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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (23 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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Eva miró mi mano sobre la suya, como si temiera perderla de vista, antes de contestar:

—Porque sabía que en cuanto supieras toda la historia no me amarías a mí, sino a ella.

La noche del Olympia

El nombre de Eva Rodríguez en caracteres rojos luminosos sobre el fondo blanco me produjo un aguijonazo de felicidad. Era sólo uno de los ocho artistas reflejados bajo el gran lema en castellano del festival, «Nuevas voces del folk», pero lo importante era que brillaba en el rótulo del Olympia con luz propia.

Una vez dentro me impresionó la magnitud del teatro. Además de una amplísima platea con tres largas franjas de asientos rojos, había espectadores que se situaban en los anfiteatros del primer piso e incluso en un nivel más elevado al fondo de la sala. Calculé que en total podían caber más de dos mil espectadores.

Tras tomar asiento en una de las primeras filas, repasé lo vivido los casi veinte días que llevaba en París. Sin que Eva lo supiera, había reservado una habitación en el hotel para descansar allí después del concierto y salir sin hacer ruido a la mañana siguiente. Nunca me han gustado las despedidas.

Por muy mal que saliera el concierto, seguro que no le faltarían pretendientes para ayudarla a encontrar sentido al día.

El público iba llegando y se colocaba en pequeños grupos dispersos por toda la platea y en los pisos superiores. Se respiraba un ambiente festivo, lo que me tranquilizó un poco. Si no sucedía un milagro, haría falta mucha benevolencia para lo que iban a oír.

Cuando los técnicos de sonido empezaron a hacer pruebas en el escenario, la sala se hallaba a la mitad de su capacidad. Faltaban diez minutos para el inicio del festival, aunque con el cuarto de hora de cortesía lo previsible era que arrancara en media hora. Andaba yo con esos cálculos —propios de un padre preocupado por su hija—, cuando la verdadera hada madrina de aquel asunto, Cora Brenchat, se acercó a mí con un elegante vestido negro que le llegaba a los pies.

—Feliz noche de Reyes —me deseó tras el intercambio de besos en las mejillas—. Eva me ha pedido que te venga a buscar. Está en el camerino y quiere que le desees suerte.

—Ya lo he hecho —dije, incómodo con la idea de abandonar mi butaca.

—Pues quiere que vayas otra vez. Está hecha un manojo de nervios. O vas a calmarla o creo que se mea encima, como dicen ustedes.

Presa yo también de la ansiedad, seguí a la mexicana hasta unos modernos camerinos donde se apelotonaban una quincena de artistas, entre ellos Eva Rodríguez. La encontré apoyada muy pálida en la pared mientras Michi, a su lado, le largaba un rollo sobre cómo tenía que utilizar el aparato fonador para prevenir los gallos.

Al verme esbozó una sonrisa nerviosa y me tomó de la mano.

—Acompáñame —me pidió.

Mientras la mexicana charlaba con el profesor de canto, Eva tiró de mí y atravesamos dos camerinos hasta llegar a un espacio muerto entre bambalinas. Supuse que necesitaba palabras de ánimo, así que saqué mi vertiente más racional:

—Lo más difícil, que era llegar hasta aquí, ya está hecho. Ahora debes sentirte libre. Hagas lo que hagas, habrás debutado en el Olympia.

Eva me tapó la boca con la mano para que no siguiera diciendo sandeces. Luego me miró fijamente. El griterío de los camerinos y el rumor del público que iba entrando pareció diluirse cuando ella me echó sus delgados brazos encima. Luego me besó larga y profundamente antes de separarse —intuía que para siempre— y decirme:

—Gracias.

El primer artista en salir a la palestra fue el argentino Gabriel Maugeri, que esgrimió un humor de fino estilista. El público celebró especialmente su canción «Que sepa nadar», donde ironizaba sobre el hecho de que en los anuncios laborales para azafatas se exija, entre muchas otras cosas, un buen nivel de natación. Como si se pudiera salir a nado de un avión que se estrella en el mar.

Los hermanos Lligadas fueron los siguientes. Tres chicos rubios y virtuosos desgranaron un repertorio de jazz latino tocado con guitarra, contrabajo y cajón flamenco. El nivel técnico del vocalista era extraordinario, lo cual ponía en bandeja el ridículo de Eva Rodríguez. Traté de relajarme prestando atención a las letras, una de las cuales definía a la perfección el estado de las cosas:

De vez en cuando se hace tan grande la realidad que no nos entra en la cabeza.

Bajo el nombre de Los Negritos, dos melenudos pusieron acto seguido a los espectadores de pie a base de ritmos andinos con un sonido cercano al punk. El cantante parecía la reencarnación de Jim Morrison, que había actuado en aquella misma sala en 1971. A pecho descubierto, se marcó unos bailes eléctricos que provocaron los gritos de las
groupies.

Aquél era el peor escenario posible, en un sentido figurado y literal, para quien fue presentado en cuarto lugar: Eva Rodríguez.

Mientras sentía que me faltaba el aliento, la vi atravesar el amplio escenario con un bonito vestido azul y su guitarra acústica al hombro. Parecía muy tranquila. Tras saludar tímidamente a la audiencia, se sentó en un taburete a afinar la guitarra sin prisas. Luego dijo algo para sí como: «Creo que ya está», lo cual llegó a través del micro al millar de espectadores del Olympia.

La cosa tenía mal pronóstico, pero Eva parecía ajena a lo que sucediera fuera del escenario. Como si se hallara en el salón de su casa, inició una larguísima rueda de acordes que sólo después entendí que correspondía al «Wish You Were Here» de Pink Floyd. Cuando se decidió a tararear, suavemente y sin palabras, la melodía sobre los acordes parte de la sala aplaudió.

Ese golpe de fortuna era peligroso, pensé, porque podía ser contemplado por el público como el prólogo de una versión de gran calado, cuando con aquello Eva Rodríguez había alcanzado su cénit. Sin embargo, ella misma se ocupó de desmontar mi prejuicio al entonar correctamente el primer verso de la canción: «Ojalá, estuvieras aquí…».

Un aplauso más potente que el anterior eclipsó el siguiente verso, lo cual fue providencial para la transición, ya que ella había decidido recitar sin melodía —la traducción al castellano no encajaba con el fraseo original— el resto de la letra sobre los acordes. Una voz que reconocí como la de Michi tarareaba hábilmente la melodía desde el fondo del escenario, mientras ella sobrecogía al público al pronunciar, lenta y dulcemente:

Sólo somos dos almas perdidas nadando en una pecera, un año tras otro. Haciendo la misma vieja ruta. ¿Qué hemos encontrado? Nuestros miedos de siempre.

Mientras enunciaba estos versos, sus ojos tristes y profundos se posaron en los míos. Aunque la estuvieran escuchando mil personas, supe que estaba cantando para mí. Mis lágrimas la convertían en un hada borrosa bajo las luces del teatro.

Cuando, al final de aquel recitado trascendente, Eva Rodríguez retomó la melodía para culminar el último verso, «Ojalá estuvieras aquí», una enorme ovación atronó en la sala.

Consciente de que le habían llegado sus cinco minutos de gloria, dejó la guitarra en el suelo y, ya de pie, lanzó un beso al frente mientras abría los brazos para incluir a todo el Olympia. Luego abandonó el escenario.

El amor verdadero te encontrará al final

Mi taxi hacia el Charles de Gaville era conducido por un joven pelirrojo que escuchaba en la radio un especial dedicado a Daniel Johnston. Me pareció un buen augurio compartir nombre de pila con el último músico del que tendría noticia en París, aunque su biografía era ciertamente perturbadora.

Declarado con trastorno bipolar desde su juventud, entre los temas de su repertorio estaban Casper el fantasma amigable y superhéroes como el Capitán América, pero sobre todo el amor no correspondido por una mujer llamada Laurie Alien. La musa de Johnston, después de casarse con un empresario de pompas fúnebres, reaparecería en sus canciones bajo la figura de la muerte.

Recluido en un psiquiátrico tras hacer que se estrellara el aeroplano que pilotaba su padre, en el año 1991 consiguió que una emisora transmitiera en directo una actuación desde el hospital. La rareza de Johnston dentro del
show business
atrajo la atención de dinosaurios del rock como Bowie, Sonic Youth o Kurt Cobain, el cual en muchos conciertos lucía una camiseta con su disco inacabado,
Hi, How are you?

Al concluir esta introducción, el locutor presentó el tema más aclamado de Samuel Johnston, «True love will find you in the end», que llegó a mis oídos como un oráculo.

Ya en el aeropuerto, me dejé engullir por los conductos propios de Jules Verne que caracterizan el Charles de Gaulle. Tras localizar la terminal de facturación y embarcar mi maleta, decidí que era el momento de llamar al gran «tapado» de aquella aventura. Para devolverle —en una mínima parte— la jugada, no le diría aún que me disponía a volar hacia ella.

Aunque eran las diez de la mañana y debía de hacer sólo un par de horas que dormía, marqué el teléfono de Marta decidido a colgar si salía el contestador por tercera ocasión.

Pero esta vez respondió ella en vivo y en directo. Abrí fuego:

—¿Qué es lo que sólo saben las hadas?

El corto silencio que precedió a su respuesta indicó que esperaba que en algún momento le formulara aquella pregunta. Sin perder la compostura dijo:

—Saben algo esencial: que sólo pueden vivir en los cuentos.

—¿Y eso sólo lo saben las hadas?

—Sí, porque el resto consumimos la vida esperando a seres maravillosos que nunca aparecerán.

—Y ¿qué me dices del jardín secreto? —añadí—. Aún lo estoy buscando.

Marta rio suavemente antes de decir:

—Con los jardines secretos pasa lo mismo que con las hadas: nunca los encuentras cuando los necesitas.

Tras decir esto se hizo un silencio que no resultaba incómodo. Luego ella preguntó:

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé aún. ¿Qué color tiene tu cielo?

—Si te esperas un momento te lo digo.

Escuché cómo se alejaban sus pasos descalzos. Una persiana gruñó al subir antes de que Marta regresara para decir:

—Azul.

—¿Qué clase de azul?

—El que sólo puedes ver los días que estás muy contento.

—¿Cuando sabes que vas a vivir para siempre jamás?

—Algo así.

—Me encantaría verlo.

—Y a mí que lo vieras —suspiró—. Ojalá estuvieras aquí.

El amor verdadero te encontrará al final,

entonces te darás cuenta de quién era tu amigo.

No estés triste, sé que no es fácil,

pero no tires la toalla hasta que

el amor verdadero te encuentre al final.

Esta es una promesa con trampa:

sólo si lo buscas lo encontrarás,

porque el amor verdadero también te está buscando a ti.

¿Cómo te reconocerá si no das un paso hacia la luz?

Por eso no debes tirar la toalla hasta que

el amor verdadero te encuentre al final.

Daniel Johnston

Agradecimientos

A Jordi Lligadas, Noemí Conesa, Jordi Tamayo, Irene Claver y compañía, por haber hecho posible el sueño de Hotel Guru; a Katinka y nuestros amigos por su apoyo.

A Pablo Despeyroux, un paciente cazador de estrellas.

A Jordi Parellada, por elevar la voz.

A José María de la Fuente, que es capaz de ver los hilos de las hadas.

A Carmen Domingo y Rocío Carmona, valiosas lectoras y amigas.

A los corsarios de L'Astrolabi, Jordi Cantavella, Mini y Jordi Griñó, por llevar la música a buen puerto; a Gaelle por su arquitectura.

A Vanessa Revuelta, un día escucharás jazz en un iglú.

A Nelson Poblete, por sus aventuras parisinas.

A Joana Matinée y Ramón Plou, por toda la música que corre por sus venas.

A Giles Spence, una amistad sin fronteras.

A Marisa Tonezzer y Luis Stortini, por su cariño y confianza.

Y, como siempre, a Sandra Bruna.

Notas

[1]
No abrigues grandes ideas / No van a hacerse realidad / Pintas tu sonrisa / y llenas los huecos / Faltará algo / justo cuando lo hayas encontrado…
<<

[2]
Esto no es una canción de amor / Esto no es una canción de amor / Tomas el primer tren hacia el gran mundo / Ahora te encontraré, por fin estarás allí.
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[3]
Del francés, «mendigo».
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[4]
En mi jardín de invierno… / Tus manos corren / y yo no puedo esperarte más / Los años pasan / ¡qué lejos queda la edad tierna! / Nadie puede oírnos…
<<

[5]
Del inglés, «eres demasiado curioso».
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[6]
Del inglés: «Puedes perder a un amigo en primavera más fácilmente que en cualquier otra estación si eres demasiado curioso.»
El jardín secreto.

<<

[7]
Los días son brillantes y colmados de dolor / Enciérrame en tu lluvia suave / Cuando tú escapaste esto fue una locura / Nos volveremos a encontrar / Nos volveremos a encontrar / Oh ¡dime dónde está tu libertad! / Las calles son campos que nunca mueren…

<<

[8]
Bebe, mi amor, mira las estrellas / Te besaré otra vez entre los barrotes / donde te veo / con las manos en el aire / esperando a que las coja finalmente / Bebe una vez más / y te haré mío / Te guardaré aparte / en lo más profundo de mi corazón…
<<

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