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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (6 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Esta vez Santi pareció aceptar de buen grado que el viejo le pusiese el brazo sobre los hombros. Incluso se permitió bajar la cabeza y asentir, quizá demasiado obediente, cuando le prohibió culparse por lo ocurrido.

—Ahora debemos enterrar a tu padre como se merece y aclarar lo que ocurrió —afirmó Casaus.

—¿Y sus cosas? —preguntó Santi.

—Dentro de un par de días creo que podremos devolvérselas.

J. B. miró a Desclòs.

—Nosotros tenemos que irnos.

Casaus asintió y Desclòs dio otro golpecito de ánimo en el brazo de Santi. Los agentes se dirigieron al coche patrulla.

Cuando pasaban delante de los dos hombres para incorporarse a la carretera, Casaus hizo un gesto a J. B. para que bajase la ventanilla.

—Es preciso averiguar lo que le ocurrió a Jaime —les ordenó antes de levantar la mano en señal de despedida.

Tomaron la carretera de vuelta a Bellver. En uno de los campos cercados que se extendían a la derecha, un pequeño grupo de robustos caballos bretones se acercaban parsimoniosos al lodazal que la lluvia había formado cerca del riachuelo. A la izquierda, J. B. reparó en una cincuentena de vacas agrisadas, encerradas en un campo embarrado con dos viejas bañeras oxidadas como abrevaderos. Había visto más bañeras a la intemperie en los últimos quince días que en toda su vida. Le tentó inquirir al caporal sobre el origen de aquel tipo de vacas tan poco comunes, pero la mirada que provocaría esa pregunta le frenó el impulso.

A la entrada del pueblo, Desclòs redujo la marcha.

—¿A comisaría?

—No, antes quiero conocerla. Vamos a ver lo que tiene que decir la veterinaria sobre sus actividades de ayer por la tarde.

8

Centro DIR, Barcelona

Empujada por el discurso alienante y la voz pletórica del monitor de
spinning
, Kate apenas sentía las piernas. El corazón se le iba a desbocar. El cansancio mental y físico que acusaba antes de salir del despacho había desaparecido por completo con el esfuerzo físico que la mantenía sobre la bici como una posesa. Imaginaba las células musculares de sus cuádriceps bombeando potasio y calcio en un intento desesperado por sobrevivir a lo que quedaba de clase. La única parte de su cuerpo que en ese momento no funcionaba por inercia era el cerebro. Sin embargo, notaba las pulsaciones con tanta fuerza que su cabeza parecía estar esperando a que acabase la hora de clase para explotar definitivamente como una calabaza de Halloween con un petardo dentro. Antes de comenzar la sesión le tentó la idea de abandonar. Pero, en cuanto sonó la música, su cuerpo empezó a moverse y ocurrió lo de siempre: que cuando emprendía algo, Kate no se rendía jamás.

Sin embargo, a pesar de la intensidad de la sesión de
spinning
, un mal presentimiento la mantenía conectada mentalmente al despacho. El asunto de Mario Mendes, con el hueso de fiscal que tenía asignado y los últimos listados con sus movimientos bancarios en Banca Andorrana, se complicaba por momentos. Kate sonrió al recordar la respuesta de Paco cuando ella le había hablado de su preocupación por la alta efectividad del fiscal que les tocaba. Si te vas a quedar más tranquila, revisa tus propios resultados y encontrarás ese mismo porcentaje de victorias. Kate amplió la sonrisa y pedaleó con más fuerza. Paco siempre encontraba las palabras justas para devolverle la seguridad. En este caso, además, él tenía interesantes relaciones con varios de los jueces que podían asignarles. Kate contaba con eso y también con la colaboración del técnico andorrano al que habían investigado. De modo que nada estaba decidido aún. Entonces ¿a qué venía esa vocecilla interior que le susurraba con insistencia que no se confiase?

9

Carretera de Pi a Santa Eugènia

A Desclòs se le podía reconocer, por lo menos, que no te crispaba discutiendo las órdenes. J. B. había captado en seguida que esa actitud tenía más que ver con la intención de eludir responsabilidades que con otra cosa, pero le facilitaba la vida, la verdad, así que tampoco iba a preocuparse por las razones que movían al neandertal que le había tocado por compañero. De camino hacia la finca Prats, repasó mentalmente la conversación que acababan de mantener con Santi y Casaus. Había un par de cabos sueltos. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó el último Solano. Debía acordarse de pasar por el quiosco y comprar una buena provisión de mentolados. Miró de reojo a Desclòs y le vio concentrado en su propio mundo, así que se metió el caramelo en la boca y decidió no masticarlo para que le durase cuanto más tiempo mejor. El familiar sabor dulzón del café con leche le hizo sentir bien de inmediato. «Estoy enganchado», pensó. Y, en ésas, recordó uno de los cabos sueltos.

—¿A qué se refería el alcalde con lo de la maldición de la veterinaria?

Arnau se movió incómodo en su asiento. J. B. contuvo la respiración y se concentró en el aroma y el sabor del caramelo para evitar el hedor que desprendía el caporal con cada movimiento. Desclòs seguía en silencio. Si esperaba a que olvidase la pregunta para no tener que responderla, se había equivocado de hombre. J. B. también permaneció callado. Al fin, Desclòs resopló.

—Bueno, las Prats siempre han tenido fama de medio brujas. Eso es lo que se dice —farfulló encogiendo los hombros como si aquello no fuese con él.

—¿Por qué todos dicen las Prats? ¿Acaso no fue un hombre quien ganó las tierras?

El caporal asintió algo más tranquilo, y J. B. intuyó que el asunto de la propiedad le resultaba menos comprometido.

—Supongo que es porque el abuelo de la veterinaria murió al poco tiempo de hacerse con las tierras. Pero tuvieron una hija, y ésta, otra. Y así sucesivamente. En esa finca los hombres mueren y las mujeres se quedan al mando. Además, del marido de la hija no se supo nunca nada, y eso es muy sospechoso —comentó con malicia—. De hecho, vivían las tres solas hasta que murió la madre de la veterinaria. Ya hace años. También corren rumores… Se ve que la encontraron en el bosque. El caso es que siempre han sido mujeres. Los hombres duran poco en esa finca —bromeó esperando complicidad.

—¿Y de dónde viene lo de la brujería? —insistió J. B. para mortificarlo.

El caporal le lanzó una mirada incrédula acompañada de un gesto de disgusto. J. B. lo ignoró y continuó en silencio.

Al fin, Desclòs suspiró, resignado.

—Desde siempre se han oído cosas sobre ellas, principalmente sobre la viuda, la abuela de la veterinaria. Parece que fue llegar ella a Santa Eugènia y que algunos vecinos empezaran a tener problemas en sus tierras. Dicen que sus cosechas eran mejores que las del resto de la zona por los hechizos que les hacía y las hierbas que les echaba. Se decía que atraían la fuerza de las tierras de los alrededores, o algo así.

J. B. sonrió. La envidia crecía incluso bajo las piedras, como la mala hierba. Su silencio obligó al caporal a continuar.

—Además, parece que la veterinaria no usa medicamentos con los animales que trata. Les da productos que fabrica ella y les pone emplastes de hierbas o algas que le traen de no se sabe dónde. A la gente no le gustan las Prats. Ésa es la fama que tienen las mujeres de la familia.

—En lo que me cuentas no veo indicios suficientes para que todos estén tan en su contra.

Arnau lo miró perplejo.

—¡Porque no las has visto! Son de lo más raras, como extranjeras, por estas tierras no hay nadie con esos pelos rojos y la cara tan manchada.

Incluso al propio Desclòs aquello debió de parecerle un argumento tan pobre que decidió seguir hablando.

—Y no se trata sólo de la brujería ni de que sus cosechas sean mejores o peores. Es por todo. Éste no es sitio para que las mujeres gestionen una finca tan grande. No saben cómo hacerlo. A diferencia de los demás propietarios, ellas siempre tienen problemas, les pasan cosas o sufren inundaciones y percances. Y encima van por libre, ni siquiera están en la cooperativa, ni colaboran con las cuotas como todos los propietarios. Son un peligro, y un fastidio, ¡y una molestia! —concluyó con irritación.

Las opiniones del caporal no le sorprendían. J. B. conocía su talante desde que coincidieron en la casa de ilegales de Urús, cuando le oyó soltar aquellas barbaridades sobre los inmigrantes y, en particular, sobre los bolivianos, a los que tachaba de vagos y ladrones. Ya entonces le dieron ganas de partirle la cara. Ahora, su discurso sólo confirmaba ese talante. Por otra parte, quedaba claro que el trasfondo era otro y que las Prats, con su independencia, suponían un ejemplo diferente que la gente tomaba como una amenaza para lo establecido. Probablemente eso era lo que las hacía tan «dañinas» para la comunidad. Lo había visto antes, en otros lugares donde comunidades cerradas con dependencia de las tierras, u otras necesidades, se dejaban embaucar por organizaciones dirigidas con astucia que únicamente servían a los intereses de unos pocos. Tendría que averiguar más sobre ese consejo del que todos hablaban con tanta ceremonia y del que había formado parte Jaime Bernat. Entre asociados, o lo que fuesen los del CRC, también podían existir rencillas. Guerras de poder. Eso no era nada nuevo. Por lo pronto, habría que ver si la autopsia arrojaba alguna luz sobre el caso.

Como de costumbre, pensar en una cosa le llevó a la otra y la autopsia le recordó a la forense. Cuando la llamase, sabrían más. Puede que la invitase a un café, y luego ya se vería. Oyó que Desclòs ponía el intermitente y volvió a pensar en la conversación que habían mantenido con Santi y Casaus.

—Y en cuanto a los arrendatarios, ¿a qué se refería Santi con lo de ponerlos en su contra?

El caporal se encogió de hombros. El encendido y absurdo discurso sobre las Prats le había dejado sin aliento. J. B. sonrió con la vista en la carretera.

—No tengo ni idea. Deben de ser asuntos de tierras. Podemos preguntarle a Santi cuando se le haga entrega de las pertenencias de su padre —propuso, mientras giraba para entrar en el camino que conducía a la finca Prats.

J. B. asintió en silencio, impresionado por lo que veía. La valla de piedra que rodeaba la hacienda y la magnífica puerta de hierro forjado con filigranas que enmarcaba la señorial entrada le habían dejado sin habla.

10

Finca Prats, Santa Eugènia

Cuando se fueron los dos agentes, aún le siguieron temblando las manos durante un buen rato. A pesar de eso, calentó agua en la tetera de la abuela y se preparó una infusión de melisa con anís y tomillo.
Gimle
, de pie en la puerta, la seguía de cerca con la mirada. Avanzó unos pasos y emitió un gruñido suave que Dana, con la mirada fija en el fuego, ignoró. Habían encontrado muerto a Jaime Bernat y la policía no había tardado ni un día en aparecer en su casa. El agua empezó a hervir, apagó el fuego y vertió la infusión en una taza. En el bote del azúcar moreno quedaban sólo dos terrones. Partió uno y echó la mitad en la tisana. Todo parecía llegar a su fin, en la finca y en su vida. Se dirigió a la sala, dejó la taza sobre la mesilla de ajedrez y se descalzó para sentarse en el sofá preferido de la abuela; todo ello bajo la atenta mirada de
Gimle
, que esperaba paciente para ocupar el espacio que quedase libre. Sus ojos se encontraron y Dana asintió, era la señal que el golden estaba esperando para saltar al sofá y arrellanarse sobre sus pies. Desde el instante en que los policías le comunicaron la razón por la que estaban en su casa, Dana había empezado a notárselos fríos, y ahora los tenía como un témpano.

No lamentar la muerte de Bernat le dolía, porque sabía que eso no era bueno para su alma. Sin embargo, debía reconocer que ese pesar iba acompañado de una increíble sensación de libertad. Una sensación de la que apenas pudo disfrutar, porque desapareció en cuanto fue consciente de que alguien había tenido que señalarla para que la policía le hiciese esa visita. Un detalle que su abuela hubiese pasado por alto sin pensar, pero que a ella le quebraba el ánimo y la dejaba sin fuerzas. En cuanto alzó la vista hacia el retrato de la viuda, sobre la chimenea extinguida, el nudo en la garganta apareció de inmediato.

¿Cómo conseguías que no te afectase?, le preguntó mirándola a los ojos. ¿Cómo ignorar los agravios y seguir adelante con el aplomo de una reina egipcia? Hace once meses que me dejaste sola y, por más que lo intento, no consigo pensar en ti con alegría, tal como me habías pedido tantas veces desde que el diagnóstico fue definitivo. Se le escapó un sollozo y mantuvo los ojos cerrados un instante mientras notaba la caricia cálida de las lágrimas al resbalar por sus mejillas. Siento que estoy perdiendo todas las batallas. Sollozó. Y no me acostumbro a las puñaladas traperas de los vecinos, ni a las perrerías de los Bernat. Y ahora esto. ¿Cómo voy a salir de este lío? Si ni siquiera tengo con quien hablar de ello. O con quien bromear, como tú y yo hacíamos siempre. Y eso lo hace todo más real, más dañino. Levantó el brazo y se pasó la manga del jersey por la cara. Y encima llevo un año apagando fuegos, se lamentó, tapando como puedo los agujeros de la finca, sin un respiro, y cada vez con menos recursos. La gente ya no paga los pupilajes y no pasa un mes sin que alguien me diga que ya no puede hacerse cargo de su caballo y que me deshaga de él. Pero ¿cómo se supone que voy a hacer algo así? Cada vez tengo más animales a mi cargo y menos ingresos. Estoy cansada, agotada, susurró enroscándose en el sofá. Se acarició las mejillas con la tela para enjugarse las lágrimas. Me duele pensar que la gente es mala por naturaleza. No quiero hacerlo. Pero cada amanecer me reserva alguna muestra de ello y, de tanto poner a prueba mis convicciones, empiezo a no estar ya segura de nada. La taza aún humeaba y miró hacia el capazo. Todavía quedaban algunos troncos, y eso seguro que la haría sentir menos sola. Buscó las cerillas con los ojos anegados. Estoy llegando al límite de mis fuerzas, musitó mientras se levantaba para preparar el fuego.
Gimle
se movió al notar que los pies sobre los que se había recostado desaparecían. Levantó la cabeza y la siguió con mirada atenta desde su posición en el sofá. Dana continuó la conversación silenciosa con su abuela.

Y encima ahora tengo la terrible sensación de que todos sospechan, esperan o desean que yo le haya matado, se lamentó. De repente, también tenía frío en la espalda. Se sentó de nuevo con los pies bajo la manta de terciopelo y abrazó la taza caliente con las manos.
Gimle
apoyó la cabeza sobre la manta con sus apacibles ojos pardos atentos a los movimientos de su ama.

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