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Authors: Dan Simmons

Olympos (99 page)

BOOK: Olympos
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Pero querían comunicarse con alguien... sobre todo recibir órdenes de alguien, de algo.

Sabiendo que no encontraría allí lo que necesitaba saber, Harman medio caminando medio nadando dejó atrás la cabina abarrotada del sonar y el GPS. No sabía por qué sus memorias-paquete querían llamar cabina a aquel pequeño espacio y no quería saberlo.

Si alguna vez hubiera pensado en los submarinos, cosa que nunca había hecho, Harman probablemente habría sabido que tales barcos se construían para viajar bajo el agua (sabía que la IA de la cabeza nuclear había preferido una traducción de la palabra «barco» a la de «nave»), y que esos barcos submarinos estaban compuestos de muchos pequeños compartimentos, cada uno cerrado con una puerta, una escotilla, estanca, separada. Aquel submarino no. Los espacios eran grandes en comparación con el volumen del barco mismo, no todo era reducido ni estaba compartimentado al máximo. Si el océano encontraba un modo de entrar (y obviamente lo había hecho) la muerte de los hombres y mujeres de la tripulación no habría sido por lento ahogamiento, jadeando en busca de aire cerca de los techos, sino en una enorme e implosiva ola de presión que los habría matado a todos en cuestión de segundos. Era casi como si los humanos que habían trabajado en el submarino hubieran preferido la opción de una muerte instantánea en espacios grandes que ahogarse lentamente en espacios más pequeños.

Harman dejó de nadar y permitió que sus pies se hundieran en las placas del suelo cuando advirtió que estaba en mitad del centro de mando y control.

Aquí había menos vegetación marina, más metal desnudo. Por el esquema de la IA de la cabeza nuclear Harman pudo distinguir los centros de control de armas y lanzamiento de torpedos, columnas verticales de metal que habrían proyectado una miríada de controles virtuales holográficos cuando la nave entraba en combate. Harman recorrió el lugar, tocando metal y plástico con la mano recubierta por la termopiel, permitiendo que los cerebros cuánticos muertos se embebieran del material para hablarle.

No había ninguna silla, asiento ni trono para el capitán. Aquel hombre permanecía de pie, cerca de la mesa central de mapas holográficos, directamente delante de una consola (virtual dadas las condiciones, proyectada desde dentro de los paneles plásticos LCD si el sistema virtual quedaba dañado) a la que se canalizaban y que mostraba todos y cada uno de los muchos sistemas y funciones del barco.

Harman pasó la mano enguantada por el limo verde e imaginó las pantallas del sonar apareciendo... allí. Las imágenes tácticas a la izquierda... ahí. Varios metros más atrás, por donde había venido, unos hinchados hongos grisáceos eran los asientos donde los tripulantes se habían agazapado delante de las imágenes virtuales en cambio constante que controlaban e informaban sobre lastre y rumbo, radar, sonar, transmisiones GPS, controles automáticos, disposición de torpedos y controles de lanzamiento, engranajes físicos para controlar las inmersiones...

Apartó la mano. Harman no necesitaba saber nada de esa basura. Sólo necesitaba saber...

Allí.

Era un monolito negro de metal situado tras el puesto del capitán. No había conchas, moluscos, coral ni mugre pegados a él. La cosa era tan negra que las lámparas de Harman no se reflejaron en ella en sus primeros pasos hacia esa parte del centro de mando.

Era la IA central del barco, construida para interactuar de cien maneras con el capitán y la tripulación del submarino. Harman sabía que un ordenador cuántico, incluso de esa Edad Perdida, incluso un ordenador muerto hacía más de dos milenios, estaría más vivo al uno por ciento de su capacidad que la mayoría de los seres vivos del planeta. Las mentes artificiales cuánticas eran duras de pelar y morían despacio.

Harman sabía que no tenía los códigos de acceso a los bancos centrales de la IA, quizá ni siquiera disponía del lenguaje para comprender los códigos que no conocía, pero también sabía que eso no importaba. Sus funciones habían sido desarrolladas y programadas nanogenéticamente en su ADN mucho después de que aquella máquina hubiera muerto. No tendría secretos para él.

El pensamiento lo aterrorizó.

Harman quería salir de aquella cripta inundada. Quería escapar de la radiación que debía estar rebotando por su piel, su cerebro, sus pelotas, sus entrañas y sus ojos mientras permanecía allí de pie, indeciso.

Pero tenía que saber.

Harman colocó la palma sobre el negro monolito de metal.

El submarino se llamaba
La espada de Alá
. Había zarpado el... Harman se saltó las entradas del cuaderno de bitácora, fechas, motivos

para la antigua guerra. Se entretuvo sólo lo suficiente para confirmar que había sido después de que soltaran el rubicón, durante los años de la Demencia cuando el Califato Global se acercaba a su fin, las democracias de Occidente y Europa estaban ya muertas y la Nueva Unión Europea era una ficción de jadeantes estados vasallos bajo el khanato en alza...

Nada de eso importaba. Lo que había en la panza de aquel submarino, tan real como el feto que crecía en el vientre de su esposa Ada, era lo que importaba.

Harman se detuvo lo suficiente para escuchar una versión acelerada del último testamento de los veintiséis tripulantes de
La espada de Alá
. El submarino de misiles balísticos clase Mahoma era tan automático que requería una tripulación de sólo ocho miembros, pero había habido tantos voluntarios que se permitió a veintiséis Elegidos ir en su última misión.

Todos eran hombres. Todos eran devotos. Entregaron sus almas a Alá mientras su perdición se acercaba: un cordón al ataque de submarinos, aviones, naves espaciales y naves de superficie del khanato por lo que Harman podía decir. Los hombres sabían que sólo les quedaban minutos de vida... que la Tierra estaba a sólo unos minutos de su destrucción.

El capitán había dado la orden de lanzamiento. La IA primaria la había secundado y transmitido.

¿Por qué no se habían disparado los misiles? Harman registró la IA hasta sus entrañas cuánticas y no pudo encontrar ninguna razón. La orden humana se había dado, los cuatro juegos de llaves físicas habían sido girados, las coordenadas de blanco de la IA y las órdenes de lanzamiento individual habían sido confirmadas y transmitidas, los misiles habían sido colocados en la secuencia de lanzamiento adecuada, los interruptores (virtuales y literales) se habían activado. Todas las enormes escotillas de metal de los misiles se habían abierto con éxito con redundante maquinaria hidráulica: sólo una fina cúpula azul de fibra de vidrio separaba los tubos de los misiles del océano, y cada uno de aquellos tubos de lanzamiento se había llenado de nitrógeno para igualar la presión e impedir que el océano entrara hasta el momento mismo del lanzamiento. Los cuarenta y ocho misiles habrían sido impulsados por generaciones de nitrógeno gaseoso, una carga de dos mil quinientos voltios que prendería la descarga de nitrógeno. El gas mismo habría producido más de cuarenta y cinco mil kilos por centímetro cuadrado de presión en menos de un segundo, enviando los misiles hacia arriba con sus propias burbujas de nitrógeno hasta que salieran del mar como corchos, y entonces el combustible sólido de cada misil los habría encendido en el momento en que los misiles alcanzaran el aire. Había iniciadores de lanzamiento e ignición redundantes y de doble redundancia. Los misiles tendrían que haber corrido hacia sus objetivos. Los indicadores de lanzamiento de la IA estaban todos en rojo. En cada uno de los cuarenta y ocho silos del vientre preñado de
La espada de Alá
la secuencia había pasado adecuadamente de ESPEREN a PREPARADOS a LANZAMIENTO a LANZAMIENTO CON ÉXITO.

Pero los misiles estaban todavía en sus tubos. La IA, muerta y deteriorada, lo sabía y comunicaba algo parecido a la vergüenza y el chasco a través de la palma cosquilleante de Harman.

El corazón le latía tan alocadamente y Harman respiraba con tanta dificultad que la máscara de ósmosis tuvo que bajar el nivel de oxígeno para que no hiperventilara.

Cuarenta y ocho misiles. Cuarenta y ocho plataformas con cabeza nuclear. Cada cabeza era teledirigida y llevaba dieciséis vehículos de entrada separados. Setecientas sesenta y ocho cabezas, todas armadas, preparadas, los seguros retirados, listas para saltar. Apuntaban a setecientas sesenta y ocho de las ciudades restantes del mundo, monumentos antiguos y menguados centros de población de supervivientes del rubicón.

Pero lo que llevaban los torpedos de
La espada de Alá
no eran simples cabezas termonucleares.

Cada una de las setecientas sesenta y ocho cabezas que aún había a bordo del submarino llevaba un agujero negro tenuemente contenido. El alma definitiva de la raza humana y el Califato Global en ese punto del tiempo... su detergente definitivo, pensó Harman con un ruido que era en parte sollozo en parte risa tonta.

Los agujeros negros eran pequeños. Cada uno no mucho más grande de lo que uno de los tripulantes muertos había descrito en su urgente y religioso discurso de despedida como «el balón de fútbol con el que crecí jugando en las ruinas de Karachi». Pero cuando escaparan de sus esferas de contención y cayeran sobre sus blancos, el resultado sería mucho más dramático que el de una mera arma termonuclear.

El agujero negro se hundiría en la tierra, creando un hueco del tamaño de un balón de fútbol en el centro de la ciudad que fuera su objetivo. Pero en el segundo en que llegara allí habría una explosión de plasma mil veces peor que una explosión termonuclear. El agujero negro, al descender, convertiría tierra, roca, agua y magma, todo lo que encontrara por delante, en una nube de vapor y plasma, y absorbería también las personas, edificios, vehículos, árboles y la estructura molecular de la ciudad que fuera su objetivo y cientos de kilómetros cuadrados a su alrededor.

El agujero negro que había creado el cráter de un kilómetro de anchura en el centro de Cráter París tenía menos de un milímetro de ancho y era inestable: se había comido a sí mismo antes de llegar al núcleo de la Tierra. Harman sabía ahora que once millones de personas habían muerto porque aquel antiguo experimento salió mal.

Esos agujeros negros no estaban diseñados para comerse a sí mismos. Estaban diseñados para rebotar de un lado a otro a través de la tierra, volver a salir a la atmósfera, zambullirse de nuevo en el planeta. Setecientos sesenta y ocho esferas de plasma y radiación ionizante de destrucción definitiva atravesando una y otra vez la corteza, el manto, el magma y el núcleo de la Tierra, continuamente, durante meses o años, hasta que todas descansaran en el centro de esta querida y buena Tierra y empezaran a comerse el tejido del planeta mismo.

Las voces de los veintiséis tripulantes que Harman había escuchado celebraban el resultado de su misión. Todos se reunirían en el Paraíso. ¡Dios sea loado!

Harman sólo quería vomitar dentro de la máscara de ósmosis, pero se obligó a no apartar la mano de la IA del negro monolito durante otro minuto entero, eterno, interminable. Tenía que haber alguna instrucción para encontrar un modo de desarmar los agujeros negros activados.

Los campos de contención de las cabezas nucleares habían sido muy potentes, diseñados para durar siglos si era preciso.

Habían durado más de dos milenios y medio, pero eran muy inestables. En cuanto uno de los agujeros negros escapara, lo harían todos. No importaba nada si iniciaban su viaje hacia el núcleo de la Tierra y más allá a partir de sus objetivos o si lo hacían desde aquel punto en la pared norte de la

Brecha Atlántica. El resultado sería el mismo.

No había ningún procedimiento en la IA ni en ninguna parte de
La espada de Alá
para desarmarlas. Las singularidades existían (lo habían hecho durante casi doscientos cincuenta Cinco Veintes estándar de Harman) y, en un mundo donde la máxima tecnología de los humanos antiguos eran las ballestas, no había forma de fijar sus campos de contención.

Harman apartó la mano.

Más tarde no recordaba haber encontrado el camino de salida de las partes sumergidas del submarino, ni haber atravesado tambaleándose la seca sala de torpedos, ni el agujero del casco para salir a la soleada franja de arena fangosa que era la Brecha Atlántica.

Sí que recordaba haberse quitado la capucha y la máscara de ósmosis, haber caído a cuatro patas y vomitado largamente. Mucho después de haberse librado de lo poco que tenía en el estómago (las barras alimenticias eran nutritivas pero dejaban pocos residuos) continuaba teniendo arcadas.

Luego se sintió demasiado débil para seguir apoyándose en las manos y las rodillas, así que se arrastró para apartarse de su propio vómito, se desplomó, se puso de espaldas y contempló la larga y fina tira azul del cielo. Los anillos, débiles pero claros, giraban, se entrecruzaban, se movían como las pálidas manecillas de un reloj obsceno que descontaba las horas o días o meses o años hasta que las esferas de contención de las cabezas nucleares que esperaban apenas a unos metros de Harman se deterioraran y colapsaran.

Sabía que tenía que alejarse del pecio radiactivo, arrastrándose si era necesario, pero su corazón no tenía ninguna voluntad de hacerlo.

Finalmente, después de lo que tuvieron que ser horas (la franja de cielo se oscurecía al atardecer) Harman activó la función que interrogaba a sus propios biomonitores.

Como sospechaba, la dosis que había recibido era letal. El mareo que sentía sólo empeoraría. Los vómitos y arcadas pronto regresarían. La sangre se agolpaba ya bajo su piel. En cuestión de horas (el proceso ya había empezado) las células de sus entrañas y sus tripas empezarían a descomponerse por billones. Luego vendría la diarrea de sangre, intermitente al principio pero constante a medida que su cuerpo empezara literalmente a cagar sus tripas disueltas. Luego la hemorragia sería principalmente interna, las paredes celulares se descompondrían por completo, todos los sistemas se colapsarían.

Harman sabía que viviría lo suficiente para ver y sentir todo eso. Dentro de un día estaría demasiado débil para moverse entre episodios de diarrea y vómitos. Estaría postrado en la Brecha, su quietud rota solamente por ataques involuntarios. Harman sabía que ni siquiera podría mirar al cielo azul y las estrellas cuando muriera: los biomonitores ya informaban de las cataratas inducidas por la radiación que se acumulaban en la superficie de sus dos ojos.

Sonrió amargamente. No era extraño que Próspero y Moira le hubieran proporcionado solamente barras alimenticias para unos pocos días. Debían saber que no necesitaría tantas.

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