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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (40 page)

BOOK: Odessa
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Miller abrió la puerta y salió. A la altura de sus ojos vio el cuello de un pullover que llevaba un hombretón un palmo más alto que él. Roschmann, al ver a Oskar, gritó:

—¡Detenlo!

Miller dio un paso atrás y alzó la pistola, que iba a guardarse en el bolsillo. Demasiado tarde. Con un revés de izquierda, Oskar hizo saltar de su mano la automática, que fue a caer al otro extremo de la habitación, mientras descargaba la derecha en la mandíbula de Miller. El periodista pesaba ochenta y cinco kilos; pero el golpe lo levantó del suelo y lo proyectó hacia atrás. Sus pies tropezaron con un revistero, y la cabeza, con el canto de una librería de caoba. Miller cayó al suelo como un pelele y quedó tendido de lado.

Hubo varios segundos de silencio, mientras Oskar miraba a su patrón atado a la chimenea y Roschmann contemplaba la figura inerte de Miller que empezaba a sangrar por la cabeza.

—¡Idiota! —chilló Roschmann al comprender lo que había ocurrido; Oskar le miró, atónito—. ¡Ven aquí!

El gigante se acercó cachazudamente y se quedó esperando órdenes. Roschmann pensaba con rapidez.

—Trata de quitarme estas esposas —le ordenó—. Emplea los útiles de la chimenea.

Pero la chimenea había sido construida en una época en que los artesanos trabajaban a conciencia, y los esfuerzos de Oskar no sirvieron sino para doblar el atizador y retorcer las tenazas.

—Tráelo —dijo Roschmann al fin. Oskar acercó a Miller, y Roschmann le levantó los párpados y le tomó el pulso—. Vive, pero tiene una fuerte conmoción. Necesitaremos a un médico si queremos que vuelva en sí antes de una hora. Tráeme lápiz y papel.

Con la mano izquierda, anotó dos números de teléfono, mientras Oskar iba a la caja de las herramientas, debajo de la escalera, en busca de una sierra. Cuando volvió donde estaba Roschmann, éste le dio el papel.

—Ve al pueblo rápidamente, llama a este número de Nuremberg y al que te conteste le explicas lo que ha ocurrido. Luego llamas a este otro número, que es del pueblo, y le dices al médico que suba inmediatamente, que se trata de un caso urgente. ¿Lo has entendido? Date prisa.

Cuando Oskar salió de la habitación, Roschmann volvió a mirar el reloj. Las once menos diez. Si Oskar llegaba al pueblo a las once y podía estar de vuelta con el médico a las once y cuarto, tal vez consiguieran reanimar a Miller a tiempo de obligarlo a llamar a su cómplice y detener el envío, aunque para ello hubiera que amenazar al médico con la pistola. Roschmann se puso a serrar frenéticamente.

Oskar, por su parte, cogió la bicicleta; pero en seguida se detuvo y contempló el «Jaguar». Por la ventanilla vio que la llave estaba puesta en el contacto. Su patrón le había dicho que debía darse prisa; de modo que soltó la bicicleta, subió al coche, lo puso en marcha y, levantando con las ruedas una rociada de grava, viró en redondo y salió al camino.

Iba ya en tercera, y bajaba por la resbaladiza pendiente todo lo aprisa que podía, cuando las ruedas tropezaron con el poste atravesado en el camino.

Roschmann seguía serrando la cadena que unía las dos manillas, cuando oyó el estampido. Echándose hacia un lado y alargando el cuello, miró por la puertaventana. Aunque desde allí no se divisaba el camino, el penacho de humo que se elevaba de los árboles le hizo comprender que el coche había sido destruido por una explosión. Recordó que sus amigos le habían prometido que Miller moriría a causa de una explosión. Pero Miller estaba tendido en la alfombra, a unos pocos pasos; el que había muerto, pues, era su guardaespaldas, y el tiempo transcurría ineluctablemente. Apoyó la cabeza en el helado hierro de la chimenea y cerró los ojos.

—Todo acabó —murmuró para sí. Al cabo de unos minutos, siguió serrando. Transcurrió más de una hora antes de que la sierra, ya mellada, llegara a cortar el duro acero de las esposas. Cuando Roschmann consiguió liberarse, el reloj daba las doce.

De haber tenido tiempo, habría dado un puntapié al caído; pero tenía mucha prisa. De la caja fuerte empotrada en la pared sacó un pasaporte y varios gruesos fajos de billetes nuevos. Veinte minutos después, con aquello y unas cuantas prendas de vestir en una bolsa de mano, bajaba en bicicleta por el sendero, rodeaba el esqueleto del «Jaguar» y el cadáver todavía humeante tendido boca abajo en la nieve, y pasaba ante unos abetos chamuscados, camino del pueblo.

Desde allí pidió un taxi, al que ordenó que lo llevara al aeropuerto internacional de Frankfurt. Se acercó al mostrador de Información y preguntó:

—¿A qué hora sale el primer avión para la Argentina? Si hay alguno antes de sesenta minutos. De no ser así…

Capítulo XVIII

Era la una y diez cuando el «Mercedes» de Mackensen entraba en la finca. A la mitad del camino encontró el paso cortado.

Evidentemente, el «Jaguar» había sido volado desde el interior; pero sus cuatro ruedas seguían sobre el suelo. Había quedado atravesado en el sendero. Las partes delantera y trasera todavía eran reconocibles, y se mantenían unidas por el robusto armazón del chasis; pero la parte central, incluso los asientos delanteros, habían desaparecido. Se veían pequeños pedazos de carrocería esparcidos alrededor.

Mackensen examinó el esqueleto con una leve sonrisa y se acercó al fardo de ropas chamuscadas, que se encontraba a seis metros de distancia. Le llamó la atención el tamaño del cadáver, y se quedó contemplándolo durante unos minutos. Luego echó a correr ágilmente hacia la casa.

No llamó, sino que empujó la puerta. Esta se abrió, y Mackensen entró en d recibidor. Se quedó varios segundos escuchando inmóvil, acechando como una fiera carnívora junto a una charca. No se oía nada. De la funda que llevaba bajo la axila izquierda sacó una «Lüger» automática de cañón largo, quitó el seguro y empezó a abrir puertas.

La primera era la del comedor; la segunda, la del estudio. Aunque inmediatamente vio el cuerpo que estaba tendido en la alfombra, no se movió de la puerta hasta haber reconocido el resto de la habitación. Sabía de dos hombres que se habían dejado engañar por el truco: un señuelo bien a la vista, y el enemigo emboscado. Antes de entrar miró por la rendija de la puerta, para asegurarse de que no había nadie tras ella.

Miller estaba tendido de espaldas, con la cabeza ladeada. Mackensen se quedó varios segundos mirando aquel rostro blanco como la tiza, y luego se agachó para escuchar la débil respiración del caído. El coágulo de sangre que tenía detrás de la oreja le permitió deducir lo sucedido.

Pasó los siguientes diez minutos registrando la casa. Observó que en el dormitorio principal había varios cajones abiertos y que en el cuarto de baño faltaba la máquina de afeitar. Luego volvió al estudio, examinó la vacía caja de caudales, se sentó ante la mesa y cogió el teléfono.

Permaneció varios segundos escuchando, luego masculló entre dientes un juramento y colgó. No tuvo la menor dificultad en encontrar la caja de las herramientas, pues la puerta del armario situado debajo de la escalera estaba aún abierta. Sacó todo lo necesario y salió de la casa por la puertaventana del estudio, para asegurarse, al pasar, de que Miller seguía inconsciente.

Tardó casi una hora en encontrar los hilos del teléfono, desenredarlos de la maleza y empalmarlos. Terminado el trabajo, volvió a la casa, se sentó a la mesa y probó el teléfono. Al oír la señal, marcó el número de su jefe en Nuremberg.

Esperaba que el
Werwolf
estaría deseando saber de él, pero su voz sonaba fatigada y casi indiferente. Como un buen sargento, Mackensen le informó de todo: la destrucción del coche; la muerte del guardaespaldas; la manilla que aún pendía de la chimenea; la sierra mellada y tirada en la alfombra, y el cuerpo inconsciente de Miller tendido en el suelo. Para terminar, le habló de la marcha del dueño de la casa.

—No se ha llevado casi nada, jefe. Sólo una bolsa de mano y, seguramente, dinero, pues la caja está abierta. Yo arreglo esto en seguida. Si quiere, puede volver.

—No; no volverá —dijo el
Werwolf
—. Cuando usted llamó, acababa yo de colgar el teléfono. Estuve hablando con él; me llamó desde el aeropuerto de Frankfurt. Dentro de diez minutos sale en avión para Madrid, donde esta noche enlazará para Buenos Aires…

—Pero, ¡si no hace falta! —protestó Mackensen—. Yo puedo hacer hablar a Miller; encontraremos los papeles. Entre las ruinas del coche no había rastro de la cartera, y él no lleva nada encima, sólo una especie de Diario que está en el suelo del estudio. Lo demás debe de estar escondido por aquí cerca.

—No tan cerca. Está en un buzón de Correos.

El
Werwolf
, con voz cansada, dijo a Mackensen qué era lo que Miller había robado al falsificador y lo que Roschmann acababa de comunicarle desde Frankfurt.

—Esos papeles estarán en manos de las autoridades mañana por la mañana; el martes, a lo sumo. A partir de entonces, todos los que figuremos en los documentos de la carpeta estaremos en peligro. Y en la lista está Roschmann, el dueño de esa casa, y estoy yo. He pasado toda la mañana intentando avisar a todos de que deben salir del país antes de veinticuatro horas.

—¿Y qué hago yo?

—Usted escabúllase —respondió el jefe—. Usted no está en la lista. Yo sí; por eso tengo que marcharme. Vuelva a su casa y espere a que mi sucesor se ponga en contacto con usted. Lo demás está liquidado.
Vulkan
ha huido y no piensa volver. Con su marcha, toda la operación se vendrá abajo, a no ser que otro pueda hacerse cargo del proyecto.

—¿Qué
Vulkan
? ¿Qué proyecto?

—Puesto que todo se ha perdido, ya no importa que se sepa.
Vulkan
era el nombre clave de Roschmann, el hombre a quien usted debía proteger de Miller…

En unas cuantas frases, el
Werwolf
explicó al asesino por qué era Roschmann tan importante, por qué era insustituible y por qué el proyecto no podría ya llevarse a cabo. Cuando terminó, Mackensen lanzó un leve silbido y miró la figura yacente de Peter Miller.

—Bien ha fastidiado las cosas el chico —dijo.

Pareció que el
Werwolf
recobraba un poco de su antigua energía y, en tono autoritario, dijo:

—Es preciso que deje la casa en orden,
Kamerad
. ¿Se acuerda de la brigada de limpieza que utilizó una vez?

—Sí, sé cómo avisarles. No están lejos de aquí.

—Llámelos, y que dejen la casa en perfecto orden, sin el menor rastro de lo sucedido. La esposa de Roschmann regresa esta noche, y no debe enterarse de nada, ¿comprendido?

—Así se hará.

—Después, desaparezca. Otra cosa: antes de irse, acabe de una vez con el dichoso Miller.

Mackensen, entornando los ojos, miró al reportero.

—Con mucho gusto —dijo.

—Entonces, adiós, y buena suerte.

Mackensen colgó el teléfono, sacó una libreta de direcciones, la hojeó y marcó un número. Se dio a conocer y recordó a su interlocutor el favor que había hecho anteriormente a los camaradas. Le dijo a dónde debía ir, y lo que encontraría.

—El coche, con el cadáver, deben ir a parar a algún barranco;

los rocían bien con gasolina, y les prenden fuego. Que no quede en los bolsillos del hombre nada que sirva para identificarlo. Quítenselo todo; incluso el reloj.

—De acuerdo —dijo la voz—. Llevaré un remolque y una grúa.

—Otra cosa: en el estudio encontrarán otro fiambre y una alfombra manchada de sangre. Desháganse de todo; pero no vayan a dejarlo en el coche, con el otro. A ése lo echan a un lago bien profundo, con un buen lastre. ¿De acuerdo?

—No hay inconveniente. Llegaremos a las cinco, y a las siete habremos desaparecido. No me gusta transportar esa clase de carga a la luz del día.

—Bien. Yo me habré marchado antes de que ustedes lleguen; pero lo encontrarán tal como les he dicho.

Colgó el teléfono, se levantó de la mesa y se acercó a Miller. Sacó la «Lüger» y, automáticamente, inspeccionó la recámara, a pesar de que sabía que estaba cargada.

—¡Mequetrefe…! —gruñó, apuntándole a la frente con el brazo extendido.

Los años vividos como un animal predador proporcionaron a Mackensen sentidos de leopardo, que le permitieron salir con vida de trances en que otros, víctimas y colegas, habían sucumbido. No vio la sombra que desde la puertaventana se proyectó en la alfombra: la presintió, y giró rápidamente sobre sus talones, dispuesto a hacer fuego. Pero aquel hombre estaba desarmado.

—¿Quién diablos es usted? —refunfuñó Mackensen, sin dejar de apuntarle.

El hombre que estaba en la puertaventana vestía de motorista: cazadora y pantalón de cuero. En la mano izquierda, a la altura del estómago, sostenía el casco, sujeto por el barboquejo. Miró el cuerpo tendido a los pies de Mackensen y la pistola que éste empuñaba.

—Me han llamado —dijo inocentemente.

—¿Quién? —preguntó Mackensen.


Vulkan
—respondió el hombre—, el camarada Roschmann.

Mackensen dio un gruñido y bajó la pistola.

—Pues se ha marchado.

—¿Se ha marchado?

—Sí; se ha largado a América del Sur. Todo el proyecto se ha ido al diablo. Y gracias a este maldito periodista.

Señaló a Miller con el cañón del arma.

—¿Va a liquidarlo? —preguntó el hombre.

—Naturalmente. Ha desbaratado todo el proyecto. Ha identificado a Roschmann y ha enviado un montón de cosas a la Policía; toda una carpeta repleta de documentos. Si figuras en ella, será mejor que te largues también tú.

—¿Qué carpeta?

—La de ODESSA.

—No; no figuro en ella.

—Ni yo tampoco. Pero el
Werwolf si, y
me ha dado orden de terminar con éste antes de largarnos.

—¿El
Werwolf?

Mackensen empezó a sospechar. Acababan de decirle que en Alemania nadie estaba enterado del proyecto
Vulkan
, aparte el
Werwolf
y él mismo. Los demás estaban en América del Sur. Supuso que el recién llegado procedía de allí. Pero en tal caso tenía que conocer al
Werwolf
. Entornó ligeramente los ojos.

—¿Has venido de Buenos Aires? —preguntó.

—No.

—Entonces, ¿de dónde vienes?

—De Jerusalén.

Mackensen tardó medio segundo en captar el significado de la palabra. Luego levantó la «Lüger» para hacer fuego. Pero medio segundo es mucho tiempo. En medio segundo se puede morir,

El forro de caucho del casco quedó chamuscado cuando se disparó la «Walther». Pero el proyectil de 9 milímetros atravesó la fibra de vidrio sin perder velocidad y alcanzó a Mackensen en el tórax con la fuerza de una coz. El casco cayó al suelo, dejando al descubierto la mano derecha del agente. Entre la nube de humo azulado, la automática volvió a disparar.

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