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Authors: Dan Simmons

Olympos (122 page)

BOOK: Olympos
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Sí, estos últimos dieciocho años, sobre todo los once primeros, han sido duros, pero supongo que me siento más rico. Espero que ustedes se sientan también más ricos cuando oigan la historia. Si no, no es culpa mía: renunció a la narración, aunque mis recuerdos están disponibles para todo aquel que quiera tomarlos.

Pido disculpas. Tengo que irme. Empiezan a llegar los clientes de la tarde: el turno de los curtidores acaba de terminar, ¿pueden olerlos? Una de mis camareras está enferma y la otra acaba de fugarse con uno de los jóvenes atenienses que decidió venirse aquí después de Delfos y... bueno, ando escaso de personal. El camarero vendrá para el turno de noche dentro de cuarenta y cinco minutos, pero hasta entonces, será mejor que escancie cervezas y vaya cortando yo mismo el
roast beef
para los sandwiches.

Me llamo Thomas Hockenberry, pero creo que tendría que haberme llamado Gambrinus.

Lo siento. El humor no fue nunca mi punto fuerte, excepto para alguna referencia literaria y algún chiste retorcido.

Los veré en la narración de esta tarde, antes de la obra.

95

Siete años y nueve meses después de la Caída de Ilión:

El día de la obra, Harman tuvo cosas que hacer en el Valle Seco. Después de almorzar, se vistió con el traje de combate y la termopiel, tomó un arma de energía de la armería de Ardis House y librefaxeó hasta allí.

La excavación de la cúpula de estasis de los posthumanos iba bien. Mientras caminaba entre las enormes máquinas excavadoras, evitando el tronar de un moscardón de transporte que llevaba las cosas al norte, a Harman le costaba trabajo creer que ocho meses y medio antes hubiese ido a ese mismo Valle Seco con la joven Ada, la increíblemente joven Hannah y el regordete niño-hombre Daeman en busca de pistas sobre la Judía Errante... la misteriosa mujer cuyo nombre era Savi.

Parte de la cúpula de estasis azul había sido construida justo bajo el montículo donde Savi había ido dejando sus pistas en forma de marcas que los condujeron a su hogar en el monte Erebus. Incluso entonces, Savi sabía que Harman era el único humano antiguo en la Tierra que podía leer aquellas marcas.

Los dos supervisores de la excavación eran Raman y Alcínoo. Estaban haciendo un buen trabajo. Harman repasó con ellos la lista para asegurarse de que sabían qué cosas iban destinadas a cada comunidad: el grueso de las armas de energía estaba destinado a Hughes Town y Chom; las termopieles iban a ir a Bellinbad; los reptadores los habían prometido a Ulanbat y Loman Estate; Nueva Ilión había hecho una buena oferta por los anticuados rifles de flechitas.

A Harman eso le daba gracia. Diez años más y los troyanos y los griegos estarían utilizando la misma tecnología que los humanos antiguos, incluso usarían los nódulos para faxear a todas partes. Algunos del grupo de Delfos habían descubierto ya el nódulo cerca de Olimpia, la antigua ciudad donde se celebraban los Juegos.

Bueno, la única solución era llevarles la delantera... en tecnología y en todo lo demás.

Era hora de irse a casa. Pero antes Harman tenía hacer una parada más. Les estrechó la mano a Alcínoo y Raman y librefaxeó.

Harman volvió a la Puerta Dorada de Machu Picchu, el lugar donde había recuperado la vida siete años y medio antes. Librefaxeó no al Puente en sí, sino a una montaña situada al otro lado del valle y las altas ruinas de la terraza de Machu Picchu. Nunca se cansaba de contemplar la antigua estructura, los glóbulos verdes de los habitáculos apenas visibles desde esa distancia, pero no había vuelto sólo por sentimentalismo.

Tenía que ver a alguien.

Harman contempló las nubes de la tarde cubrir el valle, llegadas desde la cascada. Durante un rato, la luz del sol doró las brumas, oscureciendo las ruinas de Machu Picchu, haciendo que parecieran peldaños entrevistos más allá del antiguo puente. Allá donde mirara Harman, la vida ganaba su batalla antientrópica contra el caos y la entropía: la hierba en la falda de las colinas, el dosel de árboles en el valle cubierto por las brumas, los cóndores revoloteando lentamente en el cielo, los parches de moho brillante en los cables de suspensión del Puente mismo, incluso el liquen de color de óxido en las rocas, cerca de Harman.

Como para distraerlo de estos pensamientos sobre la vida y el vivir, una nave espacial muy artificial cruzó el cielo de sur a norte, su larga estela disolviéndose lentamente por encima de los Andes. Antes de que Harman pudiera determinar el modelo de nave, la brillante mota desapareció sobre el horizonte, más allá de las ruinas, seguida de tres estallidos sónicos. Era demasiado grande y demasiado rápida para tratarse de uno de los moscardones que transportaban material desde el Valle Seco. Harman se preguntó si tal vez era Daeman, que regresaba de una de sus expediciones conjuntas con los moravecs, durante las cuales cartografiaban y registraban las perturbaciones cuánticas cada vez menores entre el sistema-Tierra y Marte.

«Ahora tenemos nuestra propia nave espacial», pensó Harman. Sonrió: era por orgullo vanidoso que pensaba esas cosas. Pero la idea seguía calentando su interior. Entonces se recordó: «Tenemos nuestra propia nave espacial, pero todavía no sabemos construir una.»

Harman esperaba vivir lo suficiente para verlo. Esto le llevó a pensar en buscar las tinas rejuvenecedoras en los anillos polar y ecuatorial.

—Buenas tardes —dijo tras él una voz familiar.

Harman alzó el arma de energía por costumbre y entrenamiento, pero la bajó incluso antes de terminar de darse la vuelta.

—Buenas tardes, Próspero.

El viejo magus salió de un hueco en las rocas.

—Llevas un traje de combate completo, mi joven amigo. ¿Esperabas encontrarme armado?

Harman sonrió.

—Nunca te encontraré sin armas.

—Si cuentas el ingenio como arma —dijo Próspero.

—O el engaño —dijo Harman.

El magus abrió las viejas manos venosas como en gesto de derrota.

—Ariel dijo que deseabas verme. ¿Es por la situación en China?

—No —contestó Harman—, nos ocuparemos de eso más tarde. He venido a recordarte la obra.

—Ah —dijo Próspero—, la obra.

—¿Lo has olvidado? ¿O has decidido no venir? Todo el mundo se sentirá decepcionado excepto tu sustituto, si lo tienes.

Próspero sonrió.

—Demasiadas frases que memorizar, mi joven Prometeo.

—No tantas como tú nos diste —dijo Harman. Próspero volvió a abrir las manos.

—¿Le digo al sustituto que tiene que continuar él? —preguntó Harman—. Le encantará hacerlo.

—Tal vez me guste asistir, después de todo —dijo el magus—. ¿Pero tiene que ser como actor, no como invitado?

—Para esta obra, tiene que ser como actor —dijo Harman—. Cuando hagamos
Mucho ruido y pocas nueces
podrás ser nuestro honorable invitado.

—Lo cierto es que siempre quise representar a sir John Falstaff. La risa de Harman resonó en los riscos y la cara del acantilado.

—¿Entonces puedo decirle a Ada que estarás allí y te quedarás a tomar un refrigerio y conversar después?

—Me encantaría la conversación —dijo el holograma sólido—, si no fuera por el miedo escénico.

—Bueno... mucha mierda —contestó Harman. Asintió y se marchó librefaxeando.

En Ardis House, Harman entregó sus armas y el traje de combate, se puso unos vaqueros y una túnica, se calzó zapatos ligeros y se dirigió al prado donde se hacían los últimos preparativos en el escenario. Los hombres preparaban las luces de colores que colgarían de filas de asientos de madera recién cortada y sobre las barras al aire libre y de los enrejados. Hannah estaba ocupada comprobando el sistema de sonido. Algunos de los voluntarios daban frenéticos una última capa de pintura a los forillos y alguien corría y descorría el telón.

Ada lo vio y trató de acercarse andando con su hija de dos años, Sarah, pero estaba cansada, así que la tomó en brazos y la llevó hasta su padre. Harman las besó a ambas y luego volvió a besar a Ada.

Ella se volvió a mirar el escenario y las filas de asientos, se apartó un largo mechón de pelo negro del rostro y dijo:


¿La Tempestad?
¿De verdad crees que estamos preparados para esto?

Harman se encogió de hombros, luego la rodeó con un brazo.

—Era lo siguiente.

—¿Va a venir de veras nuestra estrella? —preguntó ella, apoyándose en él. Sarah giró y cambió un poco de postura para que su mejilla tocara los hombros de sus padres.

—Dice que sí —contestó Harman, no demasiado convencido.

—Habría estado bien que hubiera ensayado con los demás.

—Bueno... no podemos pedirlo todo.

—¿No? —dijo Ada, dirigiéndole la mirada que Harman calificaba del tipo peligroso desde hacía ocho años.

Un sonie revoloteó sobre los árboles y las casas camino del río y la ciudad.

—Espero que fuera uno de los estúpidos varones adultos y no uno de los chicos —dijo Ada.

—Hablando de chicos —dijo Harman—. ¿Dónde está el nuestro? No lo he visto esta mañana y quiero saludarlo.

—Está en el porche, preparándose para la hora de la historia —dijo

Ada.

—Ah, la hora de la historia.

Harman se volvió para dirigirse a la cañada del prado sur donde normalmente tenían lugar las historias, pero Ada lo agarró por el brazo.

—Harman...

Él la miró.

—Mahnmut llegó hace un rato. Dice que Moira tal vez asista esta noche a la obra.

Él le tomó la mano.

—Bueno, eso está bien... ¿no? Ada asintió.

—Pero si Próspero está aquí, con Moira, y dices que invitaste a Ariel, aunque no quiso representar el papel... ¿y si viene Calibán?

—No está invitado —dijo Harman.

Ella le apretó la mano para demostrar que hablaba en serio.

Harman señaló los asientos alrededor del escenario, las barras adornadas y la caseta donde los guardias estarían apostados con sus rifles energéticos.

—Pero los niños estarán viendo la obra —dijo Ada—. La gente de la ciudad...

Harman sintió, todavía sujetándole la mano.

—Calibán puede TCearse cuando se le antoje, mi amor. Todavía no lo ha hecho.

Ella asintió ligeramente pero tampoco le soltó la mano. Harman la besó.

—Elian dice que ha estado estudiando los movimientos y las líneas de Calibán desde hace cinco semanas —dijo—. «No temáis. Esta isla está llena de ruidos,/ sonidos y dulces aires que causan deleite y no dañan.»

—Ojalá fuera siempre así.

—Yo también lo deseo, mi amor. Pero los dos sabemos, tú mejor que yo, que no es el caso. ¿Vamos a ver cómo John disfruta de la hora de la historia?

Orphu de Io estaba todavía ciego, pero los padres nunca temían que chocara con algo o golpeara a alguien, ni siquiera con ocho o nueve de los niños más traviesos de Ardis encaramados a su enorme caparazón, donde escalaban desnudos para encontrar un hueco. La tradición era que los niños montaban en Orphu hasta la cañada para la hora de la historia. John, uno de los mayores, de poco más de siete años, estaba sentado en el punto más alto del caparazón.

El gran moravec avanzó despacio con sus silenciosos impulsores, moviéndose de manera casi solemne de no haber sido por la explosión de risas de los niños que lo montaban y los gritos de los otros niños que corrían detrás, desde el porche hasta el viejo olmo y la cañada entre los matorrales y las nuevas casas.

En la pequeña depresión, mágicamente fuera de la vista de las casas y de los otros adultos, a excepción de los padres de algunos de los presentes, los niños desmontaban y se tendían en la hierba. John se sentó más cerca que nadie de Orphu, como hacía siempre. Miró hacia atrás, vio a su padre y lo saludó, pero no se acercó a decirle hola. La historia era lo primero.

Harman, todavía de pie con Ada, mientras Sarah roncaba en sus brazos, pues a Ada casi se le habían quedado dormidos los suyos, vio a Mahnmut cerca de los matorrales. Harman lo saludó pero la atención del pequeño moravec estaba fija en su viejo amigo y los niños.

—Cuenta otra vez la historia de Gilgamesh —gritó uno de los niños de seis años.

El enorme monstruo-cangrejo movió lentamente su caparazón de un lado a otro, como si sacudiera la cabeza para decir que no.

—Esa historia ha terminado por ahora —bramó Orphu—. Hoy empezamos una nueva.

Los niños aplaudieron.

—Tardaremos mucho tiempo en contarla —dijo Orphu, y su voz tronante le pareció tranquilizadora y atrayente incluso a Harman.

Los niños volvieron a aplaudir. Dos de ellos se dejaron caer juntos por la pequeña hondonada.

—Escuchad con atención —dijo Orphu. Uno de sus largos manipuladores articulados había separado con cuidado a los niños y los colocó suavemente en la pendiente, a unos palmos de distancia. La atención de los niños se centró inmediatamente en la voz hipnótica y vibrante del gran moravec.

Cólera... Canta, ¡oh, diosa!, canta la cólera Aquiles, hijo de Peleo: cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó a la oscura casa del Hades a muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumpliendo la voluntad de Zeus. Comienza, musa, desde que se separaron disputando el rey griego Agamenón, señor de hombres, y el divino y brillante Aquiles...

Agradecimientos

Quiero agradecer a Jean-Daniel Breque por permitirme usar los detalles de uno de sus paseos favoritos por la avenida Daumesnil y por el resto de esa
Promenade Plantée
. Una descripción completa de ese delicioso paseo puede hallarse en el ensayo de Jean-Daniel «Green Tracks» en
Time Out Book of Paris Walk
, publicado por Penguin.

También deseo agradecer al profesor Keith Nightenhelser por su sugerencia sobre la cita sobre Renoir-como-creador de
El mundo de Guermantes
.

Finalmente, quiero agradecer a Jane Kathryn Simmons por permitirme reproducir su poema «Still Born» tal como aparece en la página 326.

Sobre el autor

Dan Simmons ha sido profesor y director de programas de enseñanza para jóvenes superdotados. En 1982 ganó el primer concurso
Rod Sterling Story Contest
para relatos cortos y la popular revista
Twilight Zone
le consideró el mejor escritor novel del año. Como confirmación, su primera novela,
La Canción de Kali
(1985 Ediciones B, Éxito Internacional), obtuvo el premio mundial de fantasía: el
World Fantasy Award
.

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