—Tienes pinta de no haber comido, así que primero pedimos.
Gloria sonrió agradecida.
—Pues no, no he parado ni un segundo.
—Pide lo que quieras, yo invito. Y luego me cuentas lo que hay en este sobre.
Gloria negó con la cabeza y marcó con el dedo lo que quería. Luego respondió:
—Poca cosa. A Jaime Bernat se le paró el corazón.
—¿Un infarto? —preguntó incrédulo y decepcionado.
El camarero quiso tomar nota y J. B. asintió con un rápido lo de siempre.
—Muerte natural —repitió para hacerse a la idea.
Ella asintió mientras cogía su Moritz y se la acercaba a los labios.
—Autopsia blanca, el terror de los forenses —dijo sonriendo.
—Joder, no me lo esperaba.
—Bueno, todo apunta a eso. No he encontrado nada más, pero anímate, que aún falta el análisis de los tóxicos.
J. B. la observó mientras bebía, hechizado por la sensualidad de sus labios. Sus ojos recorrieron el perfil superior de la forense hasta el escote sin poder apartarlos de la piel. J. B. calculó que con las manos abiertas podía abarcar todo su torso. Cuando Gloria dejó la Moritz sobre la mesa le sonrió y siguió hablando como si no se hubiese dado cuenta.
—Y no olvides el atropello.
J. B. asintió y se forzó a mirar la enorme pantalla en la que jugaban dos equipos de fútbol nacionales. Céntrate, macho. En ese momento, un jugador le hizo una entrada brutal a otro y su rostro grabado le recordó a Santi Bernat.
—Efectivamente, el atropello. De hecho, un infarto se puede provocar, ¿no? —comentó sin esperar respuesta.
—Claro, sólo que hay cientos de maneras de hacerlo. Oye, no te agobies, un hombre de setenta años estaba haciendo un esfuerzo físico importante y le ha dado un infarto. Los tóxicos nos dirán algo más, pero yo no confiaría en encontrar demasiado. Además, puede que alguien pasase por allí y no le viese. Esos campos, de noche, son muy oscuros.
¿Había dicho no te agobies? J. B. dejó caer la cabeza y fijó la vista en el suelo. ¡Joder, eso no era tan fácil!
—Pareces desanimado, sargento.
—Qué va, pero el atropello no me cuadra, ni que le cortaran el dedo. Eso no me va a dejar dormir, lo sé.
—Bueno, si se trata de insomnio, no tengo prisa hasta el lunes a las ocho, así que anda, vamos a una mesa y me cuentas tu vida —propuso mientras cogía los dos bocadillos y su botellín.
»Además, estás de suerte. Dicen que soy buena escuchando.
J. B. cogió su cerveza y el plato de bravas, y la siguió.
—En cuanto a lo del dedo, tengo buenas y malas noticias. El surco es de un anillo, pero por las marcas se confirma que fueron los cuervos los que se lo arrancaron. Lamento que mis conclusiones sean tan poco emocionantes, pero no hay más.
J. B. bebió un trago de cerveza.
—¿Y qué me dices del vehículo?
—Diría, por las lesiones, que es poco pesado, un tractor pequeño o algo así.
—¿Un quad?
Ella dudó un instante.
—Puede, por qué no. ¿Alguna matrícula en concreto?
J. B. sonrió.
—Bueno, he llamado a un amigo del laboratorio y me ha dicho lo mismo, que este tipo de marcas poco profundas suelen ser de vehículos así. El martes intentarán darnos el peso aproximado.
Gloria sonrió y J. B. comprendió que la estaba aburriendo.
—Vale, basta de trabajo, cuéntame qué hace una científica de ciudad como tú en un sitio como éste.
—Veníamos de vacaciones y mi madre decidió casarse con un viudo del valle. Así que aquí estoy.
J. B. enarcó las cejas.
—No tienes pinta de andar siguiendo a mamá.
Gloria sonrió con timidez y J. B. volvió a pensar que la forma de sus labios era deliciosa.
—Qué puedo decirte, ella me lo pidió y yo podía elegir destino. En realidad, me daba igual. Ahora que está contenta y bien situada, ya me he postulado para una de las nuevas plazas que han salido en Barcelona.
—Y me vas a dejar solo en este valle de mala muerte.
Gloria soltó una carcajada.
—No me das nada de pena, sargento.
J. B. la observó retirar el papel del bocadillo con precisión, cuidando de no mancharse los dedos.
—Y tú, ¿por qué estás aquí?
J. B. dudó un instante.
—Soy un tío difícil.
Gloria enarcó las cejas y siguió masticando con los ojos clavados en los suyos. J. B. cogió la botella y bebió un trago.
—Bueno, estaba en estupefacientes y tuve algunos problemas. Luego me hablaron de este destino y necesitaba airearme, una zona tranquila. Llevo demasiado tiempo viendo de todo.
J. B. mordió de nuevo el bocadillo. Notaba sobre él los ojos de la forense y sus ganas de saber más. La miró y se sonrieron.
—Y se te muere uno nada más llegar…
—Ya ves, debe de ser mi destino. Aunque éste ha sufrido un infarto, ¿no? De todos modos, voy a quedarme aquí un tiempo, puede que un par de años. Tengo algunos planes y éste será un buen lugar para materializarlos en cuanto cerremos el caso. Aquí estoy lejos de la capital, como quería, y tengo amigos.
Gloria enarcó las cejas con incredulidad.
—Bueno —dijo él—, sólo uno, pero es muy bueno.
Ella soltó otra carcajada.
—A ver si tengo el gusto…
—Es Miguel Salas, el forestal —declaró satisfecho.
Gloria se lo quedó mirando.
—Te recuerdo que tampoco he nacido aquí.
—Es el nieto del comisario.
Gloria frunció el ceño.
—Creía que en vuestra comisaría mandaba una mujer…
—Sí, pero me refería al comisario Salas-Santalucía, que se jubiló hace un tiempo. Pero todo el mundo le llama así. Supongo que es porque estuvo más de veinte años en el cargo.
—¿Y qué tal es tener una jefa? ¿Es tu primera vez?
J. B. recordó el listado que había dejado Magda sobre la mesa y decidió desfogarse.
—Para que te hagas una idea, ayer me dio una especie de lista de la compra con los pasos que se supone que debemos seguir en la investigación.
Gloria lo miraba con expresión de ¿quién no ha tenido alguna vez a un auténtico cretino como jefe?, y J. B. comprendió que la forense no iba a consolarlo.
Gloria pinchó una brava y se la acercó a los labios. Sopló.
—La puedes enmarcar.
J. B. la miró sin comprender.
—La lista, digo. Siempre puedes devolvérsela firmada cuando cierres el caso. —Y antes de meterse la patata en la boca añadió—: Oye, dicen que Bernat tiene un hijo, ¿cómo se lo ha tomado?
—Ese asunto también me tiene escamado. Es un tipo muy raro. De hecho, por aquí todos lo son. Por cierto, he quedado en devolverle el lunes los objetos personales de su padre.
Gloria asintió mientras se secaba los labios con la servilleta.
—Ningún problema, ya los he guardado en una bolsa. Pasa a recogerlos y te mostraré la sala de autopsias. Si quieres.
J. B. sonrió sarcástico.
—Me muero por verla.
Finca Prats
Kate esperaba sentada en su lado favorito del Chester a que Dana terminase de encender el fuego. Había preparado una infusión de té verde con menta y limón para cada una y esperaba a que se sentase para preguntarle lo que le ocurría.
Gimle
, echado sobre su almohadón, miraba hacia su ama, pero Kate sabía que el golden se moría por subir al Chester. Se oía el crepitar del fuego, interrumpido por los relinchos inquietos del caballo de Dana. Fuera se había levantado viento y Kate decidió intervenir.
—¿Quieres que lo lleve a la cuadra de atrás?
—No —respondió Dana, y se levantó de un salto—. Hace mucho frío. Ya voy yo y vuelvo dentro de un minuto. Tú vigila el fuego.
Kate asintió y se cubrió hasta los hombros con la manta.
Gimle
apoyó la cabeza sobre las patas delanteras con resignación.
A Kate le encantaba cómo olía la sala, a madera quemada, a flores secas y al aroma de campo que entraba por debajo de las puertas o se filtraba por las rendijas de las ventanas desde los establos. Mientras daba sorbitos a la infusión para no quemarse, meditó sobre lo ocurrido apenas doce horas atrás en la lujosa decoración minimalista de la suite del Arts. Parecía que habían pasado semanas. Las manos de Paco recorriendo su piel no le habían provocado la reacción esperada. Ni siquiera consiguieron erizarle la piel. Kate se revolvió incómoda en el sofá, dejó la taza y apartó la manta para ir a atizar el fuego. Probablemente llevaba demasiados meses dedicada de forma obsesiva a trabajar. Además, de un tiempo a esta parte había empezado a satisfacer por sí misma sus deseos y, la verdad, lo hacía mejor que nadie. Volvió a sentarse y levantó la vista. Los ojos de la viuda en ese momento hicieron que se sonrojara y buscó refugio para los suyos en las llamas vivas del fuego.
En cierto modo, su admiración por la viuda Prats era la causa de que ambas estuviesen solas, de que cada una hubiese encontrado a su manera el modo de vivir en soledad emulándola. A ella le iba bien, estaba satisfecha con su vida, su trabajo, su cuerpo y sus manías. Aunque en ocasiones echase de menos la calidez de un abrazo, lo cierto era que no le faltaban candidatos, tanto en el bufete como fuera de él, pero se negaba a renunciar a su libertad.
Dana, sin embargo, aunque ella misma no fuese consciente, no estaba hecha para vivir sola. Necesitaba a alguien que la cuidase. El ejemplo de su abuela y su deseo de ser como ella eran lo que la había empujado a no querer depender de nadie y a intentar ser autosuficiente. Pero bastaba con verla para saber que algo no iba bien en su mundo. De repente, una fugaz corriente de aire le acarició la espalda e hizo centellear con fuerza las llamas. La vivacidad del fuego iluminó los antiguos muebles, alfombras y anaqueles de la sala. Nuestro refugio en la Tierra, susurró recordando la frase favorita de Dana. Tal vez ninguna de las dos se había planteado cuál era el coste emocional de esa independencia, sobre todo si estaban tan separadas la una de la otra como en el último año.
Evitó pensar en los esparadrapos y en el temblor de sus manos al abrazarla. Eso la hacía sentir culpable y no soportaba esa sensación. Trató de adoptar una posición más erguida y cruzó las piernas sobre el sofá. Lo que necesitaba Dana era crecer de una vez porque ella no podría estar siempre disponible y pendiente de sus crisis. Además, sus nuevas obligaciones como socia la tendrían muy ocupada, así que, en adelante, aún sería más difícil encontrar un hueco para subir al valle. Y, encima, ahora no podía bajar la guardia con el caso Mendes. El infame hermano del jefe y sus desaguisados económicos no se lo pondrían fácil para salir airosa. Tendría que estar alerta, usar toda la artillería. Y no podía olvidar a Bassols, dispuesto a defender su imbatibilidad con el mismo interés aguerrido que ella. Por un momento deseó jugar en su mismo equipo. De hecho, al empezar Derecho, la Fiscalía había sido su principal objetivo. Alzó la vista. Los ojos de la viuda le devolvían una mirada intensa y severa. Había acabado defendiendo a un tipo como Mario y se había liado con un hombre que le doblaba la edad y que era su jefe. En ese momento no se sentía muy lista, la verdad.
—Esta semana han bajado mucho las temperaturas —anunció Dana tras entrar en el salón, lo que hizo que
Gimle
levantara la cabeza hacia ella.
Se quitó el chaleco acolchado y cogió el atizador.
—Podías haber vigilado el fuego, ¿no?
Kate miró a la chimenea mientras Dana reavivaba la lumbre.
—Bueno, voy a la cocina para sacar la pasta. Tú pones la mesa.
Kate asintió sin apartar la vista del fuego. La oía trajinar con los platos y pensó que en el caso de Mario también habría que hacer malabarismos. Con lo que tenía entre manos en aquel momento, en circunstancias normales le habría importado muy poco que hubiesen encontrado muerto al enemigo acérrimo de las Prats. Pero la voz trémula de Dana y las dos visitas de la policía a las pocas horas de encontrar el cadáver de Jaime Bernat ya eran harina de otro costal.
Dana regresó de la cocina y Kate observó cómo echaba los últimos troncos del cesto en la chimenea. Los capuchones que protegían las puntas de sus dedos significaban la vuelta a las andadas. Además, estaban bastante gastados, así que quizá llevaba semanas haciéndolo. Y, encima, ahora estaba sola y nadie controlaba su medicación ni su dieta. Miró a
Gimle
, aparentemente relajado en su almohadón pero con la vista clavada en Dana. Ojalá él pudiese cuidar de ella, pensó, como en una historia de dibujos animados, y evitar sus crisis. Se le ocurrió que, cuando entraba en una de esas etapas depresivas. Dana lo exageraba todo, y puede que también lo hubiese hecho con la muerte de Bernat y las visitas de la policía. Llegar a esa conclusión le dio rabia. Como de costumbre, la había obligado a dejarlo todo para salvarla de un fantasma. En ese momento, como si pudiese oír sus pensamientos, Dana se volvió hacia ella con las cerillas todavía en la mano y le susurró:
—Necesitaba que vinieras y que me dijeses que no tengo de qué preocuparme.
La niña frágil e inadaptada a la que siempre defendía de pequeña seguía ahí, agazapada bajo la piel de una mujer adulta. Si quería que volase sola, tendría que emplearse a fondo para conseguirlo. Y el primer paso era mostrarse dura con el asunto de Bernat.
—Venga, cuéntame lo que ha pasado y veremos qué puedo decirte.
Dana frunció el ceño y resopló conteniendo los nervios. Kate se la quedó mirando.
—Siempre has sido muy peliculera, Dan, estoy segura de que no es tan grave. Lo más probable es que haya dejado un caso importante para venir a apagar el fuego provocado por una cerilla.
Dana la miró incrédula. El crepitar de las llamas era lo único que se oía. Kate se sintió incómoda, como si en los silencios que las separaban Dana pudiese oír sus pensamientos. Entonces vio cómo se volvía de nuevo para mover los troncos. Observó su espalda, el movimiento derrotado de los brazos, sus hombros caídos y el inmenso esfuerzo que parecía precisar para llevarse las manos a la cabeza y ajustarse la coleta.
—Hace dos días, la madre de Chico encontró el cadáver de Jaime Bernat en la era que le tienen arrendada —expuso Dana de espaldas a ella.
Kate asintió.
—Es lo que me contaste por teléfono, pero todavía no entiendo qué tiene eso que ver contigo y con la visita de la policía.
—Bueno, pues resulta que algún vecino declaró ante la policía que me había visto discutiendo con Jaime.