Un tanto mareado a causa de los efectos del vino, un coñac doble y el cansancio, se levantó, pagó la cuenta y volvió al hotel. Ya iba a entrar, cuando, al lado de la puerta, vio dos cabinas. Sería más seguro llamar desde allí.

Eran casi las diez, y encontró a Sigi en el club en que trabajaba. Tal era el volumen de la música orquestal, que tuvo que gritarle para hacerse oír.

Miller atajó sus innumerables preguntas acerca de dónde había estado, por qué no la había llamado y dónde estaba ahora, y le explicó lo que quería. Ella empezó a decir que le era imposible marcharse, pero notó algo en la voz de Peter que la obligó a interrumpirse:

—¿Estás bien? —le gritó.

—Sí, muy bien; pero necesito que me ayudes. Cariño, esta noche tienes que ayudarme.

Una pausa, y ella respondió simplemente:

—Ahora mismo voy. Diré que es un caso urgente. Un familiar, o algo así.

—¿Tienes para alquilar un coche?

—Creo que sí. En todo caso, podría pedir prestado a alguna de las chicas.

Miller le dio la dirección de un servicio de alquiler de coches que no cerraba en toda la noche, y le recomendó que dijera al dueño que iba de su parte.

—¿A qué distancia está?

—A quinientos kilómetros de Hamburgo. Puedes hacer el viaje en cinco horas, pongamos seis a partir de este momento. Llegarás a eso de las cinco de la madrugada. No te olvides de traer esas cosas.

Other books

Delta de Venus by Anaïs Nin
The City in Flames by Elisabeth von Berrinberg
Bethel's Meadow by Shultz, Gregory
Special Delivery! by Sue Stauffacher
Head to Head by Linda Ladd
Meant to Be by Tiffany King
The Watch Tower by Elizabeth Harrower