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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (9 page)

BOOK: Ojos de hielo
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14

Comisaría de Puigcerdà

Los sábados por la mañana, la actividad en la comisaría de Puigcerdà era mínima. Sin embargo, en uno de los despachos de la planta baja el ordenador llevaba tiempo conectado y, bajo el perchero, un pequeño charco de agua empezaba a secarse. J. B. había llegado pronto y ya tenía listo el informe de la escena para Magda. Eso la mantendría ocupada casi todo el lunes y él podría investigar sin que lo molestase. Pensaba llamar a la forense por la tarde y comentar con ella el resultado de la autopsia. También estaba la mujer de Santa Eugènia que había encontrado el cuerpo de Jaime Bernat, aún no había hablado con ella. Miró el charco que su chaqueta había dejado en el suelo y desvió la vista hacia la ventana. Parecía que el diluvio universal se hubiese instalado en el valle.

Había acabado el trabajo hasta nueva orden y no le apetecía mojarse, así que decidió esperar a que amainase antes de volver a casa en moto. Se conectó a Internet. Echó un vistazo a su página, revisó las visitas y leyó los comentarios recibidos durante la semana, como hacía todos los sábados. Respondió a un par de preguntas técnicas y la cerró satisfecho, con intención de concentrarse en la restauración de la «palillos» del 56 que tenía en marcha. Recordó que le faltaban unas piezas y en seguida dio con la página que buscaba, pero no había ni rastro de los recambios que había encontrado en la revista de motos a la que estaba suscrito. Los necesitaba, sobre todo la bocina original del modelo del 56, que ya no se fabricaba y que no había podido encontrar en ninguna parte. Decidió meterse en uno de los chats de «osseros» para ver qué soluciones le ofrecían. Cuando la tuviese restaurada, colgaría un anuncio en su web para venderla. O puede que llamase a Errezquia, el tipo vasco que le había prometido colocar todas las motos que preparase. Al fin encontró el enlace de la página de las piezas y, satisfecho, apretó los puños. Empezó a leer y de inmediato aparecieron un par de surcos entre sus cejas. Un irlandés afincado en Zaragoza con el mismo problema comentaba que al final había optado por introducir una bocina pequeña dentro de la carcasa de la original para poder pasar la ITV. J. B. intentaba comprender el texto —sólo sabía cuatro palabras de inglés, y todas eran del argot motero— cuando, de repente, se abrió la puerta de su despacho y apareció Desclòs como un ciclón.

—Acabo de hablar con Masó y dice que ella sólo estuvo en su finca por la mañana, así que tampoco ha dicho la verdad en eso. La muy idiota creía que nos tragaríamos sus mentiras —sentenció satisfecho.

J. B. le miraba con los ojos entornados y el corazón en la garganta por el susto. No se podía ser más imbécil. Irritado por la interrupción, metió la mano en el bolsillo y sacó un Solano. Si no se deshacía pronto de él, el caporal acabaría provocándole una subida de azúcar. Recordó el informe que había preparado para la comisaria y se tranquilizó. Después de leerlo, seguro que se libraba de él. Encestó el envoltorio del Solano en el lapicero metálico de su mesa y se apoyó en el respaldo de la silla mientras saboreaba el caramelo. Desclòs esperaba de pie como un perro hambriento.

—¿Estamos hablando de la veterinaria? —aventuró J. B.

Al caporal se le cayeron los hombros y le cambió la expresión de la cara. Ésa era la idea, joderle vivo como hacía él, pero a conciencia.

Sin embargo, la satisfacción de verle cabreado apenas duró un instante. El caporal tenía la clásica inmunidad al desaliento propia de los idiotas y, casi en seguida, alzó las cejas y le miró condescendiente.

—No tiene coartada. Ninguna. Ya lo decía yo. Y lo mejor es que tenemos a un vecino que dice que la vio discutiendo con Jaime Bernat en la era. Yo creo que está bien claro —sentenció esperando respuesta.

No había forma, no las pillaba. J. B. suspiró resignado y masticó con fuerza el Solano. Si quería avanzar, no había otra que ponerse manos a la obra, o el caporal lo echaría todo a perder con tanto prejuicio. Así que cerró la página del foro motero y miró directamente a Desclòs.

—Perfecto, manda las fotos de las marcas de ruedas al laboratorio y ocúpate de que el lunes tengamos el resto de las fotos a primera hora. Ah, y pide también el peso y las características aproximadas del vehículo al que pueden pertenecer. —Y, tras una pequeña pausa, añadió—: Después puedes irte, que es sábado y no quiero que renuncies a tus privilegios de fin de semana.

J. B. volvió a fijar la vista en la OSSA que aparecía en su pantalla. Al intuir la contención del caporal disimuló la sonrisa. Dos segundos después oyó cómo se cerraba la puerta del despacho. Casi había sentido el calor de su indignación después de soltarle lo de los privilegios. Bien, ya se le pasaría. Aunque J. B. sabía por experiencia que a los tipos como Desclòs no solía fallarles la memoria. Tú siempre haciendo amigos, macho.

Hacia las doce acabó de comprar las piezas y apagó el ordenador dispuesto a irse a casa y trabajar en la moto hasta la madrugada. Se puso la cazadora y cogió las llaves. Pasó por el lavabo y el rollo de papel le recordó que necesitaba ir al supermercado, así que salió resignado a hacer el gran sacrificio.

En la entrada se encontró a Montserrat cargada con varias bolsas y se la quedó mirando con las cejas en alto.

—La semana pasada cambié el turno y hoy me ha tocado venir media jornada —explicó la secretaria.

Él asintió y le sujetó la puerta. Montserrat era la única persona que le gustaba de la comisaría. Debía de rondar los cincuenta. Era viuda, con cuatro hijos. J. B. había oído que el segundo tenía algún tipo de discapacidad, pero tampoco había ahondado más en el asunto. También se había enterado de que era contable y que se cogía las vacaciones en primavera para hacer las declaraciones de la renta de la mitad de los abuelos del valle y sacarse un sobresueldo libre de impuestos. Llevaba el abrigo en un brazo y el bolso le resbaló del hombro antes de cruzar la puerta. J. B. le cogió las bolsas de ambas manos.

—Ponte el abrigo, que te vas a congelar, anda.

—Sólo voy hasta el coche.

Él frunció el ceño y ella, vencida, le sonrió.

La observó ponerse el abrigo y, con un gesto poco coqueto, sacar la corta melena del cuello para ajustarse el fular. Se le ocurrió que de joven debía de haber sido guapa, con esos ojos castaños tan grandes. Además, se conservaba bastante bien. J. B. sonrió, un ocho en sus buenos tiempos. Y se preguntó si tendría pareja, pero desechó la idea en cuanto recordó lo de sus cuatro hijos. Definitivamente, eso la resituaba en un siete. Cuando ella quiso recuperar las bolsas, J. B. negó con la cabeza y le indicó que pasase mientras le sujetaba la puerta con el pie. Salió tras ella. Montserrat olía a colonia incluso por las tardes, y eso le hizo sonreír. Desde el primer momento, J. B. había intuido que se podía confiar en ella. De hecho, en cuanto le mencionó los problemas de electricidad del granero con vivienda que había alquilado, no tardó ni un par de horas en aparecer un primo suyo en la puerta del edificio. Montserrat siempre llegaba a comisaría con el tiempo justo y salía puntual, cargada con su perenne fiambrera y las bolsas ruidosas de la compra. Y lo mejor era que siempre parecía contenta y dispuesta a echar un cable a todo el mundo.

Llegaron al monovolumen de Montserrat y J. B. dejó las bolsas en el maletero. Antes de cerrarlo, ella le preguntó:

—¿Ya sabéis algo de Bernat?

El sargento alzó una ceja y ella aguardó en silencio la respuesta ignorando su sarcasmo. Al final, él se vio obligado a responder.

—Esta tarde tendremos el resultado de la autopsia.

—A saber de qué murió…

—Esta tarde lo sabremos, aunque ayer todos parecían tener un culpable —comentó encogiéndose de hombros.

—¿Un culpable? Entonces ¿no fue muerte natural?

Su insistencia le impacientó.

—No lo sé, Montserrat, yo no creo nada hasta que me dejen hacer mi trabajo.

—¿Y quién creen todos que ha sido? —continuó ella con suspicacia.

J. B. la miró a los ojos y Montserrat enarcó las cejas con actitud de no-me-voy-a-mover. Él suspiró.

—Están convencidos de que fue la veterinaria.

Ella lo negó con un tono de indignación resignada en la voz.

—Sabía que al final se saldrían con la suya. A esas pobres siempre les han tenido inquina.

—Pues, con la finca que tiene, esa chica no me pareció precisamente pobre —se le ocurrió replicar.

Montserrat cerró el portón del coche y le miró molesta.

—No me refiero a eso. Lo que quiero decir es que, desde que compraron esas tierras que querían los Bernat, siempre les han hecho la vida imposible. Cuando la abuela se quedó viuda empezaron a decir cosas de ellas, probablemente porque ya no había un hombre en la casa para defenderlas, y la gente se las creyó. Por fortuna, la viuda era una mujer fuerte que jamás se dejó intimidar por nadie —defendió con orgullo.

—Pero, por lo que veo, tú no te creíste nada.

—No —negó con convencimiento reivindicativo—, yo sólo creo lo que veo; y esas mujeres, sobre todo la viuda, no han hecho más que cuidar de lo suyo y ayudar a quien se lo ha pedido. Pero la gente es mezquina, ya te irás dando cuenta. No creo que ella matase a Bernat. ¿Qué gana con eso? Además, ella sabía que alguna gente la acusaría del crimen. No se me ocurre una razón si no es que él le hiciese algo muy grave. En cambio, de otros no podría decir lo mismo…

Montserrat le agarró el brazo con suavidad. Era la primera vez que lo hacía, y a J. B. la firmeza de sus dedos y el apretón le recordaron a su madre.

—Tú no eres de aquí. Estoy segura de que serás objetivo y no te dejarás enredar en la telaraña. —Y, moviendo las llaves del coche, añadió—: Hasta el lunes, sargento.

J. B. subió a la moto y se puso el casco. Por un momento había pensado que la secretaria iba a darle un abrazo, y se descubrió sonriendo. Hacía demasiado que nadie le daba uno de verdad. Se prometió que, cuando resolvieran lo de Bernat, bajaría a Barcelona y le haría una visita a su madre.

En cuanto a la veterinaria, no le había parecido especialmente culpable. Su sorpresa ante la noticia no había sido fingida —el lenguaje corporal difícilmente suele mentir sobre eso—, pero sí la había notado muy tensa cuando Arnau la acusó de mentir. El caporal la había puesto a la defensiva con sus acusaciones. J. B. puso en marcha la moto y salió del aparcamiento. Puede que debiera hacerle una visita él solo para ver su reacción ante la caída de su última coartada.

El muro y la entrada de la finca Prats le parecieron tan magníficos como el día anterior. Al llegar a la casa aparcó la moto al lado del Wrangler descapotable y echó un vistazo dentro del coche. Lo único que le llamó la atención fue uno de esos colgantes de aros y plumas que, según dicen, atrapan los sueños. No entendía la obsesión de algunas personas por decorar el interior de sus coches como si fueran casetas de feria. Y lo más absurdo eran esos artefactos que pendían del retrovisor, una moda estúpida que sólo servía para distraerse y provocar accidentes.

Llamó a la puerta, pero nadie acudió y empezó a dudar de que acercarse hasta allí hubiese sido una buena idea. Puede que Montserrat tuviese razón: a lo mejor se estaba dejando arrastrar por la corriente. De hecho, ni siquiera tenían aún el informe de la autopsia. Decidió que lo mejor sería irse antes de que la veterinaria volviese. Dio media vuelta y subió a la moto. Mientras se ponía el casco se fijó de nuevo en el atrapasueños. Desde luego, si la veterinaria había acabado con Bernat, aquel colgante le serviría de bien poco, porque ya no le quedaría nada por lo que soñar.

Al salir por la verja avistó un quad que avanzaba por un camino de tierra hacia la entrada. Dejaba una estela de polvo y humo a su paso, como el correcaminos. Debía de estar saltándose todos los límites de velocidad permitidos. J. B. sonrió al imaginar la sensación. En ese momento el quad pisó un bache, la chaqueta del conductor se abrió ligeramente y vio que era una mujer. A medida que se acercaba identificó la melena pelirroja de la veterinaria. Ya era demasiado tarde para marcharse, seguro que lo había visto. Ahora tendría que esperar y decirle algo. La observó acercarse y respiró hondo. Había ido hasta allí para interrogarla sobre la coartada, así que ¿para qué esperar al lunes?

El quad rojo se paró en la misma verja y J. B. no necesitó ver los ojos de la mujer para darse cuenta de que se le recibía con gesto de pocos amigos. Entonces fue consciente de que llevaba el casco y de que lo más probable era que no lo hubiese reconocido. De repente, se arrepintió de no haberse largado cuando podía, pero paró la moto y se quitó el casco. Ella siguió con las gafas puestas y J. B. no pudo ver en sus ojos el momento en el que lo reconocía.

—Agente, ¿qué le trae a mi casa un sábado? —preguntó parando el quad.

—Esta mañana hemos intentado corroborar con sus vecinos, los Masó, el tiempo que nos dijo que había empleado en vacunar a sus animales, y no nos salen las cuentas.

La veterinaria se echó ligeramente hacia atrás, y J. B. vio por el movimiento de su nuez que tragaba saliva. Tampoco se le escapó cómo apretaba las manos, y cuando ella se quitó las gafas reparó en los esparadrapos que cubrían las puntas de sus dedos como si fuesen capuchas.

—No entiendo lo que quiere decir —afirmó con voz tensa.

Le estaba ocultando algo, de eso estaba casi seguro. Pero ¿qué era? No tenía aspecto de haber matado a alguien, no había en sus ojos nada parecido a la culpabilidad o al miedo.

—Bueno, los Masó dicen que usted estuvo allí hasta el mediodía y que se marchó hacia la hora de comer. Sobre las dos.

J. B. la observó con atención, quería estudiar cada una de sus reacciones para descubrir qué ocultaba. La veterinaria era de esas pelirrojas con la piel sembrada de pecas y curtida por el sol, nariz respingona y labios finos. Su aspecto era saludable si uno se olvidaba de los ojos, porque en ellos se advertía una fragilidad que no encajaba con el resto.

—Sí, y luego volví a las tres. Había quedado a esa hora con Chico, el hijo de los Masó, para que me ayudase, pero como no apareció trabajé sola el resto de la tarde.

—¿No apareció?

—Pasa con frecuencia; me llaman y cuando llego me ocupo del problema. No necesito público, y por aquí la gente tiene mucho trabajo. Así que pensé que su padre le habría mandado a hacer algún encargo.

La veterinaria bajó la cabeza y frunció el ceño.

—Verá… Al viejo Masó no le agrada que esté conmigo. De hecho, intenta que no coincidamos. No le gusto demasiado.

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