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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (17 page)

BOOK: Otra aventura de los Cinco
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Ana y Julián se pusieron a registrar afanosamente. Empezó él por los cajones del pupitre, pensando que era un magnífico lugar para ocultar cosas. Las manos de los chicos se movían nerviosamente mientras esperaban de un momento a otro encontrar los papeles robados. Era algo terriblemente emocionante.

Empezaron a pensar dónde estarían los dos hombres. Seguramente abajo, al calor de la cocina. ¡No podían estar fuera de la casa porque ésta estaba bloqueada por la nieve!

Dick y
Jorge
estaban en la otra habitación registrándolo todo afanosamente también. Miraron en todos los cajones. Levantaron la ropa de la cama y la alfombra. Hasta la misma chimenea fue examinada y registrada punto por punto.

—¿Has encontrado algo, Julián? —preguntó Dick en voz baja asomándose por la puerta que comunicaba las dos habitaciones.

—Nada —repuso Julián tristemente—. ¡Han sabido esconder bien los papeles! ¡Con tal que no los tengan encima, guardados en el bolsillo o algo así...!

Dick se sintió muy desanimado al oír esto. No había pensado en ello hasta entonces.

—¡Es desesperante! —exclamó.

—Vuelve a tu puesto y regístralo todo, enteramente todo —dijo Julián—. ¡Saca las fundas de las almohadas, no vaya a ser que hayan escondido los papeles allí!

Dick desapareció. El ruido que en seguida se produjo en la habitación demostraba a todas luces que estaba entregado totalmente a la tarea de registrarlo todo lo más aprisa posible.

Ana y Julián continuaron su tarea también. Estaban sencillamente decididos a no dejar nada sin registrar. Incluso volvieron del revés los cuadros, por si tras ellos podían estar escondidos los papeles. Pero en ningún sitio encontraban nada. Era decepcionante a más no poder.

 

—No podemos regresar sin haberlos encontrado —dijo Julián, desesperado—. ¡No vamos a desaprovechar la suerte que hemos tenido de poder llegar hasta aquí a través del Camino Secreto! ¡Tenemos que encontrar los papeles a la fuerza!

—¡Cuidado! —dijo Dick—. Oigo voces. ¡Escuchad!

Los cuatro chicos prestaron oído. ¡Sí! ¡Alguien estaba hablando al otro lado de la puerta de una de las habitaciones!

CAPÍTULO XVI

Los chicos son descubiertos

—¿Qué podemos hacer? —susurró
Jorge
.

Estaban todos juntos en una de las habitaciones, escuchando.

—Será mejor que volvamos al Camino Secreto —dijo Julián.

—¡Oh, no, no po...! —empezó a decir
Jorge
.

En aquel momento el picaporte de la puerta empezó a moverse. Quienquiera que lo estuviese manipulando lo hacía en vano. No se podía abrir la puerta. Se oyó una exclamación de enfado y en seguida los chicos reconocieron la voz del señor Wilton.

—¡Thomas! ¡La puerta de mi dormitorio no puede abrirse! Entraré por tu cuarto y veré qué le ocurre al picaporte.

—Sí, será mejor —dijo Thomas.

Entonces se oyeron pasos que se dirigían a la puerta de la otra habitación. Luego se oyó el ruido que producía el picaporte al ser manipulado.

—¿Qué significa esto? —preguntó el señor Wilton, exasperado—. Esta puerta tampoco se abre. ¡Están cerradas las dos!

—¡Eso parece! —dijo el señor Thomas.

Hubo una pausa. Luego los chicos pudieron oír unas cuantas palabras pronunciadas en voz baja.

—¿Habrá ocurrido algo con los papeles? ¿Nos habrán descubierto?

—Estaban en tu habitación, ¿verdad? —dijo el señor Thomas.

Hubo otra pausa. Los chicos se miraron unos a otros. O sea, que los hombres aquellos habían robado las hojas y, lo que era peor, éstas estaban en el dormitorio. ¡En la misma habitación donde estaban los chicos! Éstos empezaron a mirar agitadamente por todo el rededor, pensando intensamente para averiguar dónde había otros sitios que todavía no habían registrado.

—¡Rápido! ¡Registremos por todos sitios mientras dispongamos de tiempo! —susurró Julián—. Procurando no hacer ruido.

Todos a la vez, los chicos se pusieron a registrarlo todo una vez más. ¡Cómo trabajaron! Hasta abrieron los libros que había sobre la mesa por si entre sus páginas podían encontrarse los papeles. Pero no encontraban nada.

—¡Eh, señora Sanders! —gritó Wilton—. ¿Ha cerrado usted por casualidad estas dos puertas? ¡No podemos entrar en nuestros dormitorios!

—¡Dios bendito! —dijo la señora Sanders desde abajo—. Voy a subir a ver. ¡Desde luego, yo no he cerrado ninguna puerta!

Una vez más fueron movidos los picaportes, pero una vez más las puertas no quisieron abrirse. Los hombres empezaban a impacientarse.

—¿Es que hay alguien en nuestros dormitorios? —preguntó el señor Wilton a la señora Sanders.

Ella se echó a reír.

—Señor: ¿quién quiere usted que esté en su dormitorio? Las dos únicas personas que hay en la casa, aparte ustedes dos, son mi marido y yo. Además, saben ustedes muy bien que nadie puede entrar en la granja: está cercada por la nieve. No acabo de entenderlo. Por lo visto, las puertas se han cerrado solas.

Ana, en aquel momento estaba levantando el jarro de agua del lavabo para mirar debajo. Pesaba más de lo que había pensado y le resbaló de la mano, chocando contra el mármol con fuerte ruido. El agua se derramó por la habitación.

Los que estaban al otro lado de la puerta oyeron el ruido. El señor Wilton empezó a golpearla y a remover nerviosamente el picaporte.

—¿Quién hay ahí? ¡Déjennos entrar o será peor para ustedes! ¿Qué están haciendo ahí dentro?

—¡Ana, eres idiota! —dijo Dick—. ¡Ahora echarán la puerta abajo!

Eso era exactamente lo que los dos hombres estaban intentando hacer. Temerosos de que alguien pudiese encontrar los papeles robados, estaban enloquecidos, y daban fuertes empujones y puntapiés a la puerta. Esta empezó a ceder con fuertes crujidos.

—¡Cuidado con lo que hacen! —gritó la indignada voz de la señora Sanders.

Los hombres no le hicieron el menor caso. Se oyó un crujido más fuerte que los otros mientras los dos a la vez empujaban con todas sus fuerzas.

—¡Rápido! Será mejor que nos vayamos —dijo Julián—. Los hombres esos no saben por dónde hemos entrado y nada nos impedirá volver a registrar estas habitaciones otra vez. Ana,
Jorge
, Dick, ¡rápidos al armario!

Los chicos echaron a correr hacia el armario.

—Yo me meteré primero y os ayudaré a bajar —dijo Julián.

Se introdujo luego en el cuartucho de detrás del armario, abrió la última puerta y se encaramó en los salientes de hierro del pozo con la linterna entre los dientes.

—Ana, ven tú ahora —dijo—. Y Dick, ve tú detrás y dale a Ana la mano, si lo necesita.
Jorge
es una buena escaladora. Ella podrá valerse por sí misma.

Ana bajaba muy despacio. Estaba muy excitada y, cada vez que avanzaba un pie, tenía miedo de no encontrar el saliente de hierro donde apoyarlo.

—¡Rápido, Ana! —dijo Dick, tras ella—. ¡Los hombres esos están a punto de derribar la puerta!

Se podía oír los tremendos golpes que estaban propinando a la puerta del dormitorio. De un momento a otro los hombres entrarían en la habitación. Dick suspiró satisfecho cuando pudo al fin empezar a descender por el pozo. En cuanto
Jorge
cerrara la puerta de roble podían considerarse seguros.

Jorge
estaba metida en el armario, entre la ropa, esperando que le llegase su turno de bajar, y todavía discurriendo sobre dónde podían aquellos hombres haber metido los papeles. De pronto sus manos toparon con algo crujiente, algo que estaba en el bolsillo de un impermeable que estaba allí colgado. El corazón de la muchachita empezó a latir apresuradamente.

¿Y si el hombre a quien el señor Roland entregó los papeles los hubiera metido en el bolsillo de su impermeable y los hubiera dejado allí? Ése era el único sitio donde los chicos no habían registrado, o sea los bolsillos de los impermeables que estaban colgados en el armario.
Jorge
metió sus temblorosos dedos en el bolsillo donde había notado algo que crujía como el papel.

Sacó un paquete de papeles. Estaba todo sumido en la oscuridad y ella no podía saber si los papeles que había cogido eran los que estaban buscando, pero tenía la enorme esperanza de que sí fueran. Los metió por el escote de su jersey, pues no tenía en la ropa bolsillo bastante grande para guardar el paquetón. Susurró a Dick:

—¿Puedo bajar ya?

¡Crash! La puerta se quebró produciendo un ruido espantoso, y los dos hombres entraron precipitadamente en la habitación. Miraron en torno de ellos. ¡Estaba vacía! Pero allí estaba el agua derramada del jarro del lavabo. Allí había estado alguien.

—¡Miremos en el armario! —dijo el señor Thomas.

Jorge
se deslizó suavemente entre las ropas que colgaban en el armario y traspasó la puerta falsa que había en el fondo. En el pozo todo era silencio.
Jorge
descendió un par de escalones y cerró la puerta de roble, que ahora quedaba por encima de su cabeza. No la pudo cerrar del todo, le fallaron las fuerzas, pero, sin embargo, pensó que estaba a salvo de toda contingencia.

Los dos hombres se dirigieron al armario y examinaron su interior por si alguien podía estar escondido allí. El señor Wilton lanzó una fuerte exclamación:

—¡Han cogido los papeles! ¡Estaban en este bolsillo! No hay ningún rastro de ellos. ¡Rápido, Thomas, a ver si sorprendemos al ladrón! ¡No puede estar muy lejos!

Los dos hombres no tenían la menor idea de que detrás del armario había un camino desconocido que llevaba bien lejos. Se dedicaron a rebuscar afanosamente por la habitación, una vez se convencieron de que dentro no se había podido esconder nadie.

En aquel momento, todos los chicos, excepto
Jorge
, estaban ya en el fondo del pozo, a la vista del Camino Secreto, esperando impacientemente a
Jorge
. Ésta estaba en aquel momento pasando un serio apuro: la falda se le había enredado en uno de los soportes de hierro y a duras penas conseguía remediar su situación.

—¡Por Dios,
Jorge
, baja ya! —dijo Julián.

Timoteo
daba saltos, arañando las paredes del pozo. Se había dado cuenta perfectamente de la ansiedad y el temor que embargaba a los chicos y eso lo tenía sobresaltado. Esperaba impaciente el regreso de su amita. ¿Por qué no volvía? ¿Por qué tenía que estar metida en aquel pozo oscuro?
Timoteo
, pensando en ella, se sentía muy desgraciado.

Agachó la cabeza y lanzó un profundo y desgarrador aullido que hizo estremecerse a los chicos.

—¡Calla,
Timoteo
! —dijo Julián.

Timoteo
volvió a aullar, produciendo unos ecos fantásticos que resonaban por todos sitios. Ana empezó a gritar, aterrorizada.
Timoteo
seguía aullando y no paraba. Cuando empezaba a aullar era difícil que dejase de hacerlo en seguida.

Los dos hombres, desde el dormitorio, oyeron los aullidos y quedaron estupefactos.

—¿Qué es eso que se oye? —preguntó uno de ellos.

—Parece como si un perro estuviera aullando desde el centro de la tierra —dijo el otro.

—Es curioso —dijo el señor Wilton—. Parece que los aullidos provienen de dentro del armario.

Se acercó inmediatamente al armario y abrió la puerta.
Timoteo
escogió aquel momento para lanzar un aullido especialmente lúgubre. El señor Wilton dio un salto. Empezó a palpar con las manos el fondo del armario y pudo notar que allí la pared se abría. La puerta había cedido.

—¡Thomas! ¡Aquí ha ocurrido algo extraordinario! —gritó el señor Wilton—. ¡Tráeme la linterna, que la he dejado sobre la mesa!

Timoteo
volvió a aullar con todas sus fuerzas, cosa que hizo estremecer de pavor al señor Wilton. Los aullidos de
Timoteo
eran particularmente horrísonos. Remontaban el pozo y parecían estallar en el mismo armario del dormitorio.

El señor Thomas trajo la linterna. El otro la cogió e iluminó el fondo del armario. Profirió una exclamación.

—¡Fíjate en esto! ¡Aquí hay una puerta!

La señora Sanders, que había estado observándolo todo con sorpresa e indignación, muy irritada porque habían derribado la puerta, se acercó al armario.

—¡Caramba! —dijo—. Yo sabía que este armario tenía una puerta falsa, pero no tenía la menor idea de que detrás había otra puerta. Ésta debe de ser la entrada al Camino Secreto que la gente usaba antiguamente.

—¿Adónde conduce? —preguntó el señor Wilton.

—¡No tengo ni idea! —dijo la señora Sanders—. Nunca sentí gran interés por esta clase de cosas.

—Vamos, Thomas, metámonos dentro —dijo el señor Wilton iluminando con su linterna el oscuro cuartucho que había detrás del armario, y viendo los salientes de hierro que había en el pozo—. Seguro que por aquí es por donde se ha escapado el ladrón. No puede estar muy lejos. Lo perseguiremos. ¡No tenemos más remedio que rescatar esos papeles!

Al poco, los dos hombres estaban descendiendo por el pozo, ayudándose en los salientes de hierro, y haciendo cábalas sobre adonde conduciría el camino. No oían ningún ruido. ¡Seguramente el ladrón se había escapado ya!

Jorge
, al fin, había llegado abajo.
Timoteo
, embargado por la alegría, por poco la derriba. Ella puso la mano en la cabeza del can.

—¡Viejo tonto! —dijo—. Me parece que por tu culpa han descubierto nuestro secreto. ¡Rápido, vayámonos ya! Dentro de un minuto estarán aquí esos dos hombres. A la fuerza tienen que haber oído a
Timoteo
.

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