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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (57 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¿Qué pasa, hija mía?

—¿Qué quiere usted decir? —replicó Anita en el mismo diapasón.

—Te lo diré con toda claridad.

—Puesto que ése te trata tan mal cosa muy natural, siendo como es un bestia, un animal feroz... ¿por qué no...?

—Acabe usted —dijo Anita, viendo que Fajín se interrumpía sin terminar la frase comenzada.

—Dejémoslo por ahora —replicó Fajín—. Otro día hablaremos de ello. Ya sabes que en mí tienes un amigo, Anita... un amigo de verdad. Dispongo de medios tan secretos como eficaces. Si quieres vengarte de los que te tratan como a un perro... ¿Como a un perro digo? ¡Peor mil veces que a un perro, pues a éste algunas veces lo acaricia! Si quieres vengarte, acude a mí. Ese animal es para ti un amigo de ayer, al paso que a mí me conoces de antiguo.

—De antiguo y a fondo —contestó la muchacha sin manifestar la menor emoción—. Buenas noches.

Retrocedió cuando Fajín le alargó la mano; pero repitió con voz entera las buenas noches y, contestando la mirada que le dirigió el judío con un gesto de conformidad, cerró la puerta de la casa.

Fajín tomó el camino de la suya, absorto en profundas reflexiones.

Había sospechado, no como consecuencia de la escena que acababa de presenciar, sino poco a poco y por grados, que Anita, cansada de sufrir el trato brutal del bandido, se habría encaprichado por algún otro.

El cambio súbito de carácter, sus repetidas ausencias de la casa, de la cual siempre salía sola, su indiferencia relativa para con los intereses de la banda, en favor de los cuales demostró siempre un celo extraordinario, y por añadidura, su empeño por salir aquella noche, a una hora determinada, eran otros datos que venían a robustecer las sospechas del judío, trocándolas casi en profunda convicción. El objeto de aquel nuevo capricho no era, indudablemente, ninguno de sus discípulos; pero, fuera quien fuera, de todas suertes debía considerarlo como adquisición preciosa, sobretodo, sometidos a la influencia de un auxiliar como Anita, y era preciso, tal pensaba Fajín, ganarlo sin pérdida de momento para la banda.

Quedaba aún por resolver otra cuestión, infinitamente más espinosa que la expuesta. Sikes sabía demasiado, se había convertido en hombre peligroso, y por añadidura, los groseros insultos que a todas horas dirigía a Fajín, habían herido a éste dolorosamente, aun cuando hubiese tenido cuidado de no darlo a conocer. Anita debía estar bien persuadida de que, si abandonaba a Sikes, jamás se vería libre de su furor, furor que descargaría estropeándola, asesinándola... y quién sabe si quitando de en medio al objeto de su nuevo capricho.

—En estas condiciones —monologaba Fajín—, a poco que se la excite ¿no conseguiremos que se preste envenenar a Sikes? No sería la primera mujer que hace eso, y cosas mil veces peores, cuando de asegurar al objeto de su cariño se ha tratado. Así acabaría yo con ese bandido peligroso, a quien detesto con toda mi alma. Otro ocuparía su puesto, y mi influencia sobre la muchacha, descansando sobre un apoyo tan firme como mi conocimiento de la fechoría por ella cometida, sería decisiva, ilimitada.

Estas reflexiones surgieron ya en la mente del judío mientras permaneció en la habitación del bandido, presenciando la pendencia entre éste y su amante, y como eran los pensamientos que le dominaban, quiso aprovechar la primera oportunidad que se le ofreció para sondear a la muchacha con insinuaciones no determinadas, pero suficientemente transparentes, y lo hizo al despedirse. Anita no reveló sorpresa, debió comprender la significación de aquéllas... las comprendió. La mirada que le dirigió en el momento de despedirse lo pregonaba por modo evidente.

Pero... ¿temblaría ante la idea de matar a Sikes? ¡Y, sin embargo, era ese precisamente el objetivo principal que había de alcanzar!

—¿Cómo podría yo acrecentar la influencia que sobre ella tengo? —se preguntaba Fajín—. ¿Cómo adquirir más imperio sobre esa mujer?

Imaginaciones como la del judío, son siempre fecundas en recursos. Suponiendo que, sin arrancar una confesión a la misma interesada, le fuera dado descubrir la causa de su repentina mudanza, y amenazase a aquélla con revelar toda la verdad a Sikes, a quien temía como al demonio, si no se prestaba a secundar su proyecto, ¿no podría entonces, contar con la obediencia ciega de la joven?

—¡Sí, sí! —exclamó el judío voz alta—. ¡No se atreverá entonces a negarme nada... nada absolutamente! ¡Es cosa hecha! ¡Cuento con el medio que buscaba, y lo pondré en planta sin tardanza!... ¡Oh!... ¡Al fin te tengo, condenado!

Plegáronse sus labios en una sonrisa siniestra, dio media vuelta agitó con aire de amenaza el puño en dirección a la casa de Sikes, prosiguió la marcha hacia la suya, metidas sus huesosas manos en los bolsillos de su raído abrigo.

Capítulo XLV

Fajín encarga a Noé Claypole una misión secreta

A la mañana siguiente, levantóse el judío muy temprano y esperó con impaciencia la presentación de su nuevo discípulo, el cual pareció, a fin, bien que con considerable retraso, a tiempo para asaltar con voracidad de buitre el almuerzo.

—Bolter —comenzó el judío, tomando una silla y sentándose frente a Noé Claypole.

—Presente —contestó el llamado—. ¿Qué se ofrece? No me pregunte usted nada hasta que haya comido. Veo que tiene usted la mala costumbre de no dejar tiempo ni para digerir las comidas, lo que tengo por falta imperdonable.

—Siempre he creído que se puede comer y hablar al mismo tiempo —replicó Fajín, maldiciendo interiormente la voracidad de su nuevo recluta.

—¡Oh, sí! ¡Puedo hablar! ¡Hasta creo que la conversación azuza mi apetito! —respondió Claypole, cortando una rebanada de pan verdaderamente monstruosa—. ¿Dónde está Carlota?

—Fuera. La hice salir esta mañana con la otra joven, porque necesitaba estar a solas con usted.

—Preferible hubiera sido que le hubiera usted mandado que me preparase una buena tostada con manteca antes de salir; pero, en fin, hable usted, que sus palabras no han de detener el movimiento de mis mandíbulas.

No había, en efecto, peligro de que la conferencia restase alientos a quien se había sentado a la mesa con la firme resolución de trabajar con ardor.

—Ayer hizo usted una buena campaña, amigo mío —comenzó diciendo Fajín—. Seis chelines y nueve peniques y medio en el primer día suponen un resultado soberbio. Auguro que la
zancadilla del cachorro
será para usted la base de su fortuna.

—No olvide usted poner en cuenta los tres botes de estaño y la jarra de leche —observó Bolter.

—Nada olvido, querido. Los tres botes de estaño suponen en usted gran dosis de genio, pero fue golpe magistral escamotear la jarra de leche.

—Para ser principiante, creo que no lo hice del todo mal —dijo Bolter con satisfacción—. Botes y jarra estaban colgados al aire en la puerta de un figón, y yo creí que la lluvia enmohecería a los primeros y aguaría la leche de la segunda, y por eso me los llevé. Además, unos y otra hubieran podido acatarrarse, lo que habría sido una lástima. ¡Ja, ja, ja, ja!

El judío fingió reír también de todas veras mientras Bolter, poniendo brusco fin a sus carcajadas, embauló la primera rebanada de pan y se dispuso a hacer lo propio con la segunda.

—Necesito encargarle una misión, Bolter —dijo Fajín, apoyando los codos sobre la mesa—, que exige mucho cuidado y no menos astucia.

—He de decirle que no se le ocurra ponerme en peligro enviándome a los centros policiacos. No me convienen semejantes comisiones, ya lo sabe usted.

—La comisión que he de encargarle, no ofrece el menor peligro. Se trata de seguir los pasos a una mujer.

—¿Vieja?

—Joven.

—Esa comisión la desempeñaré a maravilla. Ya cuando iba a la escuela era un atisbador muy regular. ¿Y en qué ha de consistir el espionaje? Supongo que no tendré que...

—No tendrá usted que hacer nada —interrumpió el judío—. Nada más que decirme adónde va, a quién ve, y si es posible repetirme lo que aquélla hable. Acordarse de la calle, si en la calle se detiene, y de la casa, si en alguna casa entra: en una palabra, traerme cuantos datos pueda recoger.

—¿Y cuánto me valdrá el trabajo? —preguntó Noé, mirando con descaro a su maestro.

—Si cumple usted bien, le daré una libra esterlina, querido. ¡Una libra! —repitió Fajín, deseando excitar el interés de su discípulo—. Crea usted que jamás pagué tan cara ninguna comisión, fuera de la clase que fuera.

—¿Quién es ella?

—Una de las nuestras.

—¡Diablo! —exclamó Noé, rascándose la punta de la nariz—. Desconfía de ella, ¿eh?

—Parece que ha trabado relaciones nuevas fuera de casa, y necesito saber quiénes son sus nuevos amigos.

—Comprendo. Quiere usted tener el placer de conocerlos, para saber si son caballeros de respetabilidad, ¿no? ¡ja, ja, ja, ja! Cuente usted conmigo.

—Ya sabía que podía contar —respondió Fajín, entusiasmado ante la buena acogida que su nuevo discípulo dispensaba a su proposición.

—¡Claro que sí! ¡Pues no faltaba más!.. ¿Y dónde está ella? ¿Dónde debo esperarla? ¿Cuándo he de comenzar el espionaje?

—Todos esos datos se los facilitaré cuando sea sazón oportuna, amigo mío. A su tiempo sabrá usted quien es la interesada. Esté dispuesto a ponerse en campaña, y déjeme a mí el resto.

Aquella noche, la siguiente y la tercera, el espía estuvo vestido de carretero, dispuesto a lanzarse a la calle a la primera indicación, del judío. Pasaron seis noches... seis eternidades para Fajín, todas las cuales volvió éste a su casa con expresión de desencanto y diciendo que no había llegado el momento de obrar. A la séptima, regresó más temprano con cara que reflejaba viva alegría. Era domingo.

—Esta noche sale —dijo Fajín—. Casi me atrevo a asegurar que el objeto de su salida es el asunto en cuestión, pues ha estado todo el día sola y el hombre a quien teme no volverá a casa hasta poco antes del amanecer. Venga conmigo... ¡Volando!

Levantóse Noé sin despegar los labios, impulsado por la excitación que observó en Fajín y que le afectó profundamente juntos salieron de casa sin hacer ruido y, atravesando un verdadero laberinto de calles, llegaron al fin frente a la puerta de una taberna-posada, donde hicieron alto. Noé vio que era la misma en que había pasado la noche el día que llegó a Londres.

Eran las doce de la noche, y la puerta estaba cerrada. Un silbido peculiar del judío bastó para que aquélla girase sin ruido sobre sus goznes. Entraron y la puerta se cerró.

Sin decir palabra, y apelando al lenguaje de los sordomudos, Fajín y el judío que les había abierto la puerta señalaron con el dedo a Noé una ventanita defendida con su correspondiente cristal, y le indicaron que se acercase y observara a la persona que en la habitación se encontraba.

—¿Es la mujer? —preguntó Noé con voz que parecía un susurro.

—Sí.

—No veo bien su cara... Tiene los ojos clavados en el suelo y la luz está colocada detrás de ella.

—Espere ahí —susurró Fajín.

Hizo una seña a Barney y éste desapareció al punto. Segundos después vio Noé que entraba en la habitación en que se encontraba la mujer, que fingiendo despabilar la vela la colocaba de manera que su luz diese de lleno en el rostro de aquélla, y que dirigía a ésta la palabra consiguiendo que alzara la cabeza.

—¡Ya la veo bien! —murmuró el espía.

—¿Con toda claridad? —preguntó Fajín.

—La reconocería entre mil.

Abandonó presuroso su observatorio en el momento en que la muchacha salía de la habitación y se dirigía a la calle. Fajín escondió a Noé detrás de una puerta vidriera provista de cortinillas, desde donde vieron pasar a la joven, conteniendo la respiración.

—¡Ahora! —murmuró Barney, que había salido a acompañar a Anita hasta la puerta.

Noé cambió una mirada de inteligencia con Fajín, y se lanzó a la Calle.

—¡Por la izquierda... acera de enfrente, y cuidado! —murmuró Barney.

Así lo hizo Noé. A la luz de los faroles, no tardó en ver a la joven que le llevaba alguna delantera. Apretó el paso hasta colocarse a la distancia que le pareció conveniente, y siguió por la acera contraria a la que seguía Anita, a fin de no perder ninguno de los movimientos de ésta. La joven miraba de tanto en tanto en derredor con inquietud manifiesta, y en una ocasión interrumpió su marcha para dejar pasar a dos hombres que la seguían de cerca. A medida que pasaba el tiempo parecía cobrar nuevos alientos su paso era más firme y decidido. El espía, siempre a la misma distancia, la seguía sin perderla de ojo.

Capítulo XLVI

La cita

Sonaban las doce menos cuarto en el reloj de la iglesia cuando aparecieron dos bultos en la entrada del Puente de Londres. Uno de ellos, que avanzaba con paso rápido, era una mujer, que miraba anhelante en derredor con la expresión de quien espera encontrar a alguien; el otro era un hombre, que se deslizaba, cauteloso, amparándose en cuantas sombras encontraba, y seguía al parecer a la mujer, regulando su paso por el de ésta, deteniéndose cuando la primera se detenía y prosiguiendo el avance cuando aquélla lo continuaba, pero sin ganar nunca un palmo de ventaja. En esta forma atravesaron el puente desde Middlesex a la orilla de Surrey, donde la mujer, no viendo entre los transeúntes al objeto de sus ansiosas pesquisas, dio media vuelta con expresión de desencanto. Rápido fue su movimiento de conversión; mas no consiguió coger desprevenido al espía, quien, ganando una de las salientes que coronan las pilastras, e inclinándose sobre el parapeto a fin de ocultar su cara, dejó que la mujer pasase frente a él por la acera opuesta. Cuando vio que aquélla le llevaba la misma ventaja que antes, siguióla de nuevo con idéntica cautela. Casi en el centro del puente hizo alto la mujer: el hombre imitó su conducta.

La noche estaba muy obscura. Había sido el día desapacible y lluvioso, y apenas si muy contados transeúntes recorrían aquel lugar a hora tan avanzada. Los pocos que por allí pasaron, hiciéronlo caminando con rapidez, probablemente sin ver al hombre ni a la mujer, y con toda seguridad sin fijar en ellos su atención. No era el aspecto de aquéllos el más indicado para llamar la atención importuna de los mendigos a quienes la casualidad o la miseria llevasen al puente a buscar alguna arcada fría o alguna choza que ofreciera abrigo a sus míseros cuerpos, por cuyo motivo, ni hablaron a ninguno de los transeúntes, ni hubo entre éstos uno solo que les dirigiera la palabra.

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