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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (59 page)

BOOK: Oliver Twist
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—Seguramente es él.

Luego que volvió a acercarse a Anita, repuso:

—Nos ha prestado usted un servicio inmenso, joven, que yo quisiera pagar de alguna manera. ¿Qué puedo hacer en su obsequio?

—Nada absolutamente —contestó Anita.

—Yo le agradeceré mucho que no persista en su negativa —repuso el caballero con acento de bondad capaz de enternecer a un corazón endurecido por el crimen o la desgracia—. Recapacite usted, y dígame con toda franqueza qué puedo hacer en su obsequio.

—¡Nada, señor, nada! —repitió la joven llorando amargamente—. ¡Nada puede hacer por mí... ¡Para mí ya no hay esperanza!

—Es usted la que quiere alejarse de ella —replicó el caballero—. Su pasado es un desierto árido y estéril que ha consumido todas las energías de sus años juveniles y agotado esos tesoros inestimables que sólo una vez en la vida nos concede el Creador, pero puede y debe usted tener esperanzas en el porvenir. No quiero decir con esto que esté en nuestro poder devolver a usted la paz y tranquilidad de espíritu y de corazón, porque ésta sólo con sus esfuerzos propios ha de alcanzarla; pero sí deseamos de todas veras ofrecerle un asilo tranquilo, en Inglaterra o en el extranjero, si temiera usted residir cerca de sus antiguos cómplices. Antes que alboree el nuevo día, antes que las suaves tintas de la primera aurora disipen la negrura de las aguas de ese río, puede usted encontrarse muy lejos del alcance de sus antiguos amigos sin dejar la huella más insignificante de su marcha exactamente lo mismo que si en este instante desapareciera usted de este mundo de miseria. ¡Vamos! ¡No quisiera yo que nunca más volviera a cambiar una sola palabra con ninguno de sus compañeros de disolución, ni dirigir una mirada a las cavernas del crimen en que ha vivido, ni respirar un átomo de aquella atmósfera pestilente que envenena y mata! ¡Abandónelo todo, ahora que es tiempo todavía!

—La convenceremos —terció Rosa—. Vacila... lo estoy viendo... accederá a nuestros ruegos.

—Me temo que no —respondió el caballero.

—No, señor; no accederé testó la joven tras breve lucha sigo misma—. Estoy encadenada, mi vida antigua. La aborrezco, maldigo ahora; pero no puedo abandonarla. He avanzado demasiado para volver atrás... y, sin embargo... ¡quién sabe! ¡Si hace ni poco tiempo me hubiera usted hablado como me habla, le habría contestado riéndome en sus barbas...! ¡Oh! —añadió mirando azorada en derredor—. ¡Me asaltan de nuevo los temores!... ¡Necesito volver inmediatamente a casa!

—¡A casa! —repitió la señora con expresión de infinita tristeza.

—¡Sí, señorita, a casa! ¡A la casa que me he fabricado con el trabajo de toda mi vida! Separémonos... ¡Quién sabe si me habrán espiado visto!... ¡Me voy... me voy! Si algo estiman el servicio que les prestado, no pongan obstáculos mi marcha... dejen que me va sola.

—Veo que todo es inútil —murmuró el caballero, exhalando un suspiro—. Acaso estemos comprotiendo su seguridad reteniendo aquí. Puede que la hayamos obligadola permanecer entre nosotros más tiempo del que ella creía.

—¡Sí... sí! —contestó, anhelante, Anita—. ¡Así es, en efecto!

—¡Dios mío! —exclamó Rosa —¿Qué suerte esperará a esta desventurada criatura?

—¿Qué suerte, señorita? —repitió la muchacha—. ¡Tienda usted vista hacia esas aguas negruzcas revueltas! ¿Cuántas veces habrá leído usted de personas tan desgraciadas como yo, que se han precipitado en su fondo sin dejar en este mundo alma viviente que les hay dedicado una lágrima de compasión ¡Tal vez tarde algunos años, acaso, sea cuestión de meses, quién sabe, si ocurrirá dentro de breves días... pero tenga usted por seguro que mi fin será ese!

—¡Por favor, no hable usted así! —exclamó Rosa, sollozando.

—No llegará la noticia a sus oídos, señorita... ¡Oh, no! ¡No permita Dios que semejantes horrores vengan a perturbar la plácida tranquilidad de su alma! ¡Buenas noches!.. ¡Buenas noches!...

La agitación violenta de la muchacha, y el terror pánico que la dominaba, fueron para el bondadoso caballero motivos suficientes que, le indujeron a dejarla marchar, como era su deseo. No tardó en extinguirse el ligero rumor de los pasos del anciano y de la señorita, quedando todo sumido en el mayor silencio antes que sus bultos aparecieran en el puente.

—¿Qué? —murmuró Rosa, deteniéndose con brusquedad al llegar a lo alto de la escalera—. ¿Ha llamado? Me pareció oír su voz.

—¡No, querida niña, no ha llamado! —contestó el señor Brownlow, que él era el acompañante de Rosa—. Ni ha hablado, ni se ha movido, ni creo que se moverá hasta que nos hayamos alejado nosotros.

Tan afectada estaba Rosa Maylie, que con dificultad podía dar un paso: el señor Brownlow hubo de ofrecerle el brazo.

No bien se hubieron alejado, Anita se dejó caer sobre los escalones de piedra. Las crueles agonías que atenaceaban su corazón se cuajaron en lágrimas amargas que brotaron de sus ojos.

Levantóse al cabo de algún tiempo, y con paso débil y tambaleándose subió la escalera que conducía al puente. El espía continuó en su puesto algunos minutos más, y una vez se hubo convencido de que estaba solo, salió de su escondite y, pegado al muro, subió en la misma forma que antes descendiera.

Llegado a lo alto de la misma, antes de atreverse a asomar la cabeza, escudriñó con mirada de búho los alrededores, y cuando adquirió la seguridad de que nadie le observaba, echó a correr con cuanta velocidad le permitían sus piernas en dirección a la casa de Fajín.

Capítulo XLVII

Consecuencias fatales

Serían sobre dos horas antes del crepúsculo matutino... esa hora que en otoño puede con toda propiedad llamarse el corazón de la noche, cuando las calles están desiertas y silenciosas, cuando el sonido parece dormido en profundo sueño, cuando el desenfreno y la borrachera se han recogido con paso vacilante para soñar en el fondo de las casas. En esa hora tranquila y silenciosa velaba el judío encerrado en su repugnante buhonera, con el rostro tan pálido y contraído, tan inyectados en sangre los ojos, que más bien que ejemplar de la raza humana, parecía espantoso fantasma escapado de la tumba y perseguido por los espíritus de las tinieblas.

Hallábase sentado, acurrucado sobre el frío suelo, arrebujado en un cubrecama viejo y hecho jirones, vuelta la cara hacia una vela consumida colocada sobre una mesa a su lado. Tenía la mano derecha pegada a los labios y, mientras abstraído y meditando, seguramente maldades, mordía sus largas y negras uñas, dejaba ver, en las tenebrosidades de su hedionda boca sin dientes, unos cuantos colmillos largos y cortantes que muy bien hubieran podido pasar por defensas de perro de presa o de tigre.

Sobre un colchón fementido tendido en tierra estaba Noé Claypole profundamente dormido. Hacia él dirigía de tanto en tanto el viejo sus miradas, que no tardaban en fijarse en la vela, cuyo largo pabilo, así como las gotas de sebo que caían sobre la mesa, demostraban muda pero elocuentemente que los pensamientos del judío estaban muy lejos de allí.

Así era en efecto.

Mortificación lacerante al ver destruidos sus proyectos, rabia insana contra la muchacha que había cometido el horrendo crimen de ponerse al habla con personas extrañas a la banda, desconfianza completa en la sinceridad de la misma muchacha cuando se negó a entregarle, desengaño amargo al creer perdida la ocasión de vengarse de Sikes, miedo de ser descubierto, imágenes de ruina y de muerte en lontananza, y rabia fiera atizada por todas sus ruines pasiones que, empujándose y atropellándose unas a otras en furioso remolino, rugían en el fondo del cerebro de Fajín, mientras en su negro corazón bramaban todos los malos instintos y se elaboraban los planes más tenebrosos.

Y así permaneció sin variar de expresión, sin hacer el menor movimiento, insensible al frío y sin noción del tiempo, hasta que su fino oído sorprendió rumor de pasos en la calle.

—¡Al fin! —murmuró el judío, pasándose el revés de la mano por sus labios resecados por el fuego de la fiebre—. ¡Al fin!

Sonó la campanilla. El judío se levantó, subió la escalera, y no tardó en presentarse nuevamente en su antro, acompañado por un hombre cuya parte inferior del rostro ocultaba el cuello de su abrigo, y que llevaba debajo del brazo un pequeño fardo. Luego que el desconocido se sentó y despojó del abrigo, resultó ser Sikes.

—Ahí tienes eso —dijo, dejando el fardito sobre la mesa—. Tómalo y saca de él el mejor partido posible. Harto trabajo ha costado adquirirlo. Tres horas hace que debía haber llegado aquí.

Tomó Fajín el paquete, lo guardó en la alacena, y volvió a sentarse sin hablar palabra. No separó, empero, sus ojos del bandido durante la operación; y como continuara después de sentado clavada en la de Sikes convulsos sus labios tuviera más contorsionada que nunca por efecto de las emociones que le dominaban, el bandido retiró involuntariamente y llegó a sentir verdadera alarma.

—¿Qué pasa de nuevo? —preguntó—. ¿Por qué me miras modo?

Levantó el judío su huesosa mano y hasta agitó en el aire su tembloroso índice, pero su furor era tan grande, que le fue imposible articular palabra.

—¡Dios de Dios! —exclamó Sikes, verdaderamente alarmado. ¡Este hombre se ha vuelto loco! ¡Habrá que ponerse en guardia!.

—¡No, no! —contestó Fajín, recobrando la facultad de hablar—. ¡No es... no es usted la persona, Guillermo! ¡No tengo... no encuentro en usted nada reprensible!

—¿De veras? ¡Vaya!... ¡Me alegro! —contestó Sikes, mirando al judío con expresión siniestra y pasando descaradamente una pistola de un bolsillo a otro, como para tenerla más a la mano—. No deja de ser una fortuna para uno de los dos... ¡Lo que menos importa es saber cuál es ese uno!

—Lo que tengo que decirle a usted, Guillermo —replicó Fajín—, le pondrá más furioso de lo que estoy yo.

—¿Sí? —preguntó el bandido con expresión de incredulidad—. ¡Lárgalo, pues... pero pronto, no vaya Anita a creer que me he perdido!

—¡Perdido! —exclamó Fajín—. ¡Por perdido le tiene... es decir, para perderle ha hecho lo que ha estado en su mano!

Sikes miró al judío con perplejidad manifiesta, y como nada encontrara en la cara de aquél que fuera explicación del enigma, agarróle por el cuello, le sacudió violentamente, y dijo:

—¿Hablarás, sapo condenado? ¡Habla pronto, si no quieres encontrarte sin aire para hacerlo cuando te resuelvas! ¡Abre esa sima que tienes por boca y di con claridad lo que pasa! ¡Pronto, lobo maldito, pronto!

—Supongamos —comenzó diciendo Fajín—, supongamos que ese muchacho que duerme ahí...

—¡Qué! —exclamó Sikes, volviéndose bruscamente hacia Noé, en quien parecía que no había reparado hasta entonces.

—Supongamos que ese muchacho nos hubiera delatado a todos, buscando primero las personas más convenientes a sus miras y teniendo luego con ellas una entrevista en la calle, para darles nuestras señas y filiación, describir nuestras marcas especiales y revelarles los sitios donde con mayor facilidad y seguridad pudieran encontramos. Supongamos que hubiera hecho todo eso por su propia voluntad... no preso, ni cogido en la trampa, ni engañado ni sometido a interrogatorio, sino espontáneamente, por puro capricho, por satisfacer su gusto, yendo él mismo a buscar a nuestros enemigos para contárselo todo... ¿Me oye usted? —bramó el judío, con los ojos inyectados en sangre—. Pues si me oye, dígame: ¿qué haría usted?

—¿Que qué haría? —repitió Sikes, barbotando una blasfemia horrenda—. Si después de saberlo le encontrase vivo, con los tacones de mis zapatos le destrozaría el cráneo, haciendo de él tantos pedazos como, pelos tiene en la cabeza.

—¿Y si el autor de las revelaciones hubiera sido yo? —aulló el judío—. ¡Yo, que poseo tantos secretos, yo, que puedo hacer ahorcar a tantos, siquiera entre ellos figure yo mismo.

—¡No lo sé! —contestó Sikes rechinando los dientes y poniéndose blanco al solo pensamiento de semejante traición—. Algo haría yo en la cárcel para que me esposasen; y si comparecíamos los dos juntos ante el tribunal, en la misma sala, y a presencia de todo el mundo, con las esposas te haría saltar los sesos... ¡La ira me daría tanta fuerza, que entre mis dedos aplastaría tu cabeza como si sobre ella pasase un vagón cargado!

—¿De veras?

—Pruébalo y te convencerás.

—¿Y si el traidor fuera Bates, o el
Truhán
, o Belita, o...?

—¡No perdamos tiempo! Lo de menos es el nombre. A cualquiera que me vendiese, le daría la medicina que acabo de mencionar.

Fajín miró entonces con fijeza a su interlocutor, e indicándole por medio de un gesto que guardara silencio, llegóse al colchón en que dormía Claypole y despertó al durmiente. Sikes se incorporó, y apoyados ambos codos sobre sus rodillas, parecía preguntarse cuál sería el final de tantos misterios y preparativos.

—¡Bolter! ... ¡Bolter!... —llamó el judío—. ¡Pobre muchacho! —añadió con expresión diabólica—. ¡Está rendido!... ¡Es natural!.. . ¡Ha tenido que
espiarla
tanto tiempo...
espiarla,
Guillermo!

—¿Pero qué quieres decirme? preguntó Sikes irguiéndose en la silla.

Por toda contestación, el judío se inclinó sobre el durmiente y le obligó a sentarse sobre el colchón. No sin que tuviera que repetir varias veces y con voz recia su nombre supuesto, consiguió que Noé se frotase los ojos, bostezase desaforadamente y dirigiera en derredor miradas soñolientas.

—Cuéntemelo otra vez todo a fin de que lo oiga este señor —dijo Fajín, señalando a Sikes con el dedo.

—¿A contar el qué? —preguntó Noé no bien despierto.

—Lo referente a... Anita —contestó el judío, asiendo a Sikes por la muñeca como para impedirle que se fuera antes de oírlo todo—. La siguió usted, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Hasta el Puente de Londres?

—Sí.

—¿Dónde encontró a dos personas?

—Sí.

—Un caballero y una señora, a quienes había visitado ya anteriormente, los cuales le pidieron que vendiese a sus compañeros... empezando por Monks, lo que hizo; que diera sus señas, a lo que se prestó también, que indicara la casa en que solemos reunirnos, y la indicó sin hacerse de rogar; el sitio desde el cual podían acecharnos... y lo describió, y la hora en que teníamos costumbre de estar juntos... y también la reveló. Todo eso hizo. Lo descubrió todo, en una palabra, sin que nadie le amenazara, sin que ella se resistiera, sin protestar; ¿no es cierto? —gritó el judío, a quien cegaba la cólera.

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