Authors: Frederick Forsyth
Mackensen era un hombre fuerte y corpulento. Incluso con una bala en el pecho podía haber disparado; pero el segundo proyectil, que penetró en su cabeza dos dedos por encima de la ceja derecha, le estropeó la puntería. Y, además, lo mató.
Miller volvió en sí el lunes por la tarde, en una habitación particular del Hospital General de Frankfurt. Durante la primera media hora sólo pudo darse cuenta de que tenía la cabeza vendada y ocupada por dos activas piezas de artillería. Descubrió un pulsador y lo oprimió. Entonces entró una enfermera y le dijo que no se moviera, porque padecía una fuerte conmoción.
De modo que permaneció quieto, y poco a poco fue recordando lo sucedido el día antes hasta media mañana. Después, nada. Se quedó dormido. Cuando despertó, era de noche. Junto a su cama había un hombre.
—No sé quién es usted —dijo.
—Yo sí sé quién es usted —respondió el visitante.
Miller reflexionó.
—Le he visto antes de ahora —dijo—. Usted fue a casa de Oster con León y
Motti
.
—Exacto. ¿Qué más recuerda?
—Casi todo. Va volviendo a mi memoria.
—¿Roschmann?
—Sí. Hablé con él. Yo iba a llamar a la Policía.
—Roschmann se ha ido. Ha huido otra vez a América del Sur. El asunto ha terminado. Todo acabó, ¿comprende?
Miller movió lentamente la cabeza a derecha e izquierda.
—Del todo no. Tengo una historia sensacional, y voy a escribirla.
La sonrisa de su visitante se esfuminó. El hombre se inclinó sobre Miller.
—Oiga, Miller, es usted un pobre aficionado, y tiene suerte de estar vivo. No escribirá nada. En primer lugar, no tiene nada que escribir. El Diario de Tauber lo tengo yo, y pienso llevármelo a mi tierra, donde debe estar. Anoche lo leí. En el bolsillo de su chaqueta estaba la fotografía de un capitán del Ejército. ¿Su padre?
Miller asintió.
—Conque ése era el motivo, ¿eh? —preguntó el agente.
—Si.
—Lo siento. Quiero decir, que lamento lo de su padre. Nunca creí que le diría esto a un alemán. Hábleme de la carpeta. ¿Qué había en ella?
Miller se lo dijo.
—¿Y por qué no nos la entregó a nosotros? Es usted un desagradecido. Después de todo lo que hicimos para que pudiera entrar en ODESSA, cuando consigue algo, lo pasa a los suyos. Nosotros hubiéramos hecho mejor uso de esa información.
—Tenía que enviarla a través de Sigi. Por tanto, debía hacerlo por correo. Son ustedes tan precavidos, que no consintieron que me enterase de la dirección de León.
Josef asintió.
—Tiene razón. De todos modos, no va a escribir nada. No tiene pruebas. El Diario ha desaparecido, y la carpeta, también. No le queda más que su palabra. Si insiste en hablar, nadie le creerá, excepto ODESSA, y ellos vendrán a liquidarlo. O atacarán a Sigi, o a su madre. No olvide que pegan fuerte.
Miller se quedó pensativo.
—¿Y mi coche?
—Es verdad; ya no me acordaba de que usted no lo sabe.
Josef le contó lo de la bomba, y cómo había explotado.
—Ya le he dicho que pegan fuerte. El coche ha sido encontrado incendiado en el fondo de un barranco. El cadáver que había dentro no ha sido identificado; pero no es el suyo. La versión oficial es que un tipo que hacía autostop le golpeó con una barra de hierro y se llevó el coche. El hospital confirmará que a usted lo trajo un motorista que lo había encontrado en la carretera y llamó a una ambulancia. Como yo llevaba casco y anteojos, no me reconocerán. No debe usted cambiar nada de esa versión. Para asegurarme, hace dos horas llamé a la Agencia de Prensa alemana, fingiendo ser del hospital, y les di la noticia. La versión oficial es que usted fue víctima de un maleante que huyó en su automóvil y se estrelló.
Josef se levantó para marcharse.
—Es usted un tío con suerte —dijo a Miller—, aunque, al parecer, aún no se ha enterado. Recibí el mensaje que me transmitió su amiga ayer a mediodía, y corriendo como un condenado fui a Múnich a la casa de la montaña en dos horas y media. Cuando llegué, usted estaba casi muerto. Había allí uno que iba a matarlo. Yo conseguí impedirlo. —Con la mano en el picaporte, se volvió otra vez hacia Miller. —Acepte un buen consejo: cobre el seguro del coche, cómprese un «Volkswagen», regrese a Hamburgo, cásese con Sigi, tengan hijos y continúe con el periodismo. No vuelva a meterse con profesionales.
Media hora después de que Josef se fuera, entró la enfermera.
—Le llaman por teléfono.
Era Sigi, que reía y lloraba a la vez. Acababa de enterarse, por una llamada anónima, de que Peter estaba en el Hospital General de Frankfurt.
—Ahora mismo voy hacia ahí —le dijo, y colgó.
El teléfono volvió a sonar.
—¿Miller? Aquí Hoffmann. He leído su caso en las noticias de la agencia. ¿Cómo se encuentra?
—Estoy bien, Herr Hoffmann.
—¡Magnífico! ¿Cuándo estará dispuesto a trabajar?
—Dentro de pocos días. ¿Por qué?
—Tengo una historia que entra en su especialidad. Hijas de papá que se van a esquiar a las montañas y son seducidas por apuestos monitores. En Baviera hay una clínica que después las saca del atolladero a cambio de una buena prima, y así papaíto no se entera de nada. Al parecer, algunos de los galanes cobran comisión de la clínica. Una historia muy jugosa. Sexo en la nieve. Orgías de alta montaña. ¿Cuándo podrá comenzar?
Miller lo pensó durante unos momentos.
—Dentro de una semana.
—Magnífico. A propósito: sobre esa otra historia de los nazis, ¿consiguió encontrar al hombre? ¿Hay reportaje?
—No, Herr Hoffmann —respondió Miller lentamente—, no hay reportaje.
—Lo que yo imaginaba. Que se alivie pronto. Nos veremos en Hamburgo.
El avión de Frankfurt en que viajaba Josef, aterrizó en el aeropuerto de Lod, Tel Aviv, al anochecer del martes. En un automóvil le esperaban dos hombres, que lo llevaron al cuartel general para informar al coronel que había enviado el cable cifrado con la firma «Cormorant». Estuvieron hablando hasta casi las dos de la madrugada. Un taquígrafo tomó nota de todo. Cuando Josef terminó su informe, el coronel se recostó en el respaldo del sillón y, sonriendo satisfecho, ofreció un cigarrillo a su agente.
—Buen trabajo —dijo simplemente—. Hemos hecho indagaciones en la fábrica e informado a las autoridades. Anónimamente, desde luego. La sección de investigación será desmantelada. Si las autoridades alemanas no se encargan de ello, lo haremos nosotros. Pero estoy seguro de que lo harán. Al parecer, los técnicos no sabían para quienes trabajaban. Hablaremos con cada uno de ellos particularmente, y estoy seguro de que casi todos se avendrán a destruir sus notas. Saben que si el caso trasciende, hoy la opinión pública alemana es favorable a Israel. Buscarán otros empleos y mantendrán la boca cerrada. Igual que Bonn y que nosotros. ¿Y Miller?
—El tampoco hablará. ¿Qué ocurrirá con los cohetes?
El coronel exhaló una bocanada de humo y contempló las estrellas a través de la ventana del despacho.
—Tengo la impresión de que ya no volarán. Nasser tiene que estar preparado para el verano de 1967, lo más tarde. Si se destruyen los datos reunidos en la fábrica de
Vulkan
, no les queda tiempo para montar otra operación que les permita disponer de los sistemas de teledirección para el verano aludido.
—Entonces ha pasado el peligro —dijo el agente.
—El peligro nunca pasa —sonrió el coronel—. Sólo cambia de forma. Este peligro puede que haya pasado, pero el mayor de todos persiste. Vamos a tener que luchar otra vez, y quizás otra, antes de que haya pasado del todo. Pero estará usted cansado. Váyase a su casa.
De un cajón sacó una bolsa llena de efectos personales, mientras d agente depositaba encima de la mesa su falso pasaporte alemán, dinero, la cartera y unas llaves. En una habitación contigua se cambió de ropa. Las prendas de vestir alemanas se quedaban allí.
En la puerta, el coronel le miró de arriba abajo y, satisfecho, le estrechó la mano.
—Bien venido a casa, comandante Uri Ben Shaul.
El agente se sentía más a gusto en su verdadera identidad, la que adoptó en 1947 cuando llegó a Israel y se alistó en el Palmach.
Tomó un taxi y se hizo llevar a su casa de los suburbios. Una vez allí, abrió la puerta con la llave que acababa de serle devuelta, junto con sus otros efectos.
En el dormitorio distinguió la figura de Rivka, su esposa. La manta que la cubría se movía lentamente, al ritmo de su respiración. Se asomó al cuarto de los niños y contempló durante unos instantes a sus dos hijos, Shlomo, de seis años, y el pequeño Dov, de dos.
De buena gana se hubiera acostado al lado de su esposa, para dormir varios días de un tirón; pero aún le quedaba una cosa por hacer. Dejó la maleta en el suelo y, sin hacer ruido, se cambió por completo, incluso ropa interior y calcetines que sacó de la cómoda, mientras Rivka seguía durmiendo.
En el armario estaban los pantalones del uniforme, limpios y planchados. Así los encontraba siempre al volver a casa. Se calzó las brillantes botas negras. Sus camisas y corbatas caqui estaban en su sitio, con los pliegues de la plancha perfectamente marcados.
Encima se puso la guerrera, cuyo único adorno eran las alas de acero de oficial paracaidista y las cinco cintas con las condecoraciones a que se hizo acreedor en el Sinaí y en choques fronterizos.
Completaba su atuendo la boina roja. Cuando estuvo vestido, metió varios objetos en una bolsa.
Por el Este empezaba a insinuarse un leve resplandor cuando el oficial salió a la calle y subió a su pequeño coche, que seguía donde él lo dejara un mes antes.
Aunque no era más que 26 de febrero y faltaban aún tres días para que terminara el último mes del invierno, el aire ya estaba tibio y presagiaba una radiante primavera.
Salió de Tel Aviv por la carretera del Este, en dirección a Jerusalén. Le gustaba la quietud del amanecer; aquella paz y aquella pureza lo llenaban de admiración. En sus patrullas por el desierto había visto muchos amaneceres, frescos y hermosos, luego llegaba el calor sofocante y, algunas veces, combates y muerte. Era la mejor hora del día.
La carretera discurría por la fértil llanura litoral hacia las ocres colinas de Judea. Pasó por el pueblo de Ramleh, que empezaba a despertar. En aquellos tiempos, después de Ramleh había que dar un rodeo de unos ocho kilómetros por Latrun, para evitar las posiciones avanzadas de las fuerzas jordanas. A la izquierda se divisaban las finas columnas de humo azul que despedían las fogatas del desayuno de la Legión árabe.
En el pueblo de Abu Gosh comenzaban a circular algunos árabes. Cuando subía las últimas cuestas antes de llegar a Jerusalén, el sol asomaba ya por el horizonte e iluminaba la Cúpula de la Roca, que se alzaba en el sector árabe de la ciudad dividida.
Dejó el coche a medio kilómetro de su punto de destino, el mausoleo de Yad Vashem, y recorrió a pie la última parte del camino, a lo largo de la avenida bordeada de árboles plantados en memoria de los cristianos que habían cooperado, y hacia las grandes puertas de bronce que guardan la capilla dedicada a los seis millones de judíos muertos en el holocausto.
El anciano portero le dijo que todavía no estaba abierta; él le explicó entonces lo que deseaba, y el hombre lo dejó pasar. Entró en la sala de los recuerdos, y miró en derredor. Había estado allí otras veces, para orar por su familia; pero los grandes bloques de granito que formaban sus paredes seguían impresionándole.
Se acercó a la baranda y contempló los nombres escritos en caracteres negros, hebreos y romanos. En el sepulcro no había más luz que la de la llama perenne que ardía en el gran vaso negro.
A su resplandor, fue leyendo los nombres escritos en el suelo, docenas y docenas de ellos: Auschwitz, Treblinka, Belsen, Ravensbruck, Buchenwald… Eran demasiados para contarlos; pero al fin encontró el que buscaba: Riga.
No necesitaba cubrirse con la
yarmulka
: le bastaba la boina roja. Sacó de la bolsa un
tallith
, una prenda con flecos como la que Miller viera entre los efectos del viejo de Altona sin saber para qué servía, y se la puso sobre los hombros.
Sacó después un libro de oraciones y lo abrió. Se adelantó hasta la baranda de latón que dividía la nave, apoyóse en ella con una mano y contempló la llama. Como no era hombre muy religioso, tenía que consultar el libro con frecuencia, mientras recitaba la oración que tenía ya cinco mil años de existencia.
Yisgaddal, Veyiskaddash, Shemay rabbah…
Y así, veintiún años después de que Salomón Tauber se extinguiera, en espíritu, en Riga, un comandante del cuerpo de paracaidistas del Ejército de Israel rezaba el
kaddish
por su alma en una colina de la Tierra Prometida.
Sería muy cómodo si en este mundo terminaran siempre las cosas con todos los cabos bien atados. Pero ello no suele ocurrir. La vida sigue, y cada cual vive y muere en el lugar y momento señalados. Por lo que ha podido averiguarse, esto es lo que ocurrió a los principales personajes de esta historia.
Peter Miller regresó a su casa, se casó y se dedicó a escribir las cosas que a la gente le gusta leer mientras se desayuna o está en la peluquería. En el verano de 1970, Sigi estaba encinta de su tercer hijo.
Los hombres de ODESSA se dispersaron. La esposa de Eduard Roschmann regresó a su casa, y al poco tiempo recibió un cable de su marido, en el que éste le comunicaba que se había establecido en la Argentina. Ella se negó a seguirle. En el verano de 1965, escribió a Roschmann a sus antiguas señas de «Villa Jerbal», para pedirle el divorcio antes los tribunales de la Argentina.
La carta fue reexpedida a la nueva dirección. Al poco tiempo, la mujer recibía respuesta. Roschmann accedía a su petición, pero el divorcio debía ser tramitado ante los tribunales alemanes. Estos lo concedieron en 1966. Ella sigue viviendo en Alemania, pero ahora usa su nombre de soltera, Muller, que en su país es muy corriente. Hella, la primera esposa de Roschmann, sigue viviendo en Austria.
El
Werwolf
consiguió al fin hacer las paces con sus enfurecidos superiores de la Argentina, y se instaló en una pequeña propiedad que, con el producto de la venta de sus efectos, adquirió en la isla de Formentera.
La fábrica de radios fue liquidada. Todos los científicos que trabajaban en los sistemas de teledirección de los cohetes de Helwan encontraron empleos en la industria o en el mundo académico. Pero el proyecto en que involuntariamente habían estado trabajando a las órdenes de Roschmann, se hundió.