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Authors: Dan Simmons

Olympos (19 page)

BOOK: Olympos
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—Parece que cada día el grado de locura aumenta —gruñe el agrio Diomedes, hijo de Tideo, señor de Argos.

—¿Hago avanzar a los guardias del campamento, noble Aquiles? —pregunta Teucro, el bastardo, maestro arquero y hermanastro de Áyax
el Grande
—. ¿Les ordeno interceptar a estas mujeres, sea cual sea la locura de la misión que las trae aquí, y hacerlas volver corriendo a sus telares?

—No —responde Aquiles—. Veamos por qué las mujeres se aventuran a atravesar el Agujero al Olimpo camino del campamento aqueo.

—Tal vez buscan a Eneas y sus maridos troyanos, que están situados a nuestra izquierda — dice Áyax, hijo de Telamón, jefe del ejército de Salamina, que apoya el flanco izquierdo de los mirmidones en esta mañana marciana.

—Tal vez. —Aquiles parece divertido y levemente irritado, pero no convencido. Sale a la luz olímpica, guiando al grupo de reyes, capitanes, lugartenientes y leales guerreros aqueos.

Es en efecto una turba de mujeres troyanas lo que se acerca. Cuando están a cien metros, Aquiles, con su contingente de cincuenta héroes, espera a que la ruidosa tropa de mujeres gritonas se aproxime más. Le parecen un puñado de gansos.

—¿Ves a alguien de noble cuna entre las mujeres? —le pregunta Aquiles a Odiseo mientras esperan a que la horda recorra los últimos cien metros de suelo rojizo que los separan—. ¿Alguna esposa o hija de héroes? ¿Andrómaca o Helena o la enloquecida Casandra o Medesicasta o la venerable Castianira?

—Ninguna de ésas —responde Odiseo rápidamente—. Nadie de valor, ni por nacimiento ni por matrimonio. Sólo reconozco a Hipodamia, la grande de la lanza y el escudo largo antiguo como el que lleva Áyax
el Grande
, y eso sólo porque me visitó en Ítaca una vez con su marido, el viajero troyano Tisífono. Penélope la llevó a nuestros jardines, pero dijo más tarde que la mujer era tan agria como una granada verde y que no encontraba ningún placer en la belleza.

—Bueno, desde luego, ella tampoco es ninguna belleza en la que encontrar placer —dice Aquiles, que ahora distingue a las mujeres claramente—. Filoctetes, adelántate, detenlas y pregúntales qué están haciendo en nuestro campo de batalla con los dioses.

—¿He de hacerlo, hijo de Peleo? —gime el viejo arquero Filoctetes—. Después de la infamia arrojada sobre mí ayer en el funeral de Paris, creo que no debería ser yo quien...

Aquiles se vuelve y hace callar al hombre con una mirada de advertencia.

—Iré contigo para sostenerte de la mano —murmura Áyax
el Grande
—. Teucro, acompáñanos. Dos arqueros y un diestro lancero deberían poder enfrentarse a estas mujeronas, aunque sean más feas que nosotros.

Los tres se adelantan.

Lo que sucede a continuación tiene lugar muy rápidamente.

Filoctetes, Teucro y Áyax
el Grande
se detienen a unos veinte pasos de las filas agotadas, desordenadas y jadeantes de mujeres armadas. El antiguo comandante de los tesalios da un paso adelante, sujetando el fabuloso cuerno de Heracles con la mano izquierda mientras alza la diestra en gesto de paz.

Una de las mujeres más jóvenes, situada a la derecha de Hipodamia, arroja su lanza. Increíble, sorprendentemente, alcanza a Filoctetes (superviviente diez años al veneno de una serpiente y la ira de los dioses) en el pecho, por encima de su liviana armadura de arquero, le corta limpiamente la espina dorsal y le hace caer sin vida al suelo rojo.

—¡Matad a la perra! —grita Aquiles, enfurecido, mientras corre hacia delante y desenvaina su espada.

Teucro, sometido ahora al bombardeo de las lanzas y una granizada de flechas mal apuntadas, no necesita más órdenes. Más rápido de lo que los ojos mortales pueden seguir, monta una flecha, tensa la cuerda y atraviesa la garganta de la mujer que ha abatido a Filoctetes.

Hipodamia y veinte o treinta mujeres se enfrentan a Áyax
el Grande
, adelantando vacilantes sus lanzas y tratando de blandir las enormes espadas de sus esposos o sus padres o sus hijos con torpes golpes de ambas manos.

Áyax, hijo de Telamón, mira a Aquiles sólo un instante y dirige a los otros hombres una mirada de algo parecido a la diversión. Luego desenvaina su larga hoja, aparta la espada y el escudo de Hipodamia con un gesto despectivo y cercena la cabeza de la mujer como si arrancara hierba del jardín. Las otras, locas de miedo, se abalanzan hacia los dos hombres. Teucro coloca flecha tras flecha en sus ojos, muslos, temblorosos pechos y, en cuestión de segundos, en sus espaldas a la fuga. Áyax
el Grande
acaba con las que son lo bastante estúpidas para quedarse, abriéndose paso entre ellas como un hombre alto entre niños, dejando una estela de cadáveres.

Cuando llegan Aquiles, Odiseo, Diomedes, Néstor, Cromio, Áyax
el Menor
, Antíloco y los demás, hay unas cuarenta mujeres muertas o agonizantes, unas cuantas gritan agónicamente en el suelo rojo empapado de sangre y las demás huyen de vuelta al Agujero.

—En nombre de Hades, ¿qué ha sido todo eso? —pregunta Odiseo mientras alcanza a Áyax
el Grande
y pisa entre los cadáveres caídos en todas las posturas, gráciles y sin gracia, de la muerte violenta, tan familiares.

El hijo de Telamón hace una mueca. Tiene la cara manchada y la armadura y la espada rojas de sangre de mujeres troyanas.

—No es la primera vez que mato a mujeres —dice el gigante mortal—, ¡pero por los dioses, ha sido la más satisfactoria!

Calcante, hijo de Téstor y su más fiable adivino, llega cojeando.

—Esto no está bien. Es malo. Esto no está nada bien.

—Calla —dice Aquiles. Se protege los ojos y mira hacia el Agujero por donde desaparecen las últimas mujeres, sólo para ser sustituidas por un pequeño grupo de figuras más grandes—.

¿Y ahora qué? —pregunta el hijo de Peleo y la diosa Tetis—. Parecen centauros. ¿Ha venido mi viejo amigo y tutor Quirón a unirse a nuestros esfuerzos?

—No son centauros —dice el sabio Odiseo—. Más mujeres. A caballo.

—¿A caballo? —dice Néstor, entornando sus viejos ojos para ver—. ¿No en carros?

—Montan a caballo como la fabulosa caballería de antaño —dice Diomedes, que ya las ve también. Nadie monta a caballo hoy en día; los caballos sólo se usan para tirar de los carros... aunque tanto Odiseo como el mismo Diomedes escaparon de un campamento troyano a medianoche, hace unos meses, antes de la tregua, montando a pelo y abriéndose paso entre el ejército medio dormido de Héctor.

—Las amazonas —dice Aquiles.

15

El templo de Atenea. Menelao avanza, la cara roja, respirando con dificultad; Helena, de rodillas, el pálido rostro alzado, los pechos aún más pálidos, desnudos. Él se alza sobre ella. Levanta la espada. Su níveo cuello, ofrecido, es fino como un junco. La hoja, tremendamente afilada, no se detendrá cuando atraviese piel, carne, hueso.

Menelao se queda quieto.

—No vaciles, esposo mío —susurra Helena, la voz temblando apenas levemente. Menelao ve su pulso latiendo salvaje en la base de su abundante seno izquierdo surcado de venas azules. Agarra la empuñadura con ambas manos.

No llega a descargar la hoja.

—Maldita seas —jadea—. Maldita seas.

—Sí —susurra Helena, el rostro bajo. El ídolo dorado de Atenea se alza sobre ambos en la oscuridad perfumada de incienso.

Menelao agarra el pomo de la espada con el fervor de un estrangulador. Sus brazos vibran con las fuerzas opuestas de decapitar a su esposa y detener simultáneamente la acción.

—¿Por qué no debería matarte, coño infiel? —sisea Menelao.

—No hay ningún motivo, esposo mío. Soy un coño infiel. Él y yo hemos sido infieles. Acaba pues. Ejecuta tu justa sentencia de muerte.

—¡No me llames esposo, maldita seas!

Helena levanta la cara. Sus ojos oscuros son exactamente los ojos con los que Menelao ha soñado durante más de diez años.

—Eres mi esposo. Siempre lo has sido. Mi único esposo.

A punto está de matarla, tan dolorosas son estas palabras. El sudor le resbala por la frente y las mejillas y salpica su sencilla túnica.

—Me abandonaste... nos abandonaste a mí y a nuestra hija —consigue decir—, por ese... por ese... niño. Ese blandengue.

—Sí —dice Helena, y vuelve a bajar el rostro. Menelao ve el pequeño y familiar lunar en su nuca, justo en la base, justo donde golpeará el filo de la hoja.

—¿Por qué? —consigue decir Menelao. Es lo último que dirá antes de matarla o perdonarla... o ambas cosas.

—Merezco morir —susurra ella—. Por mis pecados contra ti, por mis pecados contra nuestra hija, por mis pecados contra nuestra patria. Pero no dejé nuestro palacio en Esparta por propia voluntad.

Menelao aprieta los dientes con tanta fuerza que los oye crujir.

—Tú no estabas —susurra Helena, su esposa, su atormentadora, la zorra que lo traicionó, la madre de su hija—. No estabas nunca. Te habías ido con tu hermano. De caza. A guerrear. A saquear. Agamenón y tú erais la auténtica pareja... yo sólo era el semillero que se quedaba en casa. Cuando Paris, ese embustero, ese tramposo Odiseo sin la sabiduría de Odiseo me tomó por la fuerza, yo no tenía ningún marido en casa que me protegiera.

Menelao respira por la boca. La espada parece susurrarle como si fuera un ser vivo, exigiendo la sangre de la zorra. Tantas voces gritan en sus oídos que apenas oye los suaves susurros de Helena. El recuerdo de su voz lo ha atormentado durante cuatro mil noches: ahora lo lleva más allá de la locura.

—Soy penitente —dice ella—, pero eso no importa ahora. Soy suplicante, pero eso no importa ya. ¿He de contarte los cientos de veces en los últimos diez años que he empuñado una espada o anudado una soga, sólo para que mis esclavas y los espías de Paris me detuvieran, urgiéndome a pensar en nuestra hija si no en mí misma? Este secuestro y mi largo cautiverio aquí han sido cosa de Afrodita, esposo, no mía. Pero puedes liberarme ahora con un golpe de tu familiar hoja. Hazlo, mi querido Menelao. Dile a nuestra hija que la amé y la sigo amando. Y entérate tú también de que te amé y te sigo amando.

Menelao grita, deja caer la espada al suelo del templo y se arrodilla junto a su esposa. Está sollozando como un niño.

Helena le quita el casco, le pone una mano en su nuca y lo atrae hacia sus pechos desnudos. No sonríe. No, no sonríe, ni se siente tentada a hacerlo. Siente el roce de su corta barba y sus lágrimas y el calor de su aliento en unos pechos que han soportado el peso de Paris, Hockenberry, Deífobo y otros desde que Menelao la tocó por última vez. «Coño traicionero, sí —piensa Helena de Troya—. Todas lo somos.» No considera el último minuto una victoria. Estaba dispuesta a morir. Está muy, muy cansada.

Menelao se pone en pie. Furioso, se limpia las lágrimas y los mocos del bigote rojo, busca la espada y la vuelve a envainar.

—Esposa, aparta tu temor. Lo hecho, hecho está... El mal de Afrodita y de Paris, no tuyo. En el mármol de allí hay una túnica y un velo de virgen. Póntelos y abandonaremos esta maldita ciudad para siempre.

Helena se pone en pie, toca el hombro de su marido bajo la extraña piel de león que vio llevar una vez a Diomedes mientras masacraba troyanos y, en silencio, se pone la túnica blanca y el velo blanco de encaje.

Juntos, salen a la ciudad.

Helena no puede creer que se esté marchando de Ilión de esta manera. ¿Después de más de diez años cruzar las puertas Esceas y dejarlo todo atrás para siempre? ¿Qué hay de Casandra?

¿Qué hay de sus planes con Andrómaca y las otras? ¿Qué hay de su responsabilidad en la guerra contra los dioses a cuyo comienzo contribuyó (ella, Helena) con sus maquinaciones? ¿Qué hay, incluso, del pobre y triste Hockenberry y su pequeño amor?

Helena siente su ánimo volar como una paloma liberada del templo cuando advierte que ninguna de estas cosas es ya asunto suyo. Regresará a Esparta con su legítimo esposo. Ha echado de menos a Menelao, su... simpleza, y verá a su hija, convertida ya en una mujer, y los diez años transcurridos serán como un mal sueño mientras viva el último cuarto de su vida, su belleza intacta, por supuesto, gracias a la voluntad de los dioses, no a la suya. Ha sido aliviada de todas las maneras posibles.

Los dos están en la calle, caminando todavía como en un sueño, cuando las campanas de la ciudad tañen, los grandes cuernos de las torres de vigilancia resuenan y empiezan a oírse gritos. Todas las alarmas de la ciudad suenan al mismo tiempo.

Los gritos se confunden. Menelao la mira por la abertura de su ridículo casco de colmillos de jabalí y Helena le devuelve la mirada por la rendija de su velo de virgen del templo. En esos segundos hay en sus ojos terror, confusión e incluso torva diversión por lo irónico de la situación.

Las puertas Esceas se cierran a cal y canto. Los aqueos están atacando otra vez. La guerra de

Troya ha recomenzado.

Están atrapados.

16

—¿Podría ver la nave? —preguntó Hockenberry. El moscardón había salido de la burbuja azul del cráter Stickney y ascendía hacia el rojo disco de Marte.

—¿La nave con destino a la Tierra? —preguntó Mahnmut. Hockenberry asintió—. Por supuesto.

El moravec envió una orden al moscardón y la nave viró y rodeó los puentes de sujeción de la nave, y luego se elevó para atracar en la parte superior del largo vehículo articulado.

Hockenberry quiere visitar la nave
, tensorrayó Mahnmut a Orphu de Io. Sólo hubo un segundo de estática de fondo antes de que llegara la respuesta:
Bueno, ¿por qué no? Le estamos pidiendo que arriesgue la vida en este viaje. ¿Por qué no debería ver toda la nave? Asteague/Che y los demás deberían de habérselo sugerido.

—¿Qué longitud tiene este aparato? —preguntó Hockenberry en voz baja. Por las ventanas holográficas, la nave parecía caer bajo ellos kilómetros.

—Aproximadamente la altura del Empire State del siglo XX —respondió Mahnmut—. Pero es un poco más redondo y abultado en algunos puntos.

Desde luego nunca ha estado en cero-g,
envió Mahnmut.
La gravedad de Fobos lo desorientará.

Los campos de desplazamiento están preparados,
tensorrayó Orphu.
Los fijaré en punto-ocho-g en el lateral de la nave y pasará a la presión interna normal de la Tierra. Cuando lleguéis a la compuerta de proa, el ambiente será respirable y cómodo para él.

—¿No es demasiado grande para la misión de la que están hablando? —dijo Hockenberry—. Incluso con cientos de soldados rocavec a bordo, esto parece una exageración.

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