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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (8 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Desclòs bajó hasta su casa por la escalera. No tenía prisa, se sentía contento. Intuía que habría un antes y un después de resolver el caso. Por fin los suyos se darían cuenta de lo bueno que era, de su instinto y su capacidad. Ya iba siendo hora de que él, el primogénito, empezase a tener la relevancia que le correspondía en la familia, por encima de su hermano. Lástima que tuviese que haber muerto un hombre como Bernat para que eso sucediese.

Entonces reparó en que su padre ni siquiera se había sorprendido cuando le contó que Jaime Bernat había muerto. Arnau sonrió complacido. Los hombres como el juez Desclòs no se impresionaban por nada. Ya me tendrás al tanto, había dicho su padre, y esta vez se dirigía a él.

13

Finca Bernat

A las dos de la madrugada Santi seguía tumbado en su cama con los ojos como un búho y la mente en blanco. Llovía con fuerza y las gotas entraban por el hueco de la ventana mal cerrada de su habitación. Ni siquiera se había dado cuenta hasta que vio con el rabillo del ojo algo que se movía en el exterior y desvió la vista hacia el cristal.

La sombra de uno de los gatos pasó por la repisa y se detuvo frente al hueco; quería entrar a guarecerse. Santi se irguió de repente, y el animal desapareció al instante con el pelaje completamente erizado. Malditos gatos, en cuanto amaneciera se libraría de todos.

Se levantó para cerrar la ventana, pero al pisar sobre el charco que se había formado perdió ligeramente el equilibrio, se sujetó en el marco y soltó un taco dirigido al animal. Ahora los asquerosos gatos ya no tenían quien los defendiese, así que todos fuera. La química se ocuparía en adelante de los roedores. Se dejó caer de nuevo sobre la cama y restregó las plantas de los pies en el edredón. Luego se metió debajo y tiró de él hasta el cuello.

Tumbado en la cama, Santi repasó mentalmente la jornada. La noche anterior, tras abandonar el cuerpo de su padre en Santa Eugènia, tampoco había podido pegar ojo. Sin embargo, al amanecer se había levantado expectante porque sabía que le aguardaba un día complicado y había empleado la vigilia de la noche en planificar sus pasos.

Y, siguiendo el plan, a primera hora se había acercado a la finca de Casaus para avisarle del riego. A los viejos les gustaba ver trabajar a los jóvenes, y Casaus no era una excepción, así que decidió que le daría cuerda hasta que alguien le comunicase la noticia y todo se desatase. La cuestión era no estar solo, tener testigos. Al principio, lo único que le preocupó fue no irse de la lengua antes de tiempo y que el viejo alcalde de Pi sospechase algo. Pero, aun sin haber dormido, se sentía en alerta y excitado. Hacia media mañana, al ver llegar a Casaus, tuvo un momento de pánico cuando le asaltó la idea de que con toda seguridad le preguntaría por su padre. No tenía respuesta para eso, ni siquiera se había planteado la posibilidad. Mientras le observaba acercarse y pensaba en una excusa que justificase la ausencia del viejo en la reunión del CRC, había empezado a notar la camisa pegada al cuerpo y un incómodo temblor en las rodillas. Por suerte, Casaus no había mencionado nada, y él se apresuró a interesarse por el ayuntamiento para que no le preguntase por el viejo y así evitar meter la pata.

La voz de Casaus le había acompañado casi toda la mañana como un bálsamo. Sobre todo después de haber pasado la noche en blanco, intentando mantener los ojos abiertos para que no lo asaltasen las imágenes de lo que había hecho. Escuchar a Casaus fue el mejor modo de no pensar en la tarde anterior, en la veterinaria o en el bulto oscuro que había dejado abandonado sobre la era al anochecer. Al final de la mañana, cuando casi había zanjado el asunto de la inundación de los campos, empezó a preocuparle la falta de noticias. Había consultado el móvil varias veces y había comprobado, en cada ocasión, que no estuviese en silencio. Al final lo había guardado en el bolsillo del mono preguntándose si ya le habrían encontrado. Entonces empezó a pensar que quizá nadie se había topado con el cuerpo, o incluso que algún animal lo había desfigurado y no podían reconocerlo. Con las vacas también ocurría: los zorros y algunos pájaros podían dejar a un animal irreconocible en cuestión de horas. Pero, en cuanto se acordó del coche, desestimó la idea. Todo el mundo en Santa Eugènia sabía que el viejo Ford Fiesta era de su padre. Fue entonces cuando reparó en que trabajaba demasiado rápido y que cuando acabase no tendría ninguna excusa para permanecer allí con Casaus. Y, moviéndose con más calma, fingió comprobar varias veces todas las entradas de la acequia y ajustó las placas del riego. Incluso se detuvo en un par de ocasiones para preguntarle al viejo por algún detalle de lo que éste le estaba contando. Por suerte, Casaus había cogido carrerilla y seguía hablando sin pausa de los problemas que le daba la alcaldía de Pi. Casi a mediodía, cuando ya no le quedaban excusas para seguir allí, por fin sonó el móvil.

Tumbado en la cama, Santi casi podía volver a sentir el temblor de la mano en el momento en el que había oído el teléfono, y lo que le costó sacarlo del bolsillo. Incluso recordaba haberse inclinado un poco para que Casaus no lo notase. Cuando por fin había podido responder, su corazón era una locomotora. La voz de Desclòs le había sonado especialmente grave al decirle que tenía que darle una noticia y que iba para allá. Cuando colgó, se lo comentó a Casaus fingiendo perplejidad para que él se ofreciese a quedarse. Todo ocurrió según lo previsto. La policía nunca suele dar buenas noticias. Me quedaré por si me necesitas, había dicho el viejo alcalde. Luego le sugirió que se pusiera en contacto con su padre por si se trataba de algún percance con las tierras. Santi se oyó decir que no quería molestarle sin saber de qué se trataba. Todo seguía según lo planeado y poco a poco se relajó. Al fin y al cabo, ¿qué podía salir mal estando entre amigos?

Pero entonces sucedió algo con lo que no contaba: Desclòs llegó acompañado.

En un primer momento, el sargento J. B. Silva, con su cuello tatuado y la piel oscura, le pareció un tipo raro más que una amenaza. Además, tanto Desclòs como él mismo le pasaban casi dos palmos y, cuando empezaron a hablar, el hijo del juez aparentaba llevar el mando. Así que dejó de preocuparse por él hasta que le informó de que habían encontrado a su padre muerto y empezó a notar los ojos de aquel tipo agitanado vigilando cada una de sus reacciones como un maldito escáner. Eso le hizo sentirse inseguro. No había pensado en qué tipo de reacción se esperaba de él cuando le diesen la noticia. Aunque sabía que habría testigos, simplemente no se lo había planteado. Contaba con la presencia de Casaus, y, desde luego, la aparición de Desclòs había sido también una suerte. El viejo alcalde era amigo de su padre, y el caporal…, bueno, él no se daría cuenta de nada por evidente que pareciese y, aunque lo hiciera, Santi sabía que jamás cuestionaría a un Bernat. Ésa era la ventaja de jugar en el mismo equipo. Por eso, al oír su voz en el móvil había esperado resolver aquello entre amigos, sin testigos extraños. De hecho, si Desclòs hubiese acudido solo, se habría ahorrado tener que soportar el abrazo del viejo Casaus cuando vio que el sargento le estudiaba sin parpadear.

Pero horas más tarde, tumbado en la cama y envuelto en la soledad de la noche, aún recordaba la dureza en los ojos del sargento cuando había intentado poner pegas a la autopsia. En ese instante no le quedaron dudas sobre quién estaba al mando. Santi notó el estómago vacío y las tripas revueltas de nuevo. No había podido comer nada desde el pan con ajo del desayuno porque el estómago no había dejado de molestarle, incluso había tenido que sentarse en el váter varias veces. Contuvo la respiración mientras soportaba los retortijones y dudaba si volver al lavabo. Pero, en lugar de eso, se forzó a pensar en otra cosa.

Por suerte, el asunto de Llívia había sido un acierto y ahora nadie lo situaría en Santa Eugènia la tarde anterior. Eso era lo que quería. Se le ocurrió que los policías no eran muy buenos si aún no habían descubierto lo del quad. Además, con la lluvia seguro que la era estaba como un barrizal y sería imposible distinguir las roderas. Y, encima, la veterinaria tenía el mismo vehículo, así que si venían preguntando no sería difícil conseguir que pensasen en ella.

Suspiró agradecido. Ya no sentía las tripas y notaba los pies secos y calientes. Incluso había retrasado el despertador unos minutos. Ahora que ya no tenía que sacarle al viejo el coche del garaje, ni cargarlo con las herramientas o el heno, podía permitírselo. Ésas eran tareas que, en adelante, sólo haría cuando él quisiera. Santi cerró los ojos e intentó dejar la mente en blanco para dormir, pero fue inútil.

Y es que no se explicaba qué le había calentado tanto esa tarde en la era como para actuar como lo había hecho. Tampoco sabía si se sentía orgulloso o sólo aliviado. De lo único que estaba seguro era de que no se arrepentía en absoluto. Puede que hubiese sido el verle levantar el bastón contra la veterinaria. Él sabía de lo que era capaz el viejo cuando blandía su bastón. No en vano le había partido unos cuantos en la espalda. Pero cuando lo descubrió alzando la vara contra ella, se soliviantó.

Esa tarde, en cuanto la vio llegar a la era montada en su quad rojo, supo por qué los buscaba. Casi podía oler su cabreo y el desconcierto de su padre por las acusaciones. Por una vez, su papel de viejo desorientado e inocente no era una farsa, porque la tala del árbol había sido cosa de Santi, sólo suya. Quería castigarla por lo de Chico. El hijo de los Masó se paseaba por la finca Prats como Pedro por su casa, y eso le ponía enfermo. Además, la muy bruja no hacía ni un año que había rechazado su propuesta de unir las tierras de Santa Eugènia con una boda y, a pesar de ello, cuando la vio enfrentarse al viejo le enorgulleció que fuese tan brava. Después de la trifulca, Santi la había seguido con la mirada hasta que ella se internó con el quad en el bosque. Y entonces, al volverse, fue cuando descubrió a su padre tirado en el suelo como un bulto. Se dirigió hacia él y le gritó algo para que se levantase. Incluso bajó del quad y recogió el bastón, que se le había caído de la mano. A él no se atrevió a tocarlo, sólo le dio un golpe con la bota para ver si reaccionaba. Pero el viejo no se movió. En un primer momento, la idea de haberse librado de él pasó fugaz por su cabeza. Pero se le ocurrió que quizá sólo era un desmayo. Dudando si se trataba de un truco, lo golpeó un par de veces más con la bota para ver si reaccionaba. La idea de que le estuviese tomando el pelo y que todo fuese a seguir igual le cambió el humor, y maldijo su suerte. Tuvo ganas de gritarle, y lo hizo. La potencia de su propia voz rompiendo el silencio del monte al anochecer le sorprendió, y miró alrededor por si alguien le había oído, pero estaba solo. Entonces lo observó de nuevo: tirado en el suelo sólo era un fardo que no intimidaba a nadie. Notó el peso del bastón en la mano y lo agarró con fuerza; pensó en la espada de un samurái. Le tentaba la idea de acercarse a él y ver si respiraba. Pero en lugar de eso, le volvió a golpear con el bastón y esperó un instante con los ojos clavados en la mano que su padre había hundido en la tierra como una garra. El viejo siguió quieto mientras a Santi el corazón le golpeaba cada vez más fuerte en el pecho, como un tambor.

Sólo de pensarlo, y a pesar de estar a salvo en su cama, volvía a notar el corazón bombeando con fuerza y el nudo en la garganta. Recordaba haber oteado a su alrededor varias veces preguntándose si de verdad había cambiado su suerte. Apenas podía percibir ya el relieve de las montañas en el cielo cuando empezó a llover con fuerza. A esa hora ya no pasaría nadie por allí. Sintió de nuevo el bastón del viejo en la mano, duro y pesado, como si le gritase que ahora él era su amo. Y justo en ese momento supo que tenía que actuar, que quizá no habría otra oportunidad. Apartó las gotas que le mojaban la cara y los ojos, y se montó en el quad. Lo puso en marcha, volvió a apartar las gotas de sus ojos, y hundió el acelerador en el chasis hasta el fondo.

Fue como pisar a un animal.

1972

El intenso olor que siempre desprendía seguía allí aunque ella ya no estuviera. Era el mismo que quedaba en el vaso de la leche por las mañanas, o en la caja de los cereales cuando ella la había tocado. A él no le importaba, ni tampoco la aspereza de sus manos que tanto molestaba a los gemelos. Sólo la notaba cuando le abrochaba el abrigo y sus manos le rozaban la barbilla. O cuando tenía fiebre y ella le ponía la mano en la frente como si fuera un termómetro. Eso le hacía sentir mejor casi de inmediato. Maruja siempre estaba ahí. También cuando se ponía malo. Tenía seis años cuando se lo soltaron a la cara, como un escupitajo. Ella no es tu madre, le dijeron. De camino a casa murmuraban entre ellos, y cada poco uno de los dos se volvía y le miraba con pillería. Él intentaba con todas sus fuerzas oír lo que decían, pero con el ruido de los coches era imposible. Ellos iban delante, como siempre. Ese día deseó ser mayor para poder ir solo y no tener que aguantarlos más. Eran unos mentirosos, y aquélla era la más idiota de sus mentiras. Pero, aunque lo sabía, si hubiera podido les habría destrozado la boca a patadas. Intentó no pensar en ellos, sabía que lo hacían adrede para molestarle. Y lo estaban consiguiendo. En el semáforo paró un coche rojo y se le ocurrió contar coches, eso siempre le distraía. Pero ese día su cabeza no quería contar, ni distraerse, sólo llegar a casa y avergonzarlos delante de ella cuando les dijese que era todo una mentira. Se iban a pegar un corte que no olvidarían y él iba a estar allí para ver sus feas caras pecosas cuando Maruja los castigase por mentir. Esos pensamientos le hicieron acelerar el paso. Al llegar a casa, la encontraron fregando el vestíbulo. El olor familiar de la lejía se extendía como una nube tóxica a su alrededor. Los gemelos entraron en su casa entre gritos, empujones y risotadas. Él dudó, pero la curiosidad pudo incluso más que las ganas de avergonzarlos y se lo preguntó. No esperaba esa respuesta. Entró en la portería y se sentó a la mesa del comedor con la mochila todavía en la espalda. El pan que había dejado para él estaba esparcido por el plato, hecho migas, y del chocolate no había ni rastro. Pensó que, en el fondo, hacía tiempo que sabía que la gente comía y dormía en el mismo sitio, y que había algo raro en eso de vivir en la portería de Maruja y tener la cama en el piso de la tía. Permaneció unos minutos sentado, notando cómo crecía el agujero en su estómago, hasta que las tripas empezaron a dolerle y tuvo que ir al lavabo. Se sentó en el retrete, con las puntas de los pies rozando el suelo, y pensó en lo que pasaría ahora. Pregúntale a tu tía, le había dicho Maruja. Un escalofrío le puso la piel de gallina y se entretuvo pellizcándose la piel de la rodilla con los dedos de las manos como si fuesen pinzas, cada vez más fuerte, hasta que se le puso roja. La tía era una persona muy difícil, siempre le reñía, incluso antes de que él hubiera hecho algo o abierto la boca, y eso hacía que su corazón quisiese ir muy de prisa cuando ella lo miraba. Y esa vez no fue diferente, sólo que su respuesta lo dejó aún más confundido cuando le dijo que su madre no estaba, que había muerto y que, por suerte, él no se le parecía en nada. Tú y yo somos iguales, había dicho, y las personas como nosotros no necesitan a nadie.

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