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Authors: Dan Simmons

Olympos (103 page)

BOOK: Olympos
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—Hablaba en serio —bramó Orphu—. Mi interés por los seres humanos se centra en sus siglos XX a XXII a partir de Cristo. Decidí hace mucho tiempo que Proust y Joyce habían sido la conciencia que había ayudado al nacimiento de esos siglos.

—No es una recomendación positiva, si no recuerdo mal la historia —

dijo Mahnmut en voz baja.

—No. Quiero decir, sí.

Volaron en silencio unos cuantos minutos más.

—¿Te gustaría escuchar un poema con el que me encontré cuando era un cachorrillo de moravec, recién salido de las tinas de crecimiento y las fábricas de engranajes?

Mahnmut trató de imaginar a un joven Orphu de Io recién nacido. Renunció al esfuerzo.

—Sí —dijo—. Dímelo.

Mahnmut nunca había oído a su amigo recitar poesía. Fue extrañamente agradable.

Nacido aún

I

Pequeño Rudy Bloom, mejillas sonrosadas en el vientre de su madre.

Luz roja permeando sus vigilias adormiladas, desenfocadas.

Molly hace chasquear largas agujas mientras teje lana roja para él,

sintiendo sus piececitos moverse contra su interior.

Diminutos sueños de feto lo consumen, preparándolo para el olor

[de las sábanas.

II

Un hombre se limpia suavemente los labios con una servilleta roja,

los ojos enfocados en un mar de nubes que corren tras altas

[chimeneas de ladrillo,

sumergido en el súbito recuerdo de tallos de espino rozándose en

[una tormenta,

extendiendo pequeñas manos hacia los aleteantes pétalos rosa.

El olor de días pasados se enrosca en las aletas de su nariz.

III

Once días. Once veces el lapso de vida de una diminuta criatura

[que emerge de una crisálida.

Once mañanas manchadas de silencio y calor y sombra

[arrastrándose por el suelo.

Once mil latidos antes de que la noche caiga y los patos abandonen

[el estanque lejano.

Las once indicadas por las manecillas largas y cortas cuando ella se

[lo llevó al pecho.

Once días vieron su cuerpo rosa dormido en la lana roja.

IV

Fragmentos de la novela marcados en su imaginación

pero páginas sueltas corrían por los oscuros canales de su mente.

Algunas en blanco, otras no contenían más que notas al pie.

Tediosamente había sufrido las contracciones de su imaginación,

pero una vez en tinta, los recuerdos nunca sobrevivían a la noche.

Cuando el rumor del ioniano se apagó en el intercomunicador, Mahnmut permaneció en silencio un buen rato, tratando de calibrar la calidad del poema. Tuvo problemas para hacerlo, porque sabía que significaba mucho para Orphu de Io: la voz del gigantesco moravec casi temblaba cerca del final.

—¿De quién es? —preguntó Mahnmut.

—No lo sé —respondió Orphu—. De una poetisa del siglo XXI cuyo nombre se perdió con el resto de la Edad Perdida. Recuerda, lo encontré cuando era joven... antes de haber leído a Proust ni a Joyce ni a ningún otro escritor humano serio. Pero este pequeño poema cimentó a Joyce y Proust para mí como dos facetas de una única conciencia. Una singularidad de genio humano y reflexión. Nunca he superado esa percepción.

—Es como la primera vez que me encontré con los sonetos de Shakespeare... —dijo Mahnmut.

—Conectad la señal vídeo de la
Reina Mab
—ordenó Suma IV a todos los de a bordo.

Mahnmut activó el control.

Dos seres humanos copulaban salvajemente en una ancha cama de sábanas de seda con tapices de lana. Su energía y su ansiedad sorprendieron a Mahnmut, que había leído bastante sobre las relaciones sexuales humanas pero a quien nunca se le había ocurrido mirar una grabación en vídeo de los archivos.

—¿Qué pasa? —preguntó Orphu por el canal privado—. Estoy recibiendo datos telemétricos desbocados: niveles de tensión sanguínea por las nubes, la dopamina a todo trapo, adrenalina, latidos del corazón... ¿Hay una lucha a muerte en alguna parte?

—Ah... —dijo Mahnmut. Entonces las figuras se dieron la vuelta, todavía unidas y moviéndose rítmica, casi frenéticamente, y el moravec vio con claridad el rostro del hombre por primera vez.

Odiseo. La mujer parecía ser aquella Sycórax que había saludado a su pasajero aqueo en la ciudad asteroidal en órbita. Sus senos y glúteos parecían incluso más grandes ahora, libres como estaban, aunque en aquel momento concreto los senos de la mujer se aplastaban contra el pecho de Odiseo.

—Um... —empezó a decir de nuevo Mahnmut. Suma IV lo salvó.

—Esa imagen no es importante. Cambiad a las cámaras de proa de la nave.

Mahnmut así lo hizo. Sabía que Orphu estaba pasando a datos termales y de radar y a otras imágenes que todavía era capaz de recibir.

Se acercaban al cráter del agujero negro de París, pero al igual que en las imágenes tomadas desde la
Reina Mab
, no había ningún cráter visible, sólo la cúpula de una catedral aparentemente tejida con hielo azul.

Suma IV envió un mensaje por radio a la
Mab
:

—¿Dónde está nuestro amigo de las muchas manos que construyó esa cosa?

—No hay ningún Agujero Brana que podamos ver desde la órbita — repuso Asteague/Che de inmediato—. Ni los visores de nuestra nave ni las cámaras que plantamos en los satélites pueden encontrarlo. Esa cosa parece haber terminado de atiborrarse de Auschwitz, Hiroshima y los otros lugares por el momento. Tal vez haya vuelto a París.

—Lo ha hecho —dijo Orphu por el comunicador compartido—. Comprobad las imágenes termales. Algo muy grande y muy feo anida justo en el centro de esa telaraña azul, debajo de la parte más alta de esa cúpula. Hay un montón de respiraderos termales allí: parece que está calentando el nido con el calor del cráter, pero está allí, sí. Casi se pueden ver los cientos de dedos enormes bajo las zonas cálidas del cerebro brillante en la imagen termal.

—Bueno —dijo Mahnmut por la línea privada—, al menos es tu París. La Ciudad de la Luz de Proust...

Mahnmut nunca llegaría a comprender cómo Suma IV pudo reaccionar tan rápido mientras seguía conectado a los controles y el ordenador central de la nave de contacto.

Los seis rayos de luz brotaron de distintos puntos, alrededor de la gigantesca cúpula. Sólo la altitud de la nave y los reflejos instantáneos del piloto los salvaron.

La nave cambió de impulsores, giró de lado en una cabriola a 75-g, se zambulló, viró y luego ascendió hacia el norte, pero las seis estelas de rayos de mil millones de voltios los siguieron a unos pocos cientos de metros. La implosión de aire y la onda de choque del trueno sacudió dos veces la nave, pero Suma IV no perdió el control. Las alas se retrajeron hasta convertirse en aletas y la nave aceleró.

Suma IV volvió a virar, rodó deliberadamente, activó el sistema de camuflaje a toda potencia, disparó bengalas y cubrió el aire sobre la cúpulacatedral de hielo azul de París de interferencia electrónica.

Una docena de bolas de fuego se alzaron de la ciudad enterrada en hielo, abalanzándose hacia el cielo a Mach 3, buscándolos, buscándolos, acelerando, buscándolos. Mahnmut contempló la señal de radar con algo más que interés casual y supo que Orphu, con su señal radar sensorial directa, debía estar sintiendo los misiles de plasma acercándose.

No encontraron la nave. Suma IV ya había acelerado a Mach 5 y se alzaba a más de treinta mil metros y subiendo hasta el límite del espacio exterior. Los meteoros-bolas de fuego explotaron a diferentes altitudes bajo ellos, sus ondas de choque entrelazándose como una docena de violentas ondas en un estanque.

—Qué mamón... —empezó a decir Orphu.

—Silencio —ordenó Suma IV. La nave viró, se zambulló, se dirigió al sur, expandió su esfera de interferencia electrónica y de radar y ascendió de nuevo hacia el espacio. Ninguna bola de fuego ni ningún rayo surgió de la ciudad que quedaba rápidamente atrás: seiscientos kilómetros por debajo y haciéndose más pequeña por segundos.

—Deduzco que nuestro amigo el de las muchas manos tiene armas —

dijo Mahnmut.

—Nosotros también —dijo la voz de Mep Ahoo por el intercomunicador—. Creo que deberíamos lanzarle una nuclear... calentar un poco más su nido. Diez millones de grados Fahrenheit para empezar.

—¡Silencio! —ordenó Suma IV desde la cabina.

La voz del Integrante Primero Asteague/Che llegó por la banda común.

—Amigos míos, nosotros... vosotros... tenéis un problema ahí abajo.

—No me digas —bramó Orphu de Io, olvidando que estaba aún usando el enlace de radio común.

—No —dijo el Integrante Primero—. No estoy hablando del ataque de la criatura de muchas manos. Estoy hablando de un problema mucho más serio. Y está justo bajo vuestra trayectoria. Nuestros sensores podrían no haberlo detectado si no os hubieran estado siguiendo.

—¿Más serio? —envió Mahnmut.

—Mucho más serio —dijo el Integrante Primero Asteague/Che—. Y no sólo un problema serio, me temo... sino setecientos sesenta y ocho.

78

—COMENZAD VUESTRA APELACIÓN —truena el Demogorgo.

Hefesto empuja a Aquiles para dar a entender que él hablará, hace una torpe reverencia (una serie de esferas de hierro y una burbuja de cristal inclinándose) y dice:

—Su Demogorguidad, lord Cronos y otros respetados titanismos, inmortales horas y... honorables otras cosas. Mi amigo Aquiles y yo venimos aquí hoy no a solicitar, no a pediros una merced, sino a compartir información esencial con todos vosotros. Información que necesitáis conocer y que querréis conocer. Información que...

—HABLA, DIOS LISIADO.

Hefesto fuerza una sonrisa entre la barba, aprieta con fuerza las mandíbulas y repite su preámbulo.

—HABLA, PUES.

Aquiles se pregunta si Cronos y los otros titanes, por no mencionar las enormes e indescifrables entidades que los rodean, cosas con nombres extraños como horas y aurigas, van a tomar parte activa en esta reunión o si el Demogorgo tiene la palabra hasta que reconoce formalmente que alguien o algo más quiere hablar.

Hefesto entonces lo sorprende.

De su abultada mochila (un molesto armazón de lona y hierro que contiene lo que Aquiles imagina que son tanques de aire), el dios del artificio saca un ovoide de latón repleto de lentes de cristal. Coloca con cuidado el aparato encima de una roca, entre él y el altísimo Demogorgo, y toquetea varios interruptores y botones. Entonces el dios enano dice, gritando y amplificando al máximo los altavoces de su casco:

—Su Demogorguidad, nobilísimas y aterradoras horas, majestuosos titanes y titánidas, Cronos, Rhea, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Tia, Helios, Selene, Eos y todos los otros de persuasión titánica reunidos aquí, curadores de muchos brazos, aurigas de burda forma, todos seres honrados aquí en la niebla y la ceniza... en vez de exponer mi caso hoy, el caso para expulsar al embustero Zeus del trono por intentar usurpar toda divinidad y pediros que lo depongáis, o al menos os opongáis a él, pues presuntuosamente reclama todos los mundos y universos para sí desde este día hasta el final del tiempo, os permitiré ver un acontecimiento real. Pues incluso mientras nos encontramos aquí en este mundo estercolero lleno de lava, Zeus ha convocado a todos los inmortales del Olimpo en el Gran Salón de los Dioses. Dejé allí mi cámara oculta pero emitiendo en directo a un repetidor en la Llanura de Hellas.... el Agujero Brana de la inmortal Nyx nos permite recibir esta emisión con menos de un segundo de retraso. ¡Contemplad!

Hefesto toquetea más interruptores, tira de una palanca. No sucede nada.

El dios del fuego se muerde los labios, maldice por el micrófono, y toquetea un poco más el artilugio de latón que parpadea, chirría, fluctúa y guarda silencio otra vez.

Aquiles empieza a desenvainar su espada capaz de matar dioses.

—¡Contemplad! —grita Hefesto, usando de nuevo toda la amplificación.

Esta vez el artilugio proyecta un rectángulo casi a cien metros en el aire, sobre todos ellos, delante del Demogorgo y los cientos de formas acechantes a la luz rojiza de la lava y el humo. El rectángulo no muestra más que estática y nieve.

—Oh, carajo —gruñe Hefesto, cada palabra audible gracias a los altavoces de su casco. Corre al aparato y tira de unas palancas metálicas que recuerdan a Aquiles las orejas de un conejo.

De pronto la enorme imagen cobra nitidez ante ellos. Es una proyección holográfica, muy profunda, plenamente tridimensional, en color, que parece un amplio ventanal que da al Salón de los Dioses. Las imágenes van acompañadas por sonido envolvente: Aquiles oye el susurro cercano de cientos y cientos de sandalias de dioses rozando suavemente el mármol. Cuando Hermes se tira un pedo, todos lo oyen.

Los titanes, titánidas, horas, aurigas, curadores insectoides, formas monstruosas sin nombre (todos, menos el Demogorgo) jadean, cada uno a su modo inhumano. No por la indiscreción de Hermes, sino por la inmediatez y el impacto de la proyección holográfica que todavía se amplía y extiende. Cuando la banda de luz y movimiento se cierra sobre ellos, la ilusión de estar entre los inmortales en el Gran Salón de los Dioses es muy poderosa. Aquiles desenvaina aún más la hoja, pensando que Zeus en su trono dorado y los miles de dioses del Olimpo que se encuentran alrededor deben sin duda oír el ruido y se volverán a verlos todos allí agazapados en el hedor y la penumbra del Tártaro.

Los dioses del Olimpo no se vuelven. Es una transmisión en un solo sentido.

Zeus (de al menos quince metros de altura en su trono) se inclina hacia delante, mira con el ceño fruncido a las filas y filas de dioses, diosas, furias y erinas reunidos, y empieza a hablar. Aquiles oye claramente el autobombo recién adquirido del dios en la arcaica cadencia de cada lenta sílaba:

—¡Vosotros, poderes congregados de este Olimpo, los que

compartís la gloria y la fuerza de aquel a quien servís.

¡Alegraos! A partir de ahora soy omnipotente.

Todo se ha sometido a mí: sólo las almas de los hombres,

como un fuego inextinguible,

arden aún hacia el cielo con fiero reproche y dudas,

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