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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (18 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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—¿Por qué nunca quieres hablar de eso? —insistí.

Eva me sirvió vino para aplacarme y acarició suavemente mi mano con la punta de sus dedos.

—Es algo que ni yo misma comprendo —repuso conciliadora—. Supongo que ese disco habla de un pasado que quiero dejar atrás. Ahora estoy viviendo algo diferente y quiero disfrutarlo, ¿lo entiendes? Desde que te conozco, creo que es posible batir la barrera de los diez segundos.

Halagado con que hubiera recurrido a aquel ejemplo, recordé los «problemillas» que había mencionado BadGuy, de los que tampoco tenía conocimiento alguno. Al parecer, mi sino en París era andar pegando palos de ciego.

Tras un nuevo brindis, decidí renunciar a ese tipo de preguntas, ya que empezaba a dudar de todo. Aunque era incapaz de explicarme por qué, algo me decía que las coincidencias entre las letras de
Ojalá estuvieras aquí y
mi biografía no obedecían a ninguna casualidad.

Cerré mi tercer interrogatorio fallido con una cuestión de perfil bajo:

—¿Puedo hacerte una pregunta que no tiene que ver con la música?

—Claro que sí —respondió sonriendo, con la barbilla apoyada entre las manos.

—Me dijiste que tu padre en Canadá es un donante desconocido y que tu madre era una inmigrante de Granada, ¿cierto?

—Aja…

—Me pregunto si Winter es un apellido típico granadino.

Aquello tenía más números de enfadarla que lo de las canciones pero, para mi sorpresa, no pareció importarle que yo conociera el secreto:

—¡Por supuesto que no! Es mi nombre artístico.

—¿Cómo te llamas, entonces?

—Eva Rodríguez. ¿He perdido
glamour
para ti?

Dos historias de miedo

A la una de la madrugada regresamos al apartamento, donde la gata nos recibió con suaves cabezazos en las piernas para que llenáramos su cuenco de pienso. Tras renovarle también el agua y comprobar que su lavabo estaba en condiciones, fui a tumbarme al sofá dando el día por terminado.

Sin embargo, Eva no parecía ser de la misma opinión.

—¿Ya te retiras?

—Eso pensaba hacer. Los castellanos dicen: a mala cama, colchón de vino. Creo que el Côtes du Rhône ha convertido este sofá en una habitación de cinco estrellas.

—Pero yo no tengo sueño —protestó—. Cada vez que pienso en el Olympia me tiemblan las piernas.

—Es tu «olympiada» particular, tu barrera de los diez segundos. Piensa en lo de Marco Aurelio: si otros han subido a ese escenario, tú también puedes hacerlo.

—Déjate de filosofía de bolsillo. De momento, mañana tengo el último bolo del año. Puede que me sirva para trabajarme el personaje, como dices.

—Pero…, mañana es 31 de diciembre. ¿Vas a cantar en una fiesta de Año Nuevo?

—Algo así. ¿Vendrás a escucharme?

—Sí, pero tengo una petición para la artista.

—¿Qué petición?

—Perdona que vuelva sobre el disco, pero me llama la atención que el título
Ojalá estuvieras aquí no
se corresponda con ninguno de los temas.

—Es un homenaje a la canción de Pink Floyd —se defendió.

—Lo sé. ¿Por qué no la versionas? A mí me gusta mucho.

—A mí también, por eso no quiero cantarla.

Dicho esto se metió en su habitación y cerró la puerta. Pensé que el asunto quedaba zanjado, pero minutos después reapareció vestida con unos pantalones de pijama y una camiseta corta para añadir:

—Lo pensaré, ¿de acuerdo?

A continuación encendió la velita de un quemador de incienso y apagó las luces de la casa. Luego subió al sofá y reclinó la cabeza en el reposabrazos opuesto al que me servía de apoyo.

—¿Por qué has hecho eso?

—Ya te lo he dicho, no tengo sueño. ¿Nos contamos historias de miedo?

Aquella propuesta me dejó descolocado. Bajo la penumbra, de repente Eva me parecía una niña grande que disfruta con esa clase de episodios.

—Cuéntame cuál es la situación en la que más miedo has pasado, porque yo tengo una muy buena —dijo.

Mientras decía eso, con el pie me levantó el jersey para hacerme cosquillas en la barriga. Se lo agarré e hice ver que le iba a dar un mordisco, como hubiera hecho con un niño. Ella rio con una ingenuidad que me pareció encantadora y a la vez insólita en una mujer así. Tal vez el alcohol era para ella un transbordador hacia las orillas de su infancia.

—Vamos, ¡estoy esperando! —protestó dándome un toque con el pie en la barbilla.

—Si te cuento la vez que pasé más miedo, te vas a reír de mí —la advertí—. Es una historia algo tonta. Siempre que no te toque vivirla, claro.

—Te escucho.

—Me sucedió en un pueblo del norte de Alemania donde un compañero de la universidad tenía una casa, porque era de allí. El caso es que me había dejado las llaves porque yo estaba viajando en solitario por todo el país. Iba en tren, una de esas cosas que se hacen en verano cuando eres estudiante.

—Un Interrail.

—Eso mismo. Como a la mañana siguiente quería ir a Hamburgo, tomé un tren de cercanías hasta aquel pueblo, que estaba a unos veinte kilómetros de la ciudad. Al llegar vi que eran cuatro casas. La mía, según el mapa, se hallaba a un par de kilómetros del camino principal. Aceleré el paso para llegar antes de que oscureciera del todo. Al final resultó ser una pequeña mansión rodeada de bosque por todos los lados. Estaba vacía, porque mi amigo y su familia estaban de vacaciones en la isla de Sylt.

—¿Y te quedaste allí?

—¡Qué remedio! Ya era tarde para echarse atrás y aquél era el único lugar que tenía para pasar la noche. Por lo tanto, entré y cerré la puerta con varias vueltas de llave. Al dar la electricidad y encender las luces, me tranquilicé un poco, porque era una casa moderna con todas las comodidades: televisor, equipo de música, microondas… Incluso me habían dejado una nota en la nevera con lo que podía tomar del frigorífico. Así que me hice una lasaña, puse un documental en la tele y me tomé una cerveza sintiéndome el dueño de la casa.

—Pero algo pasó, ¿no? —apuntó Eva, entusiasmada.

—Si hubiera pasado no estaría aquí para contarlo —dije muy serio para darle más dramatismo a mi testimonio—, pero estuvo a punto. Yo en aquella época fumaba, pero me daba reparo encender un cigarrillo dentro de la casa. Mi amigo era muy maniático con el humo, por lo que supuse que su familia debía de ser igual, así que decidí salir afuera. Probablemente ese cigarrillo me salvó la vida.

Eva reaccionó a ese anuncio con un chillido contenido. Al parecer, lo estaba pasando en grande.

—Era una casa inteligente de la época, por lo que cuando salí un sensor iluminó los alrededores de la vivienda. Estaba rodeada por una franja de césped de unos quince metros de ancho. Más allá empezaba el bosque. Mientras fumaba tranquilamente, caminé hasta los primeros árboles. Entonces lo vi.

—¿Qué viste?

—Algo que me extrañó mucho. Entre dos árboles encontré una bolsa de deporte completamente nueva.

—Supongo que la abriste para mirar qué había —añadió intrigada.

—Y supones bien. Pero ahí viene lo bueno: la bolsa estaba completamente vacía. Era nueva y estaba cerrada, pero no había nada dentro.

—¿Eso fue todo?

—No. Como me había sorprendido encontrarme aquello, hice una ronda por el perímetro del bosque y encontré tres bolsas más entre los árboles. Todas nuevas, de la misma marca y sin nada dentro.

—¿Y qué hiciste?

—Las dejé dónde estaban y me metí enseguida en la casa. Había tomado la precaución de cerrar con llave al salir. Una vez dentro llamé a la policía para contar lo que había visto. Yo no entendía nada de aquel misterio.

—Pero ellos sí…

—Bueno, me dijeron que no me moviera, que vendrían inmediatamente. Al parecer, por aquella región ocultar bolsas vacías es una práctica habitual antes de asaltar una casa. Lo dejan todo a punto para entrar, llevarse los objetos de valor y luego desaparecer por el bosque. Pero los ladrones no habían previsto que hubiera alguien en la mansión. De haber entrado, el encontronazo habría sido fatal para mí. Gracias a que detecté las bolsas, la policía vino a tiempo y rastrearon la zona con linternas. No encontraron a nadie, porque los ladrones, que esperaban a que fuera noche cerrada, debieron de escabullirse al ver aquel despliegue.

—Uau… ¡Tuviste suerte!

—Lo que te he dicho: me salvó el cigarrillo. Para que luego digan que el tabaco mata. ¿Y a ti qué te pasó?

Escuché en la penumbra cómo Eva suspiraba profundamente. Se notaba que le gustaba contar su historia, pero que al mismo tiempo le daba miedo. Encendió un cigarrillo antes de preguntar:

—¿Te importa que me tumbe sobre tu regazo?

—En absoluto.

Eva se tendió entonces y apoyó su cabeza sobre mis piernas. Dio un par de caladas antes de empezar:

—Creo que no te va a gustar lo que vas a oír.

—¿Cómo puedes saberlo? —le dije mientras le acariciaba el pelo.

—A mí no me gustaría pasar la noche en un apartamento donde ha sucedido algo así. Fue terrible.

—Cuenta ya, ¡me estás asustando antes de empezar!

—Poco después de llegar a París encontré este apartamento. Era más o menos barato y yo tenía unos ahorros de mi madre, así que me instalé sin saber muy bien cómo era la ciudad. Me extrañaba, por ejemplo, eso de los códigos para entrar.

—A mí también me extraña.

—Pues fíjate en lo que pasó… Una noche que volvía de una cena que había acabado tarde, tras pulsar el primer código entró un hombre detrás de mí. Primero me llevé un susto de muerte, pero luego vi que era un chico muy guapo y bien vestido. Se disculpó incluso por haberme sobresaltado. El caso es que esperó a que marcara el segundo código para entrar conmigo en el edificio. Yo estaba asustada, aunque parecía un muchacho de buena familia. Cuando se metió conmigo en ese ascensor tan estrecho, empecé a tener miedo. Esperé a que pulsara él primero el piso y, afortunadamente, eligió el de arriba. Yo entonces marqué el cuarto. Mientras subíamos el corazón me latía muy fuerte, pero cuando al llegar él se quedó en el ascensor y siguió subiendo, me quedé algo más tranquila.

—¿Eso fue todo? —dije utilizando su misma pregunta.

—No. Una vez dentro de casa cerré con llave y me quedé al lado de la puerta. Algo en mi interior me decía que debía mantenerme alerta. Cuando escuché sus pasos bajando por las escaleras, me quedé paralizada de miedo. Sólo fui capaz de apagar la luz para que él no supiera que yo estaba detrás de la puerta.

—Y ¿qué sucedió?

—Se detuvo delante de mi puerta y llamó al timbre. ¡Eran las cuatro de la madrugada! Aterrorizada, me quedé pegada a la madera sudando de miedo. Creí que me iba a desmayar.

—Imagino que volvió a llamar —dije impresionado.

—Hizo algo peor. Se quedó en silencio junto a la puerta, como si hubiera adivinado que yo estaba al otro lado. Luego empezó a acariciar la madera, como si me estuviera tocando a mí. Podía oír perfectamente cómo sus dedos describían círculos justo donde yo estaba. Lo hizo durante varios minutos. Estaba a punto de ponerme a gritar de miedo, cuando el ruido paró. Segundos después oí cómo bajaba lentamente las escaleras.

—Supongo que llamaste a la policía.

—Igual que hiciste tú en la casa, corrí hasta el teléfono y expliqué atropelladamente lo que había sucedido. Pensaba que no me tomarían en serio, pero el agente al teléfono se interesó mucho por el caso. Tras asegurarme que mandaban una patrulla aquella misma noche para vigilar la entrada de la casa, a la mañana siguiente una pareja de policías vinieron a preguntarme por el chico guapo. Al oír mi descripción, vi que se intercambiaban miradas de entendimiento. Al parecer era un loco muy peligroso que andaban buscando hacía semanas.

—¿Y les preguntaste qué había hecho?

—No quise saberlo, porque quiero dormir tranquila.

El tercer jardín

Lo primero que hice la última mañana del año fue contemplar el sueño de Eva. Tras la sesión de historias de miedo, habíamos charlado hasta la madrugada. En un momento de la conversación, ella había caído dormida y yo la había llevado en brazos hasta su cama, donde todavía descansaba plácidamente.

Mientras la veía dormir, me daba cuenta de que estaba empezando a amarla, pero no de la manera que era previsible entre dos almas sin nadie en el mundo. Cuando la había sostenido en brazos, y al darle un beso en la frente antes de cerrar su puerta, había sentido más ternura que deseo. Objetivamente hablando, Eva era una mujer guapa, muy guapa incluso, pero por algún motivo no me imaginaba haciendo el amor con ella. Como si alguna frontera secreta me impidiera ir más allá, el cuerpo sólo me pedía abrazarla y cuidar de ella.

Puesto que me había hecho prometerle en la torre de Montparnasse que no me enamoraría de ella, tal vez era mejor así.

Eran las once de la mañana y no me apetecía quedarme más tiempo en casa, así que decidí acercarme al Bois de Boulogne. En su posdata, Mary no había especificado a qué hora se abriría —era un decir— esta vez la entrada al jardín secreto, pero puesto que en las otras ocasiones había sido al mediodía, supuse que no habría dos sin tres.

Después de cargar el comedero de la gata, en previsión del letargo de su ama, salí de casa dispuesto a despedir el año de la manera más absurda posible.

Todo lo que sabía del Bois de Boulogne era que se había convertido en un putiferio de la ciudad, así que me sorprendió encontrarme con un lago idílico surcado por barcas. Al fondo, un frondoso bosque me hizo pensar más en Canadá que en un parque de París.

Admirado por las dimensiones de aquel pulmón verde, que había inspirado cuadros a Van Gogh y Monet, me dije que sería casi imposible dar con alguna pista. Aun así, me acerqué a uno de los plafones con el mapa del parque para decidir por dónde iniciar la exploración. Estuve dudando entre acercarme al Jardín de Shakespeare, donde en verano se representaban obras al aire libre, o el Jardín de aclimatación, que limitaba con el Boulevard Maurice-Barrés. Me decidí por este último sólo porque estaba más cerca de la parada de metro. Puesto que se trataba de dejarse engañar y de todos modos no llegaría a ningún sitio, tampoco era necesario atravesar las ochenta y cinco hectáreas de parque.

En el extremo norte del Bois de Boulogne, el Jardín de aclimatación estaba muy animado aquel frío jueves al mediodía. Contenía un pequeño zoo y un minigolf, además de una serie de canales donde los parisinos se esforzaban en remar y mantener el rumbo de las barcas.

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