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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (3 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Desclòs pareció dudar.

—Bueno, es normal. Supongo que cada cual vivía su propia vida. Al fin y al cabo, Santi tiene más de treinta años. Yo mismo vivo en el edificio de mis padres y a veces estoy semanas sin verlos.

J. B. asintió. Era posible. Él apenas había visto a su madre los días que pasó en su casa a la vuelta del País Vasco, mientras se resolvía lo de su cambio de destino. Aun así, era raro que el hijo de Bernat no hubiese notado su ausencia, ni siquiera al levantarse. Un escalofrío le recorrió la espalda y de nuevo una gota asomó por su nariz. J. B. la restregó en el borde del cuello de la chaqueta y sorbió con la vista puesta en la ruedecilla de la calefacción. Maldito tiempo, pensó moviendo con fuerza los dedos de los pies. Necesitaba unas botas o algo que le mantuviese los pies secos, porque con las deportivas siempre estaban calados. Las motas de la manga de su cazadora se habían convertido en líquido transparente, y J. B. pulsó de nuevo el interruptor del cristal. Por lo menos ya no olía al caporal, pero, joder, algún día alguien debería mencionárselo.

Cuando llegaron a la era, encontraron dos tractores aparcados que cortaban el paso de la carretera y un par de turismos en el arcén; un Ford Fiesta y un Fiat blanco. A la derecha, el terreno era abierto y llano, excepto por algunas granjas dispersas a lo lejos. A la izquierda, los campos subían desde la carretera hasta la cima de la montaña en una pendiente bastante inclinada. La parte alta era un bosque frondoso coronado por una neblina densa y estática; la baja, campos arados, separados por una línea de arbustos perpendicular a la carretera que delimitaba las eras. En lo alto de uno de los campos, cerca de los primeros árboles del bosque, J. B. distinguió a una persona agachada sobre un bulto oscuro al lado de un estercolero, y a otra de pie, a unos metros. Había cesado la aguanieve, pero la tierra hasta el estercolero estaba removida. J. B. entornó los ojos pensando de nuevo en sus deportivas.

El caporal aparcó el patrulla detrás del último tractor, sin maniobrar, y J. B. escapó del coche antes de que Desclòs tuviese tiempo de poner la mano sobre la palanca del freno. Cruzó la carretera, y observó cómo su compañero extendía el brazo para ajustar la ventanilla del copiloto. Estaba hablando solo. J. B. sonrió. Luego miró hacia la persona agachada en lo alto de la era.

Llevaba una especie de anorak negro y un gorro de lana del que asomaba una coleta. Sonrió. En un valle entre montañas, uno de esos forenses progres era de esperar. J. B. metió las manos en los bolsillos y soltó una vaharada de aire blanquecino. De nuevo trabajando, y eso que apenas le había dado tiempo a instalarse. Tras el período de cese que le había impuesto el comisario Millás por su comportamiento en las semanas posteriores a la muerte de su compañero, Jamal, el valle le había parecido una solución perfecta, una zona tranquila, sin sobresaltos. Y, sin embargo, la calma apenas había durado nada. Ojalá se tratase de una muerte natural, algo sin consecuencias que le dejase tiempo para acabar de montar el taller y ocuparse de restaurar la OSSA.

Al pensar en ella se le alegró el espíritu. Cada vez que conseguía una clásica para restaurar se sentía como cuando empezaba a salir con alguien, o incluso mejor. Se le pasaban las horas en un vuelo. Apenas hacía una semana que había ido a recoger la «palillos» del 56 y estaba exultante. Hasta se le hacía difícil esperar a llegar a casa para encerrarse de nuevo en el taller. J. B. saltó la alambrada para entrar en la era y, antes de empezar el ascenso, se volvió.

Desclòs se acercaba a uno de los tractores con el bolígrafo y el talonario de multas en la mano. Caminaba erguido, con la cabeza alta y la vista fija en su objetivo. J. B. lo vio mirar en la cabina del primer tractor y ajustarse la gorra con autoridad. Luego, andar hasta la parte trasera ignorando al resto del mundo, detenerse frente a la matrícula y empezar a escribir. En ese momento, J. B. avistó a los dos hombres apoyados en la valla del otro extremo del campo. Ambos observaban al caporal sin moverse mientras un tercero se les acercaba desde el lugar donde yacía el cadáver. Los dos hombres de la valla comentaban algo entre ellos mirando hacia donde estaba Desclòs. J. B., concentrado en la escena, entrecerró los ojos. Los de la valla llevaban sendos monos de trabajo azules y botas negras de agua. Intuyó que eran los conductores de los tractores que cortaban la carretera. El otro les indicaba con gestos que se mantuviesen fuera de la valla y avanzaba con dificultad sobre la tierra removida. Era un tipo alto y poco acostumbrado al terreno, con un anorak oscuro del que asomaban los bajos de una americana. Los secretarios del juzgado son inconfundibles, pensó. Desde que había entrado en vigencia la nueva ley, los jueces se personaban poco en las escenas si podían mandar en su lugar al secretario de turno. J. B. respiró hondo y exhaló una nueva vaharada blanca antes de volver a concentrarse en la parte alta de la era. Por lo menos no llovía.

En la carretera, Desclòs ya había guardado el talonario y se disponía a cruzar la acequia con la gracia que le permitían sus casi dos metros.

J. B. empezó a subir la era atento a las zonas más llanas para apoyar los pies. El caporal lo seguía rezagado unos metros, y eso hizo sonreír al sargento. Seguro que Desclòs no estaba acostumbrado a ver cadáveres. Allí, la gente debía de morir de vieja en sus casas. En cuanto se fue acercando al lugar donde estaba el cuerpo, J. B. se dio cuenta de que la persona agachada era una mujer. Sin duda, un incentivo interesante… Estaba a punto de saludar cuando vio acercarse con decisión al hombre del traje. Sus delgadas facciones, las gafas redondas y sus movimientos desgarbados le recordaron a Harold Lloyd y sus peripecias mudas. Antes de llegar hasta ellos ya le oyó jadear.

—Buenos días —gritó el recién llegado al tiempo que intentaba algo tan complicado como recuperar el resuello conteniendo las vaharadas blancas—, soy del juzgado.

—Sargento Silva —apuntó J. B.—, y él es el caporal Desclòs.

El hombre saludó a Arnau con un asentimiento, pero a él le extendió la mano. J. B. se la estrechó, atento a los esfuerzos del funcionario por normalizar la respiración y mantener a raya las náuseas. El hombre se esforzaba en no mirar al cadáver. J. B. todavía no había visto al protagonista del encuentro, pero cuando la mujer de la coleta se levantó y se dio por fin la vuelta, el sargento comprendió cuál era el problema del secretario.

J. B. también era la primera vez que estaba delante de un viejo al que le habían vaciado los ojos. Tragó una saliva que notó densa y mantuvo la mirada sobre el cadáver unos segundos tratando de imaginar que se trataba de un maniquí de plástico. Incluso intentó evocar el olor intenso del material con el que los fabricaban. La técnica que le había aconsejado su mentor, el comisario Millás, para no ceder a las reacciones fisiológicas del cuerpo ante ese tipo de visiones solía funcionarle. Pero el fuerte hedor que arrastraba el viento desde el estercolero dificultaba la estrategia. J. B. alzó la vista hacia los árboles de la parte alta y subió el brazo hasta hundir la nariz en la manga de la chaqueta para respirar. El trayecto hasta el bosque era un barrizal y, por primera vez desde que había llegado al valle, se preguntó qué coño estaba haciendo él en el fin del mundo.

Hasta que oyó el carraspeo, observó un segundo a la mujer que le tendía la mano, y luego de nuevo al cuerpo para asegurarse de que lo que había visto era cierto y de que al cadáver le faltaba un dedo.

Una vez confirmado, se volvió hacia ella y la miró un instante. Piel blanca y pecosa, rasgos infantiles, unos cuarenta y cinco kilos y cuerpo de preadolescente. Difícilmente clasificable…, tal vez un siete. Encajaron las manos y se encontró con unos dedos pequeños, huesudos y fríos como el hielo, que le devolvían el apretón con fuerza. En otras circunstancias, J. B. hubiese dudado incluso de su mayoría de edad. Era imposible, no podía tratarse de la forense. Él había presenciado algunas autopsias, hasta contaba con un par de conocidos del oficio, y esas manos tan pequeñas no podrían ni siquiera con las herramientas. Entonces ¿qué se suponía que hacía manipulando el cuerpo? Cuando se disponía a preguntárselo, ella le sonrió con timidez y se presentó. Era Gloria Álvarez, la forense del valle.

Como respuesta, J. B. le devolvió una mueca. Ante aquella muchacha se sintió como un fósil. La estudió de nuevo y, cuando quiso darse cuenta, sus ojos apuntaban ya a la zona del jersey en donde sobresalían los pezones. Gloria se apresuró a colocarse el portafolios justo delante y J. B. se volvió, intentando no mostrar precipitación. Es difícil ser más imbécil, macho.

—Coge la cinta y las barras para acordonar la zona —ordenó al caporal sin esperar respuesta—. Sube también la cámara y los marcadores.

Esperó un instante a que Desclòs empezara a descender hacia el coche y se volvió hacia la forense, decidido a mantener la vista por encima de la línea de su escote.

Gloria estaba de nuevo agachada sobre el cadáver, poniéndose el guante en la mano que acababa de estrecharle.

J. B. miró a su alrededor. Déjate de chorradas y céntrate. Después de eso, su cabeza empezó a trabajar.

Había marcas de vehículos de cuatro ruedas, pero estaban demasiado juntas para ser de un coche o de un tractor. Buscó en los bolsillos algo con que secarse la nariz, a sabiendas de que no encontraría ningún pañuelo, y al final, sin perder de vista la espalda de la forense, lo hizo con un gesto rápido del dorso de la mano. Luego dio un paso a un lado para observar el cadáver con atención y volvió a centrarse en la mano a la que le faltaba el dedo y en la posición del cuerpo, intentando imaginar qué lo habría hecho caer en aquella postura tan rara. Gloria seguía examinando el cadáver. A su alrededor había huellas recientes de varios tamaños que se acercaban y se alejaban del cuerpo igual que las marcas de las ruedas.

—¿Le han atropellado? —preguntó J. B. con intención de restablecer cierta normalidad.

Había metido la pata escrutándole el jersey y ella le había pillado. Vale, eso eran cosas que pasaban y no había que darles más importancia. Si hubiese habido confianza, con un chiste se habría solucionado. Pero no la conocía lo suficiente, así que se decidió por algo más convencional. Le pareció que ella asentía y permaneció en silencio, esperando una respuesta mientras la observaba trabajar. Parecía competente y, encima, algo le hacía intuir que no era de la zona. Bien, algo en común siempre ayudaba. Además, una buena relación con la forense podía serle muy útil, lo sabía bien, y no quería que una tontería acabase con el buen talante que le convenía mantener con ella. El silencioso y discreto secretario se agachó para comentar algo con la joven y se despidió. J. B. lo observó bajar con paso inseguro y apresurado hasta la carretera y acercarse a Desclòs. Entonces se volvió hacia Gloria. Seguro que era la única forense del valle. Como si le hubiese oído, ella asintió sin apartar la vista del cuerpo.

—Sí, no cabe duda de que un vehículo le pasó por encima, pero hasta que le practique la autopsia no podré asegurarte si fue eso lo que le mató o si ya estaba muerto. Aunque…

La forense, con su mano de miniatura, le indicó que se acercase y J. B. se agachó a su lado, cuidándose bien de no rozarla.

—¿Ves estas marcas? —dijo ella señalando uno de los brazos—. No hay hemorragia, ni siquiera en las zonas de mayor presión. Apostaría que el atropello fue post mórtem.

J. B. observó las marcas. ¿Qué finalidad tendría atropellar a un tipo muerto en medio de una era? Lo había dicho en voz alta. Gloria levantó la cabeza y se lo quedó mirando con una ceja en alto.

—Elemental, querido Watson. El conductor no lo vio… o no sabía que estaba muerto.

La chica era lista, y bromeaba. No estaba todo perdido. Gloria buscó algo en su maletín.

—Antes de que me preguntes lo que te tiene intrigado, te diré que fueron los cuervos.

J. B. la miró desconcertado y ella sonrió señalándose los ojos.

En ese momento, el sargento miró las cavidades huecas en el rostro del cadáver y el conocido sabor a hiel apareció al instante. Empezaba siempre debajo de la lengua y se iba extendiendo por toda la boca mientras él, esta vez, imaginaba el pico del cuervo picoteando los ojos del viejo. La imagen le hizo tragar saliva y buscó con impaciencia en uno de sus bolsillos.

Rasgó el envoltorio del Solano con los dientes y se lo metió en la boca. Inmediatamente, el sabor cremoso la inundó y J. B. tragó saliva varias veces para contener las náuseas. Gloria continuaba buscando en su maletín. Al fin la vio sacar una bolsita de plástico transparente.

J. B. respiró hondo.

—¿Cuándo crees que murió? —preguntó, ofreciéndole un Solano.

Ella lo rechazó mostrándole la mano enguantada.

—¿Te lo desenvuelvo?

Ella negó de nuevo.

—Con este frío, y por el rígor mortis, creo que murió ayer por la tarde —respondió introduciendo el dedo del cadáver en una de las bolsas de muestras.

—¿Por qué le cortarían un dedo? Ni siquiera se lo llevaron como recuerdo…

Gloria se encogió de hombros y volvió a examinar el apéndice de cerca.

—Fíjate, estas marcas proceden de algo que hacía tiempo que le presionaba el dedo, quizá un anillo. Pero por aquí no se ve ninguno —dijo levantando ligeramente el brazo. El cadáver, rígido, se movió entero como un maniquí—. Habrá que mirar bien cuando lo trasladen.

—Lo haremos. Dentro de nada llegarán los de la científica con sus polvillos y sus marcadores para peinarlo todo.

Gloria lo miró de reojo y, mientras escribía algo en la bolsa, le preguntó:

—¿Algo en contra de los científicos, sargento?

J. B. se encogió de hombros mientras pensaba una respuesta. Pero no se le ocurrió nada mínimamente inteligente y optó por buscar al caporal.

Desclòs ya había acordonado la zona y hablaba con el secretario del juzgado en la parte de la era que daba a la carretera, cerca del Fiat blanco. J. B. se dirigió hacia la valla pensando en los de la científica y en los dos años que había pasado entre esos tipos preparándose para las pruebas específicas de ascenso a sargento. Los cerebritos debían de estar al caer.

Al lado de los tractores, varias personas se habían ido concentrando, alertadas por el movimiento inusual de gente y vehículos o por algún aviso que habían recibido. Cuando uno de los hombres se sacó un iPhone del mono azul, J. B. enarcó las cejas. La última tecnología móvil alcanzaba ya los bolsillos más insospechados…

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