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Authors: Dan Simmons

Olympos (16 page)

BOOK: Olympos
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Menelao tuvo que apartarse para no ser arrollado por el caballo de batalla que iba en cabeza. La greba de la pierna de la mujer casi le rozó la túnica. Ella ni siquiera lo miró.

Menelao se quedó tan sorprendido por la belleza de Pentesilea que casi se sentó en el empedrado sucio de mierda de caballo. ¡Por Zeus, qué frágil belleza envuelta en tan hermosa y brillante armadura! ¡Esos ojos! Menelao (que nunca había ido a la guerra contra ni junto a las amazonas) jamás había visto nada parecido.

Como en trance, avanzó dando tumbos tras la procesión, siguiendo a la multitud y las amazonas de vuelta al palacio de Paris. Allí la amazona fue recibida por Deífobo. Helena no lo acompañaba, así que parecía que las viejas de la taberna estaban equivocadas. Al menos en lo que concernía al paradero de Helena.

Sin dejar de observar la puerta por la que había desaparecido Pentesilea, Menelao, como un joven pastorcillo enfermo de amores, finalmente se alejó y empezó a deambular de nuevo por las calles. Era casi mediodía. Sabía que tenía poco tiempo (Agamenón había planeado iniciar el alzamiento contra Aquiles a mediodía y librar las batallas al anochecer) y reconoció por primera vez lo enorme que era Ilión. ¿Qué posibilidad tenía de encontrar a Helena a tiempo de actuar?

Casi ninguna, ya que al primer grito de guerra entre las filas argivas, las grandes puertas Esceas se cerrarían y doblarían la guardia en las murallas. Menelao quedaría atrapado.

Se dirigía hacia las puertas Esceas, triplemente asqueado por el fracaso, el odio y el amor, casi corriendo, feliz a medias por no haberla encontrado y enfermo por no haberla matado, cuando se topó con una especie de tumulto cerca de la puerta.

Observó un rato, hizo preguntas, no pudo apartarse del espectáculo, aunque amenazaba con hacerlo pedazos cuando se desmandara.

Parecía que las mujeres de Troya habían sido de algún modo inspiradas por la mera llegada de Pentesilea y su docena de amazonas (todas dormían ahora, presumiblemente, en los más blandos divanes de Príamo), y se había corrido la voz del juramento de Pentesilea de matar a Aquiles... y a Áyax, si tenía tiempo, y a cualquier otro capitán aqueo que se interpusiera en su camino, ya que sus ojos de amazona nunca olvidaban el trabajo. Bueno, esto despertó algo dormido pero desde luego no pasivo en las mujeres de Troya (tan opuestas a las Troyanas supervivientes), y habían salido a la calle, a las murallas, a los parapetos donde los confundidos guardias habían cedido a los gritos de las esposas y las hijas y las hermanas y las madres.

Una mujer llamada Hipodamia, no la famosa esposa de Pinto, sino la esposa de Tisífono (un capitán troyano tan poco importante que Menelao nunca se había enfrentado a él en el campo de batalla ni había oído hablar de él en torno a los fuegos de campamento), acicateaba a las mujeres de Troya en un frenesí asesino con su perorata, gritando. Menelao se detuvo a curiosear y sonreír, pero en realidad lo hacía para escuchar y espiar.

—¡Hermanas! —gritaba Hipodamia, una mujer de brazos gruesos y anchas caderas, no carente de atractivo. El pelo que llevaba recogido se le había soltado y vibraba alrededor de sus hombros mientras gritaba y gesticulaba—. ¿Por qué no hemos estado luchando con nuestros hombres? ¿Por qué hemos llorado por el destino de Ilión, aullado por el destino de nuestros hijos y, sin embargo, no hemos hecho nada para cambiar ese destino? ¿Somos mucho más débiles que los muchachos lampiños de Troya quienes, en este último año, han salido a morir por su ciudad? ¿No somos tan obedientes y tan serias como nuestros hijos?

La multitud de mujeres rugió.

—Compartimos comida, luz, aire y nuestros lechos con los hombres de nuestra ciudad — gritó Hipodamia, la de las anchas caderas—, ¿por qué no hemos compartido sus destinos en el combate? ¿Tan débiles somos?

—¡No! —rugieron un millar de mujeres de Troya desde las murallas.

—¿Hay alguien aquí, alguna mujer, que no haya perdido un marido, un hermano, un padre, un hijo, un pariente en esta guerra contra los aqueos?

—¡No!

—¿Duda alguna de nosotras cuál sería nuestro destino, como mujeres, si los aqueos hubieran ganado esta guerra?

—¡No!

—Entonces no perdamos más tiempo —gritó Hipodamia por encima del rugido—. La reina amazona ha jurado matar a Aquiles antes de que el sol se ponga hoy, y ha venido de muy lejos para luchar por una ciudad que no es su hogar. ¿Podemos nosotras jurar menos, hacer menos, por nuestro hogar, por nuestros hombres, por nuestros hijos y por nuestra propia vida y nuestro futuro?

—¡No!

Esta vez el rugido continuó y continuó y las mujeres empezaron a salir corriendo de la plaza, saltando los escalones de la muralla, algunas casi arrollando a Menelao en su ansia.

—¡Armaos! —gritó Hipodamia—. ¡Arrojad vuestras ruecas y vuestras lanas, dejad vuestros telares, poneos armaduras, aprestaos y reuníos conmigo ante estas murallas!

Los hombres de las murallas y los que observaban, hombres que habían estado sonriendo y riendo durante la primera parte de la arenga de la esposa de Tisífono, se escabulleron ahora en los portales y callejones, apartándose del paso de la turba. Menelao hizo lo mismo.

Acababa de volverse para marcharse hacia las cercanas puertas Esceas (todavía abiertas, gracias a los dioses) cuando vio a Helena de pie en una esquina próxima. Miraba hacia otro lado y no lo vio. La miró besar a dos mujeres, despidiéndose, y ponerse a caminar calle arriba. Sola.

Menelao se detuvo, tomó aliento, tocó la empuñadura de su espada, se volvió y la siguió.

—Teano detuvo esta locura —dijo Casandra—. Teano habló a la muchedumbre y devolvió el sentido a las mujeres.

—Teano lleva muerta más de ocho meses —respondió Andrómaca con frialdad.

—En el otro ahora —dijo Casandra en aquel enloquecedor tono que adoptaba cuando estaba medio en trance—. En el otro futuro. Teano detuvo esto. Todas escucharon a la suma sacerdotisa del templo de Atenea.

—Bueno, Teano es ahora pasto de gusanos. Está tan muerta como la polla de Paris —dijo Helena—. Nadie ha detenido a la multitud.

Las mujeres regresaban ya a la plaza y salían por las puertas en una parodia de desfile militar. Obviamente habían corrido a sus casas y se habían armado con las piezas de armadura que habían podido encontrar: el casco de bronce gastado de un padre, torcido o sin crin de caballo, el escudo repudiado por un hermano, la lanza o la espada de un esposo o un hijo. Todas las armaduras eran demasiado grandes, las lanzas demasiado pesadas y la mayoría de las mujeres parecían niñas jugando a los disfraces mientras avanzaban entre sonidos metálicos.

—Esto es una locura —susurró Andrómaca—. Una locura.

—Desde la muerte de Patroclo todo ha sido una locura —dijo Casandra, sus ojos claros brillantes de fiebre y de locura—. Incierto. Falso. No firme.

Durante más de dos horas en el soleado apartamento de Andrómaca, junto a la muralla, las mujeres habían estado con Escamandro, el niño de dieciocho meses «asesinado por las diosas» que toda la ciudad había llorado, el bebé por quien Héctor había ido a la guerra contra los dioses del Olimpo. Escamandro (Astianacte, «señor de la ciudad»), crecía bastante sano bajo la mirada protectora de su nueva aya, mientras en la puerta guardias leales traídos de la caída Tebas vigilaban las veinticuatro horas del día. Aquellos hombres habían tratado de morir por el padre de Andrómaca, el rey Etión, muerto a manos de Aquiles cuando cayó la ciudad. Salvados no por decisión propia sino por capricho de Aquiles, ahora vivían sólo para la hija de Etión y su hijo oculto.

El bebé, farfullando palabras y caminando de un lado a otro incansable ya, reconoció a su tía Casandra después de todos aquellos meses, casi la mitad de su corta vida, y corrió hacia ella con los brazos abiertos.

Casandra aceptó el abrazo, lo devolvió, lloró y, durante casi dos horas, las tres Troyanas y las dos esclavas (una un ama de cría, la otra una asesina de Lesbos) hablaron y jugaron con el niño pequeño y continuaron hablando cuando se fue a dormir la siesta.

—Ves por qué no debes decir de nuevo en voz alta esas palabras en trance —dijo Andrómaca en voz baja cuando terminó la visita—. Si llegan a oídos equivocados... si oídos que no sean los nuestros se enteran de esta verdad oculta... Escamandro acabará como tú una vez profetizaste, arrojado desde el punto más alto de estas murallas, con los sesos esparcidos sobre las rocas.

Casandra palideció aún más que de costumbre y sollozó de nuevo brevemente.

—Aprenderé a contener la lengua —dijo por fin—, aunque no tengo control sobre ella. Tu criada siempre vigilante se encargará de eso —indicó con la cabeza a la inexpresiva Hipsipila.

Entonces oyeron la creciente conmoción y los gritos de las mujeres en la muralla cercana y la plaza de la ciudad y salieron juntas, los velos puestos, a ver a qué se debía aquel alboroto.

Varias veces durante la arenga de Hipodamia, Helena se sintió tentada a intervenir. Advirtió, demasiado tarde (cuando las mujeres se habían marchado a centenares hacia sus hogares para recoger armas y armaduras, corriendo de aquí para allá como un enjambre de abejas histéricas), que Casandra tenía razón. Teano, su vieja amiga, la suma sacerdotisa del aún reverenciado templo de Atenea, habría detenido aquella insensatez. Con su voz entrenada en el templo, Teano hubiese gritado: «¡Valiente tontería!» Habría acallado a la multitud y habría tranquilizado a las mujeres con sus palabras. Teano habría explicado que Pentesilea (que no había hecho nada por Troya excepto promesas a su anciano rey y dormir) era la hija del dios de la guerra. ¿Lo era alguna de las mujeres que gritaban en la plaza de la ciudad? ¿Podían decir que Ares era su padre?

Es más, Helena estaba segura de que Teano hubiese hecho comprender a la multitud súbitamente silenciosa que los griegos no habían combatido durante casi diez años, igualando y a veces derrotando a héroes como Héctor, para someterse a la ira femenina. «A menos que hayáis aprendido en secreto a manejar caballos, guiar carros, lanzar lanzas a media legua, desviar violentos espadazos con el escudo y estéis preparadas para separar las cabezas aullantes de los hombres de sus recios cuerpos, marchaos a casa —hubiese dicho Teano, Helena estaba segura de ello—, dedicaos a vuestros telares y dejad que vuestros hombres os protejan y decidan el resultado de su guerra de hombres.» Y la muchedumbre se hubiese dispersado.

Pero Teano no se encontraba allí. Teano estaba, según la delicada frase de Helena, tan muerta como la polla de Paris.

Así que la muchedumbre de mujeres medio armadas marchó a la guerra, dirigiéndose al Agujero, al pie del Olimpo. Estaban seguras de que matarían a Aquiles incluso antes de que la amazona Pentesilea despertara de su sueño de belleza. Hipodamia cruzó rezagada las puertas Esceas, con la armadura prestada torcida (parecía de una época pretérita, como del tiempo de la guerra con los centauros), los pectorales de bronce mal atados y claqueteando y golpeando contra sus grandes pechos. Había perdido el control de la turba. Como todos los políticos, corría para ponerse a la cabeza del desfile (y no lo conseguía).

Helena, Andrómaca y Casandra (la esclava asesina Hipsipila vigilaba ya a la profetisa de ojos rojos) se habían despedido. Helena había seguido su camino sabiendo que Príamo quería fijar la fecha de sus esponsales con el grueso Deífobo antes de que terminara el día.

Pero de camino al palacio que había compartido con Paris, Helena se apartó de la multitud y se dirigió al templo de Atenea. Estaba vacío, naturalmente (pocos adoraban abiertamente a la diosa que había asesinado a Astianacte y empujado el mundo de los mortales a la guerra con los olímpicos). Helena se detuvo para entrar en la oscura nave perfumada de incienso para respirar la calma y contemplar la enorme estatua dorada de la diosa.

—Helena.

Por un instante, Helena de Troya estuvo segura de que la diosa le había hablado en la lengua de su antiguo esposo. Se volvió despacio.

—Helena.

Menelao estaba allí, apenas a tres metros de ella, las piernas abiertas, las sandalias firmemente plantadas en el oscuro suelo de mármol. Incluso a la luz fluctuante de las velas votivas, Helena distinguió su barba roja, su aspecto ceñudo, la espada en la mano derecha y un casco de colmillos de jabalí en su mano izquierda.

—Helena.

Era como si eso fuera todo lo que el rey cornudo y guerrero pudiera decir ahora que su venganza estaba cerca.

Helena pensó en echar a correr y supo que no serviría de nada. No alcanzaría la calle. Su marido siempre había sido uno de los corredores más veloces de Lacedemonia. Bromeaban acerca de que, cuando tuvieran un hijo, sería demasiado rápido para que ninguno de los dos le diera una azotaina. Nunca habían tenido un hijo.

—Helena.

Helena creía haber oído todo tipo de gruñidos masculinos, desde el orgasmo a la muerte pasando por toda la gama intermedia, pero nunca había oído tanto dolor en un hombre. Desde luego, no resumido en una palabra familiar pero completamente extraña como su nombre.

—Helena.

Menelao avanzó rápidamente, alzando la espada.

Helena no hizo ningún intento por huir. A la luz de las velas y el brillo dorado de la diosa, se arrodilló, miró a su legítimo marido, bajó los ojos y se abrió la túnica, desnudando sus pechos a la espera de la hoja.

13

—Para responder a su última pregunta —dijo el Integrante Primero Asteague/Che—, tenemos que ir a la Tierra porque parece que el centro de toda esta actividad cuántica se origina allí, o cerca de allí.

—Mahnmut me dijo poco después de conocerme que los habían enviado a él y a Orphu a Marte precisamente porque Marte, el monte Olimpo, en concreto, era la fuente de toda esta... actividad... ¿cuántica? —dijo Hockenberry.

—Eso era lo que creíamos cuando detectamos la habilidad TC de los olímpicos para viajar por estos Agujeros, venidos del Cinturón y el espacio de Júpiter a Marte y la Tierra de la época de Ilión. Pero nuestra tecnología actual sugiere que la Tierra es la fuente y el centro de esta actividad, Marte el recipiente... o el objetivo, quizá sería más preciso.

—¿Su tecnología ha cambiado tanto en ocho meses? —preguntó Hockenberry.

—Hemos triplicado lo que sabemos acerca de la teoría cuántica unificada desde que nos colamos en los túneles cuánticos de los olímpicos —dijo Cho Li. El calistano era por lo visto el experto en cuestiones técnicas—. La mayor parte de lo que sabemos sobre la gravedad cuántica, por ejemplo, lo hemos aprendido en los últimos ocho meses estándar.

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