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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (7 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Las luces de la finca acababan de encenderse y el jardín empezaba a iluminarse con la lenta cadencia habitual. Dana miró hacia fuera y se le escapó un suspiro. Desde pequeña había amado esa tierra y a sus animales como a su propia vida, pero al crecer comprendió que, en realidad, no era como creía, sobre todo para las Prats. Mientras vivió la abuela, fuerte como un roble centenario, siempre la había protegido de las maldades, pero ahora era diferente, estaba sola, y por primera vez también se sentía así. Sorbió y el líquido caliente le quemó la boca, pero sus manos siguieron apretando la taza con una fuerza inconsciente. Los dedos también le ardían. Miró con lástima lo que quedaba de sus uñas y cambió la posición de las manos para no verlas. Necesitaba protegerlas con algo para que no se le infectasen. Acercó la taza a los labios para sorber de nuevo y, al tragar, se le clavaron mil agujas en la garganta. Cerró los ojos y las lágrimas resbalaron hasta caer en la infusión y mezclarse en ella como una pequeña lluvia, suaves como la voz de la abuela cuando le había dicho: abrázala, cuida de ella como si fuese yo misma, déjate llevar por tu instinto y hazla crecer y florecer como se merece. Esta tierra es como nosotras; agradecida, terca y salvaje. Los preceptos de la abuela que ahora tanto le costaba cumplir… Lo comprendo, pero yo no soy como tú, susurró entre sollozos.
Gimle
levantó la cabeza y el corazón de Dana dio un vuelco en cuanto empezó a sonar su móvil. Se encogió mientras observaba con temor la luz de la pantalla. A esa hora era poco probable que fuesen los trece dígitos porque los bancos llevaban horas cerrados. Extendió la mano y cogió el móvil intentando no rozar la tecla verde.

Miró la pantalla y respiró hondo.

—Hola…

—…

La voz del hombre que estaba al otro lado de la línea sonaba excesivamente animosa, y Dana se enterneció agradecida al recordar su último encuentro. Debía de haberle costado mucho marcar su número.

—De acuerdo, ¿qué quieres que haga?

—…

—Claro que me acuerdo de la mudanza, contad conmigo, ya se lo dije a Tato cuando llamó para pedir las cuerdas. Y en cuanto a la comida, al final, ¿cuántos seremos?

—…

—¿Quieres acercarte mañana por la tarde y la hacemos?

—…

Permaneció en silencio mientras él intentaba convencerla y el nudo volvió poco a poco a apoderarse de su garganta. No podía aceptar su oferta y tampoco hablar con él de lo que le ocurría. Cogió aire y apartó con la manga del jersey las lágrimas que empezaban a cosquillearle la cara de nuevo. Luego carraspeó.

—Mejor mañana, Miguel. Estoy muerta y pensaba acostarme en seguida.

El silencio al otro extremo de la línea exhalaba decepción y su pregunta la sorprendió.

—…

—Qué va, sólo estoy cansada. Mira, nos vemos mañana. ¿Sobre las cuatro te va bien? Así te invito a un café. La cafetera que me regaló tu hermana está casi por estrenar. Todavía quedan cápsulas de todos los colores.

—…

—Claro que te lo diría, hombre, pero no te hagas ilusiones de caballero andante, que esta dama sólo tiene sueño. Venga, hasta mañana.

Después de colgar mantuvo el móvil en la mano un instante. La idea de llamarla se le había ocurrido de repente, como una intuición, un suave susurro de los de la abuela. Buscó su número en el teléfono y, mientras lo hacía, recordó la última vez que habían hablado. Ahora estaban tan lejos… A veces pensaba que siempre lo habían estado, pero que en el fondo no quería reconocerlo. Otras, que sólo era temporal y que ella volvería para que todo fuese como antes hasta el fin de los días. Y que vivirían las dos felices en la finca, tal como planeaban de pequeñas. Con ella sí se veía capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Pulsó la tecla roja con el pulgar y el número desapareció de la pantalla. Su ausencia le dolía tan hondamente que había tenido que buscar un modo de no pensar en ella cada vez que su recuerdo amenazaba con volver a hundirla en un pozo de soledad. Por lo menos ahora ya sabía lo que sentía, lo que había sospechado desde siempre y había constatado con su distanciamiento tras la muerte de la abuela. Que lo que quería era estar con ella, pero que eso era imposible. Y aunque esa certeza convertía su sentimiento en algo más sosegado, no lo hacía por ello menos doloroso. Pulsó de nuevo la tecla roja del teléfono antes de soltarlo sobre la mesa. Ahora ni siquiera le quedaba Miguel.

La semana anterior se había presentado en la finca por sorpresa, había pillado a Dana desprevenida y ésta no había podido negarle los problemas por los que estaba pasando la finca. Y, después, ni tan sólo había sido capaz de hacerle comprender los motivos que la empujaban a rechazar su ofrecimiento. No seas orgullosa, le había dicho dejando claro que no comprendía su frustración por no poder mantener por sí misma el legado de su familia. Además, existía otra razón que no podía contarle. Temía la reacción de su hermana cuando supiese que se había asociado con él. Conociéndola, seguro que pensaría que había sido a sus espaldas, a traición. Tal como estaba la relación, algo así podía separarlas definitivamente. Y la sola idea de que eso pudiese pasar la aterraba.

Se movió inquieta en el sofá y vigiló el móvil. Tal vez debería haberle contado a Miguel que la policía se había presentado en su casa. Al fin y al cabo el sargento que la había visitado era ex compañero suyo. Pero su instinto no la había guiado por ahí y lo último que quería era que él sintiese pena por ella o que estuviese obligado a cargar con sus problemas. Cabía la posibilidad de que la visita de la policía sólo respondiese a un mal viento y que pasase sin más. Aunque la reacción del hijo del juez ante su descripción de las actividades que había llevado a cabo el día anterior no la impulsaba a tener esperanzas.

Los policías permanecieron en silencio cuando les dijo que había estado ocupándose de los animales de la granja vecina de los Masó durante toda la mañana y que Chico o su madre podrían confirmarlo. También cuando les contó que había seguido con el trabajo hasta entrada la tarde y que después había visto a Jaime y a su hijo Santi en las tierras que los Bernat tenían en Santa Eugènia. Y ahí fue cuando el hijo del juez la acusó de mentirosa y ella no había sido capaz de defenderse.

Lo ignoraban, pero lo único que había omitido era la razón por la que había ido hasta allí y la causa de su discusión. Que el malnacido de Bernat hubiese mandado talar el roble centenario bajo el que estaban enterrados los cuerpos de varias generaciones de su familia no le importaba a nadie. Eso se lo guardaba para ella. Pero todo lo que les había dicho era verdad.

Las lágrimas volvían a anegarle los ojos. ¿Qué podía esperar del hijo de uno de ellos? Los mafiosos eran todos iguales, iban a por lo mismo y se cubrían unos a otros. A veces estaba tan harta de todo que deseaba marcharse y desaparecer. Pero ¿cómo podría vivir en otro lugar?

11

Bar El Edén

Era viernes por la noche y en casa le esperaba el mejor plan de la historia. Había llegado por los pelos al quiosco y notaba en la mochila el peso de los dos kilos de sus Solanos favoritos y de la barra de pan caliente. Ahora sólo le quedaba pasar por el bar.

Cuando cruzaba la calle por delante de la comisaría empezaron a caer las primeras gotas, e instintivamente aceleró el paso. Vio cómo se apagaban las luces del despacho de Magda y, a través de los cristales, a Arnau de pie en el hall, apoyado en el mostrador de Montserrat. El caporal le hablaba a la secretaria agitando con indolencia un portafolios que sujetaba en la mano. Seguro que hacía tiempo para que la jefa le viese allí y luego se largaría en cuanto ella saliese del aparcamiento. En todas las comisarías había tipos como él. J. B. dibujó una mueca. Y eso que no hacía ni una hora que le había puesto pegas para ir a trabajar al día siguiente porque era sábado. Al muy cabrón se le habían agolpado las excusas en la garganta como vagones de tren hasta que supo que, en cuanto confirmase la versión de la veterinaria con los Masó y mandase las fotos de las roderas al laboratorio, podría irse a casa. Aun así, al salir le soltó que los tres sábados festivos al mes eran por su antigüedad, pero que iría porque se trataba de Jaime Bernat. Pedazo de mamón.

A esa hora de la tarde, El Edén era un hervidero de gente que tapeaba y bebía. Desde la esquina se oía el zumbido fuerte y festivo de las conversaciones y, a pesar de tener las dos puertas abiertas, el local olía a rancio, a cerveza y a gente que había trabajado toda la jornada. J. B. aspiró la última bocanada de aire fresco y entró. Echó un vistazo a todo el local, se acercó a la barra y pidió que le envolvieran lo que quedaba de la tortilla de patatas y unas cortezas de cerdo recién hechas. Mientras le preparaban el pedido repasó mentalmente lo que acababa de ver: las personas que había en cada mesa, lo que tomaban y lo que había en las bandejas de los expositores de la barra. Para hacerlo, dejó la mente en blanco y se concentró por completo en la memoria visual. Luego se volvió y comprobó el resultado. Practicaba el juego por lo menos una vez al día, una costumbre que había aprendido de su padre y que el primer año de servicio en la comisaría de Cornellà le había hecho ganar mucha pasta en apuestas.

La camarera le dio la bolsa y J. B. pagó con un billete de veinte euros. Mientras esperaba el cambio, vio que las chicas de una mesa del fondo lo observaban. Le guiñó un ojo a la rubia de los pechos grandes, y ella le sonrió con intención mientras susurraba algo que hizo que todas rieran entre aspavientos. Se volvieron hacia él y en ese momento la dueña le devolvió el cambio. Al hacerlo, le rozó la mano que tenía sobre la barra con el platillo de madera. Él buscó sus ojos. Ella no lo esquivó, pero empezó a colocar los platos de café con la cuchara y el azúcar en línea, sobre la barra, justo delante de él.

J. B. cogió las monedas y la bolsa. El calor que desprendía la comida le recordó su casa y el plan que tenía con la OSSA para el fin de semana. De repente, tuvo ganas de volar hasta allí, abrir una lata de cerveza fría y ponerse a arreglar la moto. Salió del local con la bolsa humeante en la mano y la mochila colgada del hombro. Quince euracos… Algún día tendría que pasarse por el súper a comprar algo más que latas.

12

Puigcerdà

Con los nudillos blancos por la fuerza con la que sujetaba el cambio de marchas, Arnau Desclòs puso la primera y casi empotró la palanca en el CD. Volvió a poner punto muerto y repitió el movimiento con la misma rabia. Pero esta vez casi incrustó el embrague en el chasis. Iba a cumplir treinta años en el cuerpo y no dejaría que un recién llegado de los bajos fondos se atreviese a cuestionar sus privilegios. No, señor. Y encima con testigos. Al salir de la comisaría no le había quedado otra que aguantar las burlas veladas de la secretaria por tener que ir al día siguiente. Además, quién se creía que era aquel enano para decirle lo que tenía que hacer… Él iba a trabajar todas las fiestas que hiciesen falta, que para eso era un agente de la ley, un policía de los pies a la cabeza, entrenado para defender a los ciudadanos los trescientos sesenta y cinco días del año, siempre que fuese necesario. Y a la mañana siguiente, que era sábado, iría porque se trataba de Jaime Bernat, no por otra cosa. Y si aquel quinqui pensaba lo contrario, se equivocaba. Negó con la cabeza y, al ver el ámbar del semáforo, redujo hasta detenerse.

Desde luego, todo iba a peor. Con los malditos despilfarradores de izquierdas el país se estaba quedando en los huesos. Tanto subsidio y tanto vago suelto… Por suerte, casi nada de eso había llegado al valle y debían ocuparse de que todo siguiera así. Sabía que su padre y los del consejo harían lo necesario para que las cosas no empeorasen, pero cuando el mando de una organización estaba lejos, como ocurría en comisaría, cuando las cosas dependían del exterior, era imposible.

Más de veinte años con el comisario Salas-Santalucía, y ni un problema. Pero, claro, los rojos siempre estaban cambiando lo que funcionaba. Negó con gesto abatido, y su vista se perdió en el luminoso escaparate de la tienda de lámparas.

Con tanto brillo, se le pasó el cambio del semáforo y cuando se dio cuenta miró por el retrovisor. El suyo era el único coche. En cuanto se puso verde arrancó. Tenía ganas de llegar a casa. Algunas veces esperaba a que alguien pitase. Le encantaba ver esas caras cuando salía del coche con el uniforme. Era casi mejor que cuando les entregaba el papel amarillo de la copia para el infractor. Pero si todo seguía así, pronto se perdería el sano respeto de antaño a la autoridad. Ese pensamiento le llevó de vuelta a los absurdos cambios de los últimos tiempos.

Aun teniéndolo delante, la comisaria era incapaz de darse cuenta de que era el mejor hombre con el que contaba, el de mayor experiencia y el de porte más regio; su autoridad exhalaba por todos los poros. Pero, claro, ¿qué podía esperarse de una mujer? Bien poco, desde luego. Y es que dónde se había visto que una mujer dirigiese una comisaría… Algo así estaba destinado al fracaso, y cualquiera con dos dedos de frente lo sabía. Así pasaba lo que pasaba: que dirigía el caso un quinqui desarrapado de los bajos fondos. Puso el intermitente y viró por la calle Santa María. Allí no necesitaban tipos como Silva. De hecho, nadie en su sano juicio le hubiese aceptado en un lugar como el valle, donde la gente era seria, reverente y temerosa de la autoridad. Tanta igualdad estaba acabando con el país. Pero si últimamente las mujeres ni siquiera sabían ya cómo cocinar un buen guiso… Por eso él no se casaba. Se negaba a mantener a una mujer, y mucho menos a aguantar que trabajase vestida como un hombre y a arriesgarse a que le hiciese fregar los platos por toda esa tontería de la igualdad. Tantos derechos sólo favorecían a los malditos inmigrantes, que acabarían con todo. Buscó en la guantera el mando a distancia para abrir la puerta del garaje. Al levantar la vista vio llegar el Mercedes de su padre y le cedió el paso.

De inmediato se sintió animado por la coincidencia. Cogerían juntos el ascensor y podrían charlar. Seguramente llegaba de Barcelona, o por lo menos eso era lo que había dicho Casaus. Decidió que le subiría la maleta.

Salió del coche, lo cerró con el mando y, camino del ascensor, se irguió al máximo. Cuando lo hacía eran igual de altos.

Subieron juntos y Arnau le llevó la maleta hasta la puerta. Luego bajó a su piso con una sonrisa satisfecha en la cara. No recordaba la última vez que se había parado a charlar con su padre en el rellano. Además, cuando le había dicho que se ocupaba de la muerte de Jaime Bernat se había interesado de veras. Claro que él había olvidado convenientemente mencionar que Silva estaba al mando, pero sólo porque, en el fondo, se trataba de un detalle sin importancia. Lo que sí le había comentado era su encuentro con Santi y Casaus. Al final le preguntó cortésmente por su viaje y él le respondió que solamente había estado fuera una noche. Lo importante era que habían hablado bastante rato, hasta que Arnau empezó a describirle los ojos vacíos de Bernat y su padre dio por zanjada la conversación.

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