—Bueno, os veo en clase. ¡Que aproveche! —exclamó Francesca tras darse la vuelta, y mientras se alejaba, señalando al camarero que llevaba un plato para cada una, exclamó—: ¡Prueba la quiche!
Cuando se hubo marchado, Shelby tomó un gran sorbo de su café y se secó la boca con el dorso de la mano.
—¡Hum! ¿Shelby?
—¿Sabes lo que significa dejar comer tranquila?
Luce volvió a posar la taza en el plato con un gesto brusco y aguardó con impaciencia a que el camarero dejara las quiches y se marchara de nuevo. Una parte de ella deseó estar en cualquier otra mesa. A su alrededor se oían murmullos de conversaciones alegres. Aunque no pudiera participar en ellas, al menos estar sentada sola sería preferible a permanecer de aquel modo. Por otra parte, lo que Francesca había dicho la había confundido. ¿Por qué había dado a entender que Shelby era una excelente compañera de habitación cuando era evidente que se trataba de una persona totalmente hostil? Luce se entretuvo masticando un poco de quiche, consciente de que no sería capaz de comer nada hasta que pudiera verbalizar lo que pensaba.
—Vale, muy bien, ya sé que soy la novata y que, por algún motivo, eso te disgusta. Me imagino que antes de que yo llegara tenías una habitación para ti sola, no lo sé. —Shelby bajó el periódico hasta situarlo justo por debajo de los ojos. Arqueó una de sus enormes cejas—. Pero no soy tan terrible. ¿Qué hay de malo en que tenga preguntas que hacer? Perdona si he venido a la escuela sin saber qué narices son los nefelines.
—Se dice «nefilim».
—Lo que sea. No me importan nada. No tengo ningún interés en enemistarme contigo. Esto significa que algo de esto —Luce señaló entonces el espacio que las separaba— es responsabilidad tuya. Así que, dime, ¿cuál es tu problema?
Shelby torció los labios, dobló el periódico y se reclinó en su asiento.
—Pues los nefilim te deberían importar. Vamos a ser tus compañeros de clase. —Extendió la mano señalando a la terraza—. Contempla el bonito y privilegiado cuerpo estudiantil de la Escuela de la Costa. No volverás a ver a la mitad de esos tarugos, excepto como objeto de nuestras bromas.
—¿Nuestras?
—Sí. Te encuentras inscrita en el programa para alumnos aventajados y vas con los nefilim. Pero no te preocupes si no eres una alumna muy brillante. —Luce resopló—. Aquí el grupo de estudiantes con talento en realidad es una tapadera, un sitio donde meter a los nefilim sin levantar sospechas. De hecho, la única persona que alguna vez ha albergado sospechas es Beaker Brady.
—¿Y quién es Beaker Brady? —preguntó Luce inclinándose para no tener que alzar la voz y hacerse oír por encima del rugido del oleaje al chocar contra la orilla.
—El empollón de sobresalientes que hay dos mesas más allá. —Shelby señaló con la cabeza a un muchacho regordete vestido con camisa de cuadros que acababa de verter un yogur sobre un enorme libro de texto—. Sus padres no aceptan que nunca haya sido admitido en las clases para alumnos aventajados. Cada semestre hacen una campaña. Él aporta las puntuaciones de la Mensa, los resultados obtenidos en ferias de ciencia, los premios Nobel a los que ha impresionado, todo ese tipo de cosas. Y cada semestre, Francesca tiene que idear alguna prueba estúpida insuperable que le impida acceder. —Soltó un bufido—. Cosas del tipo: «A ver, Baker, resuelve este cubo de Rubik en menos de treinta segundos». —Shelby chasqueó la lengua—. Aunque, bueno, ese Nemrod logró superar esa prueba.
—Pero, si es una tapadera —preguntó Luce sintiéndose algo mal por Beaker—, ¿a quién encubre?
—A gente como yo. Yo soy nefilim. N-E-F-I-L-I-M, que es cualquier cosa con ángel en su ADN. Mortales, inmortales, transeternos. Intentamos no hacer discriminaciones.
—¿Y esa palabra no tiene plural?
Shelby frunció el ceño.
—¿Hablas en serio? ¿Te suena bien «nefilimes»? A mí en absoluto, gracias. Siempre es nefilim, independientemente de a cuántos te refieras.
Así que Shelby era un tipo de ángel. Lo cual era raro, porque no lo parecía ni actuaba como tal. No era fabulosa como Daniel, Cam o Francesca. No poseía el magnetismo de Roland o Arriane. Solo parecía un poco ordinaria y extravagante.
—Así que esto es una especie de instituto de secundaria para ángeles —dijo Luce—. Pero ¿de qué sirve? ¿Acaso luego vais a la universidad para ángeles?
—Depende de lo que el mundo necesite. Muchos estudiantes se toman un año sabático y se alistan en el Cuerpo Nefilim. Viajas, hechas una cana al aire con un extraño, etcétera. Pero eso es en tiempos… bueno, ya sabes, de paz. Ahora mismo…
—Ahora mismo, ¿qué?
—Da igual. —Shelby pareció morderse la lengua—. Solo depende de quién eres. Verás, aquí cada cual tiene distintos grados de poder —prosiguió como leyendo la mente de Luce—. Según el árbol genealógico de cada uno. En tu caso, sin embargo…
Luce lo sabía.
—Yo solo estoy aquí por Daniel.
Shelby arrojó su servilleta en el plato vacío y se puso de pie.
—Es impresionante lo bien que te lo has montado, Luce. La novia del pez gordo que ha tocado algunas teclas…
¿Era eso lo que todo el mundo pensaba de ella? ¿Era esa… la verdad?
Shelby extendió la mano y se llevó a la boca el último trozo de quiche del plato de Luce.
—Si quieres tu club de fans de Lucinda Price, seguro que aquí lo encontrarás. Pero a mí déjame tranquila, ¿entendido?
—¿De qué hablas? —Luce se puso de pie. Tal vez ella y Shelby deberían empezar de nuevo la conversación—. Yo no quiero un club de fans…
—¿Lo ves? Te lo dije.
Una voz aguda pero agradable se oyó en ese instante.
De pronto se encontró con la chica del pañuelo verde ante ella, sonriéndole y dando codazos a otra chica para que se acercara. Luce miró por detrás de ellas, pero Shelby ya se había alejado; seguramente, no merecía la pena ir detrás de ella. De cerca, la chica del pañuelo verde parecía una versión más joven de Salma Hayek, con los labios igual de carnosos y el pecho incluso más voluminoso. La otra muchacha, de tez pálida, ojos color avellana y pelo negro corto, se parecía un poco a Luce.
—Un momento, ¿de verdad eres Lucinda Price? —preguntó la chica más pálida. Tenía los dientes pequeños y blancos y con ellos sostenía un par de horquillas decoradas con lentejuelas mientras se recogía unos pocos mechones oscuros—. ¿Como en la historia de Luce y Daniel? ¿La chica recién llegada de esa terrorífica escuela de Alabama…?
—Georgia. —Luce asintió levemente.
—Da igual. ¡Oh, vaya! ¿Cómo era Cam? Lo vi una vez en un concierto de death metal… pero, claro, me puse demasiado nerviosa para presentarme. Pero no te vas a interesar por Cam, porque, claro, está Daniel. —Soltó una risita de emoción—. Por cierto, me llamo Dawn. Ella es Jasmine.
—Hola —dijo Luce lentamente. Eso era nuevo—. Hum…
—No le hagas mucho caso. Se acaba de tomar más o menos once cafés. —Jasmine hablaba tres veces más despacio que Dawn—. Quiere decir que estamos muy contentas de conocerte. Siempre decimos que la historia de Daniel y tú es la historia de amor más grande que haya existido nunca.
—¿En serio? —Luce hizo crujir los nudillos.
—¿Bromeas? —preguntó Dawn, aunque Luce no podía dejar de pensar que le estaban gastando una especie de broma—. Con eso de morir una y otra vez… Oye, ¿y eso hace que todavía lo quieras más? Seguro que sí. Y, ¡oh!, bueno, cuando te desintegras en el fuego… —Cerró los ojos, se puso una mano en el estómago y luego se la pasó por el cuerpo golpeándose el pecho con el puño—. Cuando era pequeña mi madre me contaba siempre esa historia.
Luce estaba sorprendida. Echó un vistazo a la terraza atestada de gente preguntándose si alguien podía oírlas. Y, hablando de desintegrarse, en ese momento tenía que tener las mejillas rojas como un tomate.
Una campana repicó desde el tejado de la cantina para anunciar el final del desayuno. Luce se alegró de ver que todo el mundo tenía otras cosas de las que ocuparse, como ir a clase.
—¿Y qué te contaba tu madre? —preguntó Luce lentamente—. ¿Era sobre Daniel y yo?
—Bueno, solo lo más destacado —dijo Dawn con los ojos abiertos—. ¿Cómo es? ¿Como un sofoco? ¿Como esos que se tienen en la menopausia? Bueno, no es que piense que tú puedas saberlo, claro.
Jasmine le dio un golpecito a Dawn en el brazo.
—¿Te das cuenta de que estás comparando la pasión desenfrenada de Luce con un sofoco?
—Lo siento. —Dawn soltó una risita—. Estoy fascinada. Parece tan romántico y extraordinario. Te tengo envidia sana, ¿eh?
—¿Me envidias por tener que morir cada vez que intento estar con el chico de mis sueños? —Luce se encogió de hombros—. En realidad es una mala pasada.
—Eso se lo dices a una chica cuyo único beso hasta el momento ha sido con Ira Frank, el del Síndrome de Colon Irritable —dijo Jasmine señalando a Dawn con gesto burlón.
Al ver que no se reía, Dawn y Jasmine se echaron a reír de forma aduladora, como si creyeran que Luce simplemente estaba siendo modesta. Luce jamás había sido objeto de ese tipo de risas.
—¿Y qué te decía tu madre exactamente? —quiso saber Luce.
—¡Oh, lo de siempre! Que estalló la guerra, que toda la mierda saltó, y cuando desde las nubes quisieron poner fin a todo aquello, Daniel se puso del palo: «Nadie nos podrá separar», y que eso fastidió a todo el mundo. Esta es mi parte favorita de la historia. Así que ahora vuestro amor está condenado a sufrir el castigo eterno de quereros desesperadamente y sin embargo no poder, bueno… ya sabes…
—Pero hay vidas en que sí. —Jasmine corrigió a Dawn e hizo un guiño malicioso a Luce, que apenas podía moverse de la impresión que le causaba oír todo aquello.
—¡Qué va! —Dawn hizo un gesto de desdén con la mano—. Lo importante es que ella estalla en llamas cuando… —Al ver la expresión de horror en la cara de Luce, Dawn se estremeció—. Lo siento. No creo que quieras oírlo.
Jasmine carraspeó e intervino:
—Mi hermana mayor me contó una anécdota de tu pasado y juro que…
—¡Oh!
Dawn pasó el brazo por el de Luce, como si aquel conocimiento al que Luce no tenía acceso la hiciera una amiga más deseable. Era de locos. Luce se sentía tremendamente incómoda y también un poco emocionada. Y, además, no estaba segura de si todo aquello era verdad. Había una cosa incuestionable: Luce de pronto se había convertido en una especie de… personaje famoso. Pero era una sensación rara. Como si fuera una de esas jóvenes anónimas, guapas y tontas, que se dejan fotografiar junto a la estrella de cine del momento por un paparazzi.
—¡Oh, chicas! —exclamó Jasmine señalando de forma exagerada el reloj de su teléfono—. ¡Es supertarde! Tenemos que ir a clase.
Luce hizo una mueca y asió la mochila con rapidez. No tenía ni idea de qué clase tenía primero, ni sabía adónde debía ir o cómo tomarse el entusiasmo de Jasmine y Dawn. No había visto unas sonrisas tan amplias y emocionadas desde… bueno, tal vez nunca.
—¿Alguna sabe cómo puedo averiguar dónde está mi primera clase? No tengo el horario.
—Bueno —dijo Dawn—. Ven con nosotras. Siempre vamos juntas. Es muy divertido.
Las dos chicas echaron a andar con Luce, una a cada lado, y la acompañaron en un recorrido serpenteante entre las mesas, donde otros chicos y chicas estaban acabando el desayuno. A pesar de ser tan «supertarde», Jasmine y Dawn prácticamente se paseaban por el césped recién cortado.
Luce consideró la posibilidad de preguntarles qué le pasaba a Shelby, pero no quería parecer cotilla. Por otra parte, esas muchachas resultaban agradables, aunque no necesitaba entablar buenas amistades. Como no dejaba de recordarse a sí misma: todo aquello era provisional.
Era, en efecto, provisional, pero también resultaba asombrosamente bello. Las tres anduvieron junto al camino de las hortensias que daba la vuelta a la cantina. Aunque Dawn no dejaba de charlar, Luce no conseguía apartar la vista del acantilado, viendo cómo el terreno se desplomaba cientos de metros en el océano deslumbrante. El oleaje rompía en una playa diminuta de arena rojiza situada a los pies del acantilado casi con la misma despreocupación con que los estudiantes de la Escuela de la Costa se iban a clase.
—Ya hemos llegado —dijo Jasmine.
Un impresionante edificio de madera de dos pisos en forma de A se erguía solitario al final del camino. Había sido construido en el corazón de un grupo aislado de secuoyas, por lo que su tejado pronunciado y triangular y el amplio césped que se extendía delante de él estaban cubiertos por una capa de hojas aciculares. Había, además, una agradable zona ajardinada con algunas mesas de picnic; sin embargo, lo más llamativo era el edificio: más de la mitad del mismo parecía de cristal, pues se hallaba recubierto de ventanales amplios y de cristal tintado y puertas correderas abiertas. Era como si lo hubiera diseñado el mismísimo Frank Lloyd Wright. Había varios estudiantes holgazaneando en la enorme terraza con vistas al océano situada en la segunda planta, mientras otros chicos y chicas subían las escaleras simétricas que se elevaban desde el camino.
—¡Bienvenida al pabellón Nefilim!
—¿Aquí es donde vais a clase? —Luce estaba boquiabierta. Aquello tenía más el aspecto de una residencia de vacaciones que de un lugar de estudio.
A su lado, Dawn pegó un chillido, y le apretó la muñeca.
—¡Buenos días, Steven! —exclamó Dawn a través del jardín saludando a un hombre mayor que se encontraba al pie de la escalera. Tenía el rostro fino, llevaba gafas modernas de diseño rectangular, y lucía una cabellera espesa ondulada y canosa.
—Adoro cuando se pone ese traje de tres piezas —susurró Dawn.
—¡Buenos días, chicas!
El hombre sonrió saludándolas. Se quedó mirando a Luce el tiempo suficiente como para incomodarla pero sin perder la sonrisa.
—Nos vemos en un instante —dijo, y empezó a subir.
—Steven Filmore —susurró Jasmine informando a Luce mientras lo seguían por la escalera—. Conocido también como S. F., o el Zorro de Plata. Es uno de nuestros profesores y, en efecto, Dawn está verdadera, desesperada y profundamente enamorada de él. Aunque ya está comprometido. Es una descarada.
—Pero también adoro a Francesca.
Dawn dio un golpecito a Jasmine y luego dirigió sus ojos oscuros y sonrientes hacia Luce.
—Apuesto a que tú también te rendirás ante ellos.
—Un momento. —Luce se detuvo—. ¿El Zorro de Plata y Francesca son nuestros profesores? ¿Los llamáis por su nombre de pila? ¿Y son pareja? ¿Quién enseña qué?