Ojos de hielo (17 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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En su correo sólo había un mensaje de Luis en el que le decía que ya estaba todo embalado. Además, había dado orden al conserje de que a primerísima hora del martes las cajas estuviesen en el nuevo despacho. El correo continuaba anunciando que tenía la espalda cargada por el esfuerzo y que se iba directo al gimnasio. Sonrió al leer la pregunta con la que lo cerraba y metió el móvil en el bolsillo. A veces se sorprendía de que la conociese tan bien. ¿Cuándo calculas que podré vaciar las cajas definitivamente? Él sabía que ella no se conformaría con ese despacho.

Entretanto, la conversación en el corrillo del abuelo no cesaba y Kate, protegida por los contertulios, empezó a observar a la gente que se había congregado frente a la iglesia en busca del supuesto asesino de Bernat.

Cualquiera de los presentes podía tener asuntos pendientes con Jaime. La mayoría eran arrendatarios suyos o vecinos. En una de las esquinas de la plaza vio un grupo en el que conversaban varios miembros del CRC. Seguro que existían rencillas entre ellos, pero dado el carácter de la institución sería difícil que trascendiesen. En otro corro, Kate vio al párroco hablando con varios cargos públicos. Casi todos habían acudido para ver y dejarse ver.

Se le ocurrió que era probable que el asesino de Bernat estuviese en su entierro, saludando a conocidos y disfrutando en secreto de una hazaña que muchos de los presentes aplaudirían en privado. Un mundo cerrado y extraño, pero no más de lo que lo eran el bufete y los juzgados, donde ella tan bien se defendía. La mano de su abuelo le apretó el brazo, lo que interrumpió sus pensamientos, y se volvió, molesta. Esa costumbre de agarrarla sin previo aviso la ponía de los nervios. Apartó el brazo con firmeza y él la soltó, al tiempo que iniciaba las presentaciones.

Kate ni siquiera había visto acercarse al hombre que le estaba presentando el abuelo. Le miró directamente, aún molesta. Por su aspecto, intuyó que era un delincuente rehabilitado de su época de comisario. Un tipo moreno de piel oscura al que ella superaba en varios centímetros, con una cazadora gris bajo la que asomaban una camiseta denim y los vaqueros desgastados. Kate lo miró a los ojos, y le llamó la atención el color y lo largas que tenía las pestañas. Él le sostuvo la mirada, pero había demasiado que contemplar en aquel tipo para detenerse en los ojos, aunque fuesen de un azul poco común. Mientras él charlaba con su abuelo, Kate no pudo apartar la vista de las letras góticas que llevaba tatuadas en la parte derecha del cuello. Cuando oyó que le presentaba al sargento Silva, ni siquiera ató cabos, sólo hizo un leve asentimiento mientras miraba fijamente el diente roto que se le acercaba para darle dos besos.

De repente, dio un paso atrás y le ofreció la mano. Él pareció sorprendido, pero en seguida sonrió fugazmente, antes de encajarle la suya con suavidad y firmeza. El sargento la retuvo mientras ella intentaba apartar la vista de su tatuaje, hasta que Kate se dio cuenta de que el saludo duraba demasiado y de que la BlackBerry llevaba varios segundos protestando en su otra mano. Entonces se soltó y buscó la pantalla.

Ni siquiera había pensado en lo que le diría después de la cita en el Arts. Miró de soslayo al abuelo y pulsó una tecla para silenciar la llamada. No era ni el momento ni el lugar para hablar con Paco; prefería hacerlo cuando estuviese sola. El aparato volvió a vibrar, y esperó hasta que apareció el icono de los mensajes. Entonces lo deslizó en el bolsillo e intentó prestar atención a la conversación que su abuelo mantenía con el tipo tatuado.

Hablaban sobre una autopsia. A Kate le costó un instante atar cabos y comprender que se trataba de la de Jaime Bernat. Entonces dedujo que el hombre que acababa de presentarle su abuelo era el sargento de Dana. En cuanto supo quién era, vislumbró la oportunidad que eso representaba.

De nuevo cayeron algunas gotas y la gente de la plaza comenzó a dispersarse. Kate se volvió para abrir el paraguas y mientras tanto el abuelo cogió a Silva del brazo y lo puso a cubierto. Eso la dejó sola bajo el paraguas, a varios metros de donde habían ido a guarecerse. Como de costumbre, él, a su aire. Molesta por el gesto, y sorprendida por la familiaridad y deferencia con que el abuelo trataba a Silva, los siguió hasta el porche. El ex comisario no era de los que iban cogiendo a la gente del brazo. De hecho, eso lo tenía reservado para ella. Los alcanzó, dispuesta a estudiar los gestos de ambos y averiguar lo que ocurría. Notó un par de veces la mirada del sargento, pero mantuvo la suya sobre el abuelo. Su cabello blanco y grueso recordaba a uno de esos caballos bretones que imponían sólo con su presencia. Sin embargo, ahora permanecía inclinado sobre aquel tipo y saludaba levantando las cejas a los que intentaban acercarse para que se diesen por despedidos. Típico de él; hablar poco y mandar mucho. Kate se preguntó qué interés podía tener en la investigación de la muerte de Jaime Bernat si apenas le había oído hablar de él en la vida. Además, la complicidad con la que miraba al sargento resultaba patética. De repente, la sorpresa se convirtió en irritación. Kate recuperó la BlackBerry del bolsillo y se subió el cuello de la chaqueta, dispuesta a meterse en la conversación y aclarar de una vez qué pasaba con Dana. Cuando dio un paso hacia ellos, el único que pareció comprender sus intenciones fue el sargento, que se apartó con una sonrisa fugaz que Kate no supo interpretar.

Un par de minutos después la lluvia había cesado y los tres formaban uno de los últimos grupos en la plaza. Kate escuchaba la conversación mientras estudiaba con discreción al sargento. J. B. Silva exponía que, según el informe de la autopsia, Jaime Bernat había muerto de un paro cardíaco. Aún estaban pendientes de los análisis toxicológicos, pero lo más extraño del caso era que alguien lo había atropellado después de muerto con algún tractor pequeño o un vehículo ligero como un quad.

El ex comisario se acariciaba el lóbulo de la oreja, como siempre que algo lo preocupaba, y atendía al sargento con el ceño fruncido. Silva, mientras tanto, observaba con atención al grupo que departía en el otro extremo de la plaza, entre los que estaban el alcalde de Puigcerdà y la mujer del pelo rojo. Kate miró hacia allí y vio cómo Santi se alejaba con el hijo policía del juez Desclòs y otros dos hombres. Luego entornó los ojos para observar de nuevo al sargento. Tuvo la fuerte impresión de conocerle de algo, pero de ser así hubiese recordado su aspecto, el tatuaje o su sonrisa ladeada. Advirtió que el abuelo interceptaba la mirada del policía y le oyó interesarse por la comisaria. Él forzó una media sonrisa que mostró de nuevo su perjudicada pero blanquísima dentadura.

Kate no le quitaba ojo. Era un tipo peculiar para ser policía, pero lo que le resultaba verdaderamente molesto, casi ofensivo, era la camaradería que el abuelo buscaba con él. Igual que la deferencia de tratarle de usted. De nuevo, la mano del abuelo se apoyó sobre el hombro del sargento un instante. ¿Dónde narices estaba Miguel? De repente, le molestaba que su amigo, el sargento, estuviese allí con ellos y deseó echarle. Porque… ¿quién se tatuaría su propio nombre en un lugar a la vista de todos como si fuese algo importante? Aquel tipo era un presuntuoso, por su indumentaria y por esa actitud chulesca, con las manos medio metidas en los bolsillos. Además, parecía que todos hubiesen olvidado que había ido a la finca sospechando de Dana. Kate observó el movimiento de su nuez bajo la piel con cada palabra que él decía. Cuando J. B. se rascó el tatuaje del cuello, ella se fijó también en su mano hasta que él la introdujo en el bolsillo del vaquero.

Estamos hablando del policía que puede dejar a Dana fuera del caso o ensañarse con ella y fastidiarnos la vida. Así que, por el amor de Dios, céntrate. Kate carraspeó y ocultó las manos húmedas en los bolsillos de la chaqueta. Aprovechando que el sargento parecía tener tan buenas relaciones con los Salas, no podía dejar pasar la oportunidad de zanjar el asunto para regresar a Barcelona tranquila. Frotó las manos contra el forro del bolsillo mientras se erguía antes de irrumpir en la conversación.

—Entonces ¿te ocupas tú de la muerte de Jaime Bernat? —preguntó dirigiéndose al sargento con autoridad.

J. B. frunció el ceño por la dura y repentina interrupción, pero asintió clavando los ojos en los de Kate. Ella intuyó una sonrisa irónica en sus labios y respondió irguiéndose aún más sobre sus tacones para mirarlo desde arriba. No tardó en notar la mano firme del abuelo presionándole el brazo, y apareció el tono condescendiente.

—Mi nieta ha venido de Barcelona preocupada por su amiga, la veterinaria de Santa Eugènia. Tengo entendido que la han interrogado.

J. B. asintió en el mismo momento en el que Kate notaba cómo el abuelo la soltaba.

—Sí. De hecho, tenemos un par de testigos que la vieron discutiendo con Jaime Bernat la tarde del día de su muerte y, al parecer, las familias no se llevaban muy bien. Lógicamente, fue de las primeras personas con las que hablamos.

El abuelo asintió, pero Kate no quería irse sin zanjar el tema.

—Entonces, doy por hecho que, ahora que ya sabéis dónde estuvo, no la molestaréis más.

J. B. miró al ex comisario y luego a ella.

—Bueno, durante el día confirmaremos su coartada con una de las vecinas. Hasta ahora no ha habido forma de que nadie corrobore lo que nos contó, así que no podemos descartar nada hasta que interroguemos de nuevo a esa mujer. No puedo decirte más —sentenció enarcando las cejas.

Pero para Kate eso no era suficiente. Desconfiaba de él y de su falta de concreción.

—¿Y a qué hora será eso? —insistió ante la perplejidad de ambos hombres.

—¿Qué quieres decir? —replicó J. B. lanzando una mirada fugaz al ex comisario.

Kate vio cómo la mano del abuelo avanzaba hacia el sargento y él se la estrechaba a modo de despedida.

—Bueno, sargento, me temo que tenemos que irnos.

Y, cogiéndola nuevamente del antebrazo, le dijo al sargento con complicidad:

—Estos abogados sacan la artillería en cuanto surge la ocasión. Espero que sus pesquisas den con el culpable. La muerte de alguien como Jaime Bernat no puede quedar sin resolver. Hay demasiado en juego —dijo sonriendo.

Kate no iba a dejar que las cosas quedasen así. Intentó zafarse de la mano que la sujetaba, pero la tenía bien cogida. Algunas personas continuaban reunidas en la plaza y no había por qué dar un espectáculo. Dejó el brazo muerto y maldijo en silencio a su abuelo mientras lo oía invitar al sargento a su fiesta de cumpleaños.

De camino al coche, avanzó sin esperarle y cuando estuvieron ambos dentro, lejos de oídos ajenos, explotó:

—¿Se puede saber qué haces? Tengo treinta años. ¿Cómo te atreves a ningunearme así delante de un extraño? —gritó furiosa ante la mirada sorprendida del ex comisario.

—¿Es que prefieres que deje que te metas en un lío? —preguntó mirándola con sarcasmo. Y, con firmeza, continuó—: Esto no es uno de tus juicios, ni tiene que ver con esos clientes tramposos de tu bufete, ni siquiera con uno de esos abogaduchos a los que puedes tratar sin respeto. Esto es la vida real, Catalina, y estabas a punto de faltarle al respeto a un sargento de la policía.

El ex comisario fijó la vista al frente y con voz templada añadió:

—Esa actitud no beneficiaría en nada a Dana. Si no quieres darme las gracias, por mí de acuerdo, pero déjame en casa antes de irte.

Le costó un mundo contenerse. Le hubiese gustado estar muy lejos de allí, en el lugar donde era ella la que decía a los demás lo que no querían oír. Pero no. Seguía en el valle. Atada a su pesadilla por lo menos unas cuantas horas más.

Cuando arrancaba, miró por el retrovisor y vio al sargento. Estaba poniéndose el casco, montado sobre una OSSA 500 Yankee del estilo de las que solía llevar su padre. Cuando la moto pasó por su lado evitó mirar, consciente de que su abuelo volvía a saludarle. Sólo cuando supo que ya no podía verla miró hacia él.

Era una OSSA antigua, pero para alguien poco versado en ese tipo de cosas podía parecer una moto recién estrenada. Kate sabía que ese modelo llevaba años sin fabricarse y que era igual que una de las que tenía su padre. Recordar las cosas que había compartido con él le produjo una inesperada lástima de sí misma. Arrancó el coche, puso el intermitente y accedió a la carretera. Avanzó hasta el cruce y al mirar a la derecha vio la cara de satisfacción del abuelo. Seguro que pensaba en lo bien que había quedado el golpe de autoridad delante del sargento. Se sintió rabiosa y ridícula mientras intentaba borrar de su mente esa escena. Parecía tan satisfecho de sí mismo que le dieron ganas de dejarle allí, en mitad de la carretera. Cerró con fuerza las manos sobre el volante mientras se le anegaban los ojos. Intentó pensar en otra cosa y se irguió en el asiento. El sollozo que pugnaba por brotar estalló dentro, contenido y a penas oculto por un carraspeo extraño que Kate emitió al mismo tiempo. Su abuelo se movió en el asiento y ella inspiró profundamente. No iba a darle el gusto de verla llorar, que no se animase demasiado. Contuvo la rabia en su interior. Aún podía ver la mirada de incrédula superioridad en los ojos del sargento, delante de la iglesia, cuando ella había intentado presionarle para que dejase tranquila a Dana. También el tatuaje, y sus fuertes y nervudas manos. Aunque después de la escena con el abuelo no se había atrevido ni a mirarle por miedo a encontrar burla en los ojos de Silva. Miró por el retrovisor y, a lo lejos, vio girar la moto hacia Mosoll. De nuevo, el recuerdo de su padre y la profunda añoranza, íntima e irreparable, de las oportunidades perdidas. Kate consiguió tragarse sus lágrimas. Delante del abuelo no se permitiría llorar.

23

Finca Bernat

Una hora más tarde, J. B. salía en su moto de la finca de los Bernat, en Mosoll, convencido de que la aparente fragilidad de la veterinaria no era tal y de que lo que acababa de saber merecía otra visita. Había dejado a Santi preparándose para atender al ganado. Según él, entre las cosas de su padre que le había devuelto Desclòs por la mañana faltaban un anillo y un bastón con el mango de plata que llevaba siempre. Puede que el asesino se hubiese quedado con aquellos objetos como recuerdo, pero, en conjunto, J. B. tenía la sensación de que algo no cuadraba. Sólo un psicópata o alguien muy seguro de que no iban a registrarle se apropiaría de algo que perteneciese a la víctima, y la veterinaria no encajaba en ninguno de los dos tipos, aunque no hubiese tardado nada en llamar a su mejor amiga, la letrada.

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