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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (32 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡El muchacho! —repitió la joven—. ¡Mejor está mil veces donde se halla que entre nosotros! ¡Qué nada haya ocurrido a Guillermo es lo que deseo, que en cuanto al muchacho, ojalá haya muerto en aquel foso y se pudran en su fondo sus tiernos huesos!

—¡Cómo! —exclamó Fajín, sin volver de su asombro.

—Digo y repito que será para mí motivo de alegría no volver a verle y saber que han terminado sus pruebas en este mundo —replicó la joven, clavando sus ojos en los del judío.

—Me es imposible soportar su presencia. Cuando le veo, me aborrezco a mí misma y detesto a todos ustedes.

—¡Bah! —exclamó el judío con desdén—. ¡Estás borracha, hija mía!

—¿Que estoy borracha? —replicó con amargura Anita—. No será suya la culpa si no lo estoy, pues borracha quisiera verme siempre... excepto en este momento. Parece que no es de su gusto el humor en que me encuentra, ¿no es cierto?

—¡No! —gritó el judío con furia—. ¡Maldita la gracia que me hace!

—Cómpreme usted otro, en ese caso —dijo la muchacha riendo.

—¡Que te compre otro! —rugió el judío, exasperado hasta lo indecible ante la obstinación inesperada y la actitud agresiva de Anita—. ¡Te lo compraré, sí te lo compraré! ¡Escúchame... arrastrada! ¡Escúchame a mí, que con seis palabras, fíjate bien, con seis palabras puedo ahorcarle con tanta seguridad como si en este momento tuviera entre mis dedos su cuello de toro! Si vuelve sin el muchacho, si se presenta y no me lo trae muerto o vivo, asesínale tú misma en cuanto ponga los pies en casa, si quieres evitarle que baile en la horca. Pero hazlo enseguida, porque a poco que tardes, te juro que no llegarás a tiempo.

—¿Y por qué todo eso? —preguntó involuntariamente la joven.

—¿Que por qué? —bramó Fajín, loco de rabia—. Cuando ese muchacho vale para mí centenares de libras esterlinas, ¿crees que voy a ser tan idiota que me resigne a echar por la ventana un beneficio tan seguro, por culpa de una caterva de borrachos a quienes puedo hacer ahorcar cuando me acomode? Además. ¿Crees que voy a ponerme a merced de un desalmado, de un verdadero demonio, que si como tiene poder tuviera voluntad de... de...

Al hacer una pausa para toma aliento, perdió sin duda el hilo d su fogoso discurso, y mientras buscaba una palabra que responder a su pensamiento, apaciguóse d pronto la tempestad rugiente de su rabia. El que segundos antes azotaba el vacío con sus manos crispadas, dilatadas las pupilas y encendido el rostro por el fuego de la pasión dejóse caer desfallecido sobre la silla y tembló al pensar que el mismo acababa acaso de venderse, descubriendo el secreto de alguna villanía misteriosa. Al cabo de alguno momentos de silencio, resolvióse mirar a su compañera, y parecía tranquilizarse algún tanto al encontrarla en la misma actitud de indiferencia e insensibilidad que ofrecí cuando él entró en la habitación.

—¡Anita, hija mía! —exclamó con acentos de dulzura en la voz—. ¿Has oído algo de lo que he dicho?

—¡No me moleste usted, Fajín! —dijo la joven, alzando con languidez la cabeza—. Si en esta ocasión no ha estado Guillermo a la altura que era de desear, en cambio otras veces ha rebasado sus esperanzas. Por cuenta de usted ha dado golpes muy hermosos, y dará otros a poca ocasión que se le ofrezca, y si no los da, será porque no le sea posible. Y basta ya, que me molesta hablar del asunto.

—¿Y del muchacho, querida? —preguntó el judío, frotándose las manos con movimiento nervioso.

—No es de mejor condición que los demás —se apresuró a interrumpir Anita—. En este mundo, cada palo que aguante su vela. He dicho antes, y vuelvo a repetirlo, que desearía que hubiese muerto, manera de que para él terminaran los males y para usted el peligro... suponiendo que a Guillermo nada le haya ocurrido. Por supuesto, que si Tomás ha escapado, ha debido escapar él también, que vale mucho más que su compañero.

—¿Y sobre lo que yo te estaba diciendo, hija mía? —interrogó el judío, fijando en la joven una mirada escrutadora.

—Preciso será que me lo repita, si es que desea que haga algo, y sí ha de repetírmelo, preferible es que lo deje para mañana. Me ha despertado usted por un momento, pero confieso que sigo atontada.

Hizo Fajín varias preguntas más para convencerse de que la joven no había tomado nota de sus imprudentes palabras, pero con tal naturalidad las contestó Anita y tan impasible resistió sus miradas penetrantes, que acabó de convencerse de que la muchacha llevaba en su cuerpo una dosis de licor más que regular.

No estaba libre Anita de ese defecto, a decir verdad, como no lo estaba ninguna de las discípulas del judío, habituadas por éste a la bebida desde sus más juveniles años. El desorden de su vestido y persona unido al fuerte olor a ginebra que en la estancia se percibía era prueba que confirmaba la suposición de Fajín, y luego, el apaciguamiento brusco que siguió a la explosión no menos brusca de cólera, su atontamiento y más tarde su sensiblería, tan evidente que arrancó no pocas lágrimas a sus ojos y no pocas frases raras a sus labios, llevaron el convencimiento más profundo a un hombre de la experiencia de Fajín de que Anita se encontraba bajo los efectos de una borrachera tremebunda, y por tanto, de que no había podido tomar nota de sus palabras.

Tranquilo por esta parte, y realizado el doble objetivo que le llevara a la casa, consistente en poner a la muchacha en autos de lo que Tomás Crackit le había contado y de asegurarse por sus propios ojos de que Sikes no había vuelto, Fajín emprendió la vuelta a su casa dejando a la muchacha durmiendo con la cabeza apoyada sobre la mesa.

Sería la una de la madrugada. Dada la tenebrosidad de la noche y lo extraordinario del frío, dicho se está que el buen judío no sintió tentaciones de entretener el tiempo rondando las calles. El viento impetuoso que las barría las limpiaba de trasnochadores así como también de polvo y hasta de barro. Eran muy contados los transeúntes, y los pocos que encontró al paso, dirigíanse presurosos a sus moradas.

Llegado a la esquina de la calle en que vivía, aguantando un viento helado de frente, y tiritando, buscaba la llave de la puerta, cuando se destacó un bulto de un cobertizo obscuro, el cual atravesó la calle y se aproximó con paso sigiloso hasta tocar el hombro del judío.

—¡Fajín! —susurró una voz.

—¡Ah! —murmuró el judío—. Eres...

—Sí —interrumpió con brusquedad el desconocido—. Dos horas hace que estoy esperando aquí, muerto de frío. ¿Dónde demonios ha estado usted?

—Ocupado en tus asuntos, amigo mío, en tus asuntos —respondió el judío, mirando con inquietud a su interlocutor y moderando el paso—. En tus asuntos, sí.

—¡Puede ser! —replicó con expresión irónica el desconocido—. ¿Y qué hay?

—Nada bueno.

—Supongo que tampoco habrá nada malo, ¿eh? —preguntó el otro, deteniéndose y mirando alarmado al judío.

Movió el judío la cabeza e iba a contestar, cuando su interlocutor, indicándole la casa frente a cuya puerta acababan de llegar, le interrumpió diciéndole que sería preferible hablar dentro en atención a que estaba helado y el viento penetraba sus carnes.

Hizo Fajín lo posible por declinar el honor de recibir una visita a hora tan intempestiva, diciendo que en su casa no había lumbre; pero ante la insistencia de su compañero hubo de abrir la puerta, rogando seguidamente a este último que la volviese a cerrar sin hacer ruido mientras él encendía luz.

—Nada tiene que envidiar esto a una tumba en punto a obscuridad —observó el desconocido, buscando a tientas la escalera—. ¡Luz, hombre del diablo, luz!

—Cierra la puerta —murmuró Fajín desde el extremo del pasillo.

La puerta se cerró con estrépito.

—No es culpa mía —observó el desconocido—. Fue el viento o se cerró por sí sola. ¡Alumbre usted pronto, pues de lo contrario voy a dejarme los sesos pegados a cualquier pared de esta maldita caverna!

Sin hacer el menor ruido, bajó Fajín la escalera que conducía a la cocina, volviendo a poco con una vela encendida, no sin antes cerciorarse de que Tomás Crackit y los demás discípulos dormían a pierna suelta en la habitación interior del sótano. Por medio de una seña indicó al desconocido que le siguiera, y ambos subieron a las habitaciones altas de la casa.

—Podremos celebrar aquí nuestra breve conferencia, amigo mío —dijo el judío, abriendo una puerta del piso primero—. Sin embargo, como las ventanas tienen algunos agujeros, y jamás entramos con luz en esta habitación, bueno será que dejemos la vela en la escalera.

Uniendo la acción a la palabra, el judío dejó el candelero en el descansillo que daba frente a la habitación, entrando seguidamente en ésta. No había en la estancia más muebles que un sillón roto y un diván o sofá destartalado. Sobre este último se dejó caer el desconocido como quien está rendido de cansancio, y el judío, arrastrando el sillón, tomó asiento frente a aquél. La obscuridad no era completa, gracias al débil resplandor que penetraba por la puerta, no cerrada del todo.

Conversaron durante algún tiempo en voz baja. Aunque sólo contadas palabras sueltas, pero cualquier persona habría comprendido sin gran esfuerzo que Fajín procuraba defenderse contra cargos formulados por su interlocutor, y que éste se encontraba en momentos de violenta irritación. Duraría la conferencia sobre un cuarto de hora, o más, cuando Monks, que con este apellido había designado el judío al desconocido varias veces en el curso de su coloquio, alzando un poquito el diapasón, dijo:

—Repito que ha sido un desatino. ¿Por qué no haberle guardado aquí con los demás, y hacer de él un raterillo distinguido?

—Porque no siempre consigue uno lo que se propone —replicó Fajín encogiéndose de hombros.

—¿Pretenderá usted hacerme creer que se lo ha propuesto y no lo ha logrado? —preguntó con acento duro Monks—. ¿No lo ha conseguido cien veces con otros tantos muchachos? Si usted hubiera tenido paciencia, antes de un año le habría hecho caer en manos de la justicia, convicto y confeso, y habría salido del reino, condenado tal vez a cadena perpetua.

—¿Y a quién hubiera aprovechado eso, amigo mío?

—A mí.

—Pero no a mí, y si no estoy equivocado, cuando las partes contratantes son dos, deben consultarse los intereses de entrambas; ¿digo bien, amigo mío?

—¡Siga usted, siga usted! —dijo Monks con impaciencia.

—Vi que no era fácil hacerle entrar en vereda —repuso el judío—. En nada se parece a los demás muchachos que se encuentran en circunstancias parecidas a las suyas.

—¡Que no se lo llevara el demonio... o hiciera de él un miserable!

—Me ha sido imposible convertirle, ni por medio de la persuasión, ni recurriendo a amenazas —continuó el judío, acechando con manifiesta inquietud la expresión de cara de su interlocutor—. Está limpio de culpa, no ha
entrado por uvas,
hasta hoy, y como consecuencia, me encuentro sin armas con que atemorizarle, armas indispensables en los comienzos de nuestros trabajos catequísticos, si no queremos exponernos a que nos ocurra lo que al que predica en desierto. ¿Qué podía yo hacer? ¿Enviarle a la calle con el
Truhán
y Carlos Bates? Lo hice, y quedé escarmentado para siempre, amigo mío... Las consecuencias me hicieron temblar por todos nosotros.

—No fue culpa mía —observó Monks.

—¡No, no! ¡Me guardaré muy mucho de culparte, amigo mío! Tampoco me quejo... Antes bien debo alegrarme de que ocurriera lo que ocurrió. Gracias al incidente en cuestión reparaste en el chico y pudimos descubrir al cabo que era precisamente el mismo que con tanto afán y desde tanto tiempo antes veníamos buscando. ¡Lo que son las cosas! A Anita somos deudores de haberlo recuperado, y ahora Anita es la que se declara en favor suyo.

—¡Retuérzale el pescuezo —exclamó Monks con cólera.

—No podemos hacerlo en este momento, amigo mío —replicó sonriendo el judío—. Además, no entran en nuestros proyectos esa clase de soluciones, que si entraran, probablemente estaría ya hecho lo que dices. Sé muy bien lo que son esas muchachas, Monks. En cuanto el chico tome gusto al asunto, no vuelve Anita a acordarse ni del santo de su nombre. ¿Quieres hacer de él un ladrón? ¡Perfectamente! Si vive, yo te aseguro que lo será; Y si... si... si lo que no es probable, aunque conviene ponerse siempre en lo peor, si... ha muerto...

—¡No sería por culpa mía! —interrumpió Monks con violencia, mirando con expresión de espanto a su interlocutor—. ¡Téngalo usted muy presente, Fajín! ¡Me lavo las manos! Desde el principio le dije a usted que todo menos matarle. No me gusta la efusión de sangre, que siempre deja rastros y por añadidura persigue a un hombre como fantasma implacable. Si lo han muerto, la culpa no es mía, ¿entiende usted? Pero... ¡Maldita sea esta huronera infernal! ... ¿Qué es eso?

—¿El qué? —preguntó el judío, abrazándose al cobarde con entrambos brazos a tiempo que se ponía en pie—. ¿Dónde?

—¡Allá!.. —exclamó Monks, fijos sus ojos en el muro de enfrente—. ¡La sombra!.. ¡He visto pasar como una exhalación la sombra de una mujer, envuelta en un manto y con sombrero!...

—¡Visiones tuyas! —dijo el judío levantando la luz y volviéndose hacia su compañero.

—¡He visto una sombra de mujer, lo juro! —insistió Monks temblando—. Cuando la descubrí, estaba quieta, con el cuerpo inclinado hacia delante, pero en cuanto hablé, desapareció.

El judío miró despectivamente a su compañero y echó escalera arriba diciéndole que podía seguirle si lo deseaba. No dejaron habitación que no escudriñaran: todas las encontraron desiertas. Bajaron hasta la cueva; ¡nada! Por doquier reinaba un silencio de muerte.

—¿Qué dices ahora? —Preguntó el judío, terminada la exploración—. Excepción hecha de nosotros, no hay en la casa más alma viviente que Tomás Crackit y los muchachos, y todos ellos duermen como troncos. Puedes verlo con tus propios ojos.

Esto diciendo, el judío sacó dos llaves del bolsillo y manifestó que a fin de evitar intrusiones, antes de dar comienzo a la conferencia había encerrado en sus habitaciones respectivas a los muchachos y a Tomás.

Tantas pruebas reunidas conmovieron no poco la solidez de la convicción de Monks. Sus protestas fueron perdiendo vehemencia a medida que avanzaban en su exploración sin encontrar nada, y al fin terminó por reírse de su propio miedo y por confesar que su imaginación sobreexcitada le había jugado una de las suyas. Negóse, sin embargo, a continuar la conversación comenzada, por habérsele ocurrido de p1ronto que era más de la una de la noche, y se despidió amistosamente del judío.

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