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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (10 page)

BOOK: Otra aventura de los Cinco
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—¿Qué parte de la casa da al Este, señora Sanders? —preguntó Julián—. ¿Lo sabe usted?

—La cocina está orientada exactamente al Norte —dijo la señora Sanders—. El Este debe de estar por allí. —Señaló con la mano hacia la derecha.

—Gracias —dijo Julián—. ¡Vamos todos!

Los tres chicos salieron de la cocina y torcieron hacia la derecha. Había en esa dirección tres habitaciones: una especie de fregadero abandonado, una habitación pequeñísima que parecía un cuarto de guardar trastos viejos y una tercera habitación que en sus tiempos debió de utilizarse como comedor accesorio, pero que ahora estaba también fría y abandonada.

—Todas tienen el suelo de piedra —dijo Julián.

—Tendremos que registrarlas todas —sugirió Ana.

—No, todas no —dijo Julián—. No creo que en ese fregadero encontremos nada.

—Y ¿por qué no? —preguntó Ana.

—Porque las paredes son de piedra, tontina, y lo que tiene que haber son entrepaños de madera —dijo Julián—. Usa la cabeza, Ana.

—Bien, entonces no tenemos que molestarnos en registrarla —dijo Dick—. Fijaos, las otras dos sí tienen entrepaños. Las registraremos.

—Seguramente pintaron ocho cuadros en el lienzo por alguna razón —dijo Julián mirando otra vez la vieja tela—. Creo que es una buena idea averiguar qué habitación tiene sólo ocho recuadros en el entrepaño, ya sabéis, debajo de la ventana o en cualquier lugar determinado.

Era tremendamente emocionante la tarea de inspeccionar las dos habitaciones. Los chicos empezaron por la más pequeña. Tenía las paredes cubiertas de madera de roble oscuro, pero no había ningún sitio donde hubiera exactamente ocho recuadros. Por tanto, los chicos se metieron en la segunda habitación.

Allí, la cubierta de madera de las paredes era distinta. No era tan oscura, no estaba tan vieja. Los recuadros también eran de tamaño distinto. Los chicos empezaron a golpearlos y a comprimirlos, en la esperanza de que alguno de ellos cediera y dejara al descubierto una cavidad, como había ocurrido en el vestíbulo el otro día.

Pero quedaron defraudados. No ocurrió nada de particular. Estaban todavía enfrascados en su investigadora tarea cuando oyeron pisadas y voces que provenían del vestíbulo. Alguien se asomó por la puerta y echó un vistazo al interior de la habitación. Era un hombre alto y delgado, con gran nariz que servía de soporte a unas gafas.

—Hola —dijo—. La señora Sanders me ha dicho que estáis buscando un tesoro o algo así. ¿Cómo os va?

—No muy bien —dijo Julián cortésmente. Miró al hombre y vio que tras él había otro, más joven, que tenía una gran boca y cierta dureza en la mirada—. Supongo que ustedes son los dos artistas —dijo.

—Sí, lo somos —dijo el primer hombre mientras se introducía en la habitación—. Y vosotros ¿qué es lo que estáis buscando, exactamente?

Julián no tenía ningunas ganas de decir nada acerca de lo que estaban haciendo, pero resultaba difícil no contestar a la pregunta del hombre.

—Pues, en realidad, estamos intentando encontrar un recuadro de la pared que sea deslizable —dijo al final—. En el vestíbulo hay uno así. Y resulta muy divertido mirar a ver si hay otro en cualquier sitio.

—¿Queréis que os ayude? —dijo el otro artista metiéndose a su vez en la habitación—. ¿Cómo os llamáis? Yo me llamo Thomas, y mi amigo, Wilton.

Los chicos charlaron amigablemente con los hombres durante unos minutos, pero no tenían el menor deseo de que les ayudaran en su búsqueda. Lo que fuera, querían encontrarlo ellos. Era desconsolador pensar que tal vez los mayores podrían resolver el misterio por su cuenta.

A poco, mayores y pequeños estaban todos dedicados a sondear y golpear los recuadros de la pared. De pronto se oyó una voz que los saludaba.

—¡Hola! ¡A fe que debéis de estar muy atareados!

Los chicos se volvieron y pudieron ver en la puerta del cuarto al preceptor, que les sonreía. Los dos artistas también dirigieron a él sus miradas.

—¿Es amigo vuestro? —preguntó el señor Thomas.

—Sí, es nuestro preceptor y es muy simpático —dijo Ana acercándosele a toda prisa y tomándole la mano.

—Deberías presentarme a estos señores, Ana —dijo el preceptor, siempre sonriente.

Ana sabía presentar a las personas. Estaba acostumbrada a ver cómo lo hacía su madre.

—El señor Roland —dijo a los dos artistas. Luego se volvió al preceptor—. El señor Thomas —le dijo, señalando a este último con la mano—. Y —añadió— el señor Wilton.

Los hombres se inclinaron cortésmente y se dieron la mano.

—¿Viven ustedes aquí? —preguntó el señor Roland—. Es una granja muy antigua e interesante, ¿verdad?

—¿Es ya hora de volver a casa? —dijo Julián al oír las campanadas del reloj.

—Temo que sí —dijo el señor Roland—. He venido más tarde de lo que había previsto. Podemos estar aquí unos cinco minutos, pero nada más. Los aprovecharemos para echaros una mano en la búsqueda que habéis emprendido para encontrar el camino secreto.

Pero, por más que todos golpearon, palparon y comprimieron los recuadros de la pared, nada nuevo ocurrió. Era algo decepcionante.

—Lo mejor será que nos vayamos ya —dijo el señor Roland—. Id a despediros de los Sanders.

Todos se dirigieron a la caldeada cocina, en donde la señora Sanders estaba dedicada a preparar algo que aparentaba ser delicioso.

—¿Está preparando la merienda, señora Sanders? —dijo el señor Wilton—. A fe que es usted la mejor cocinera que he conocido.

La señora Sanders sonrió. Se volvió a los chicos.

—Queridos: ¿habéis encontrado lo que buscabais? —preguntó.

—No —dijo el señor Roland, contestando por ellos—. Al final no hemos conseguido encontrar el camino secreto.

—¿El camino secreto? —dijo la señora Sanders, sorprendida—. ¿Sabéis algo de eso? ¡Yo creí que era un asunto olvidado! Hace muchos años que no pienso en ello.

—Oh, señora Sanders —gritó Julián—. ¿Sabe usted algo de ese camino? ¿Sabe dónde está?

—No lo sé, querido. El secreto acabó perdiéndose hace ya muchos años —dijo la anciana señora—. Yo recuerdo que mi abuela me hablaba de él cuando yo era todavía más pequeña que vosotros. Pero a mí no me interesaba. Me atraían más las vacas, las gallinas y las ovejas.

—Oh, señora Sanders, por favor, intente recordar algo —imploró Dick—. ¿Qué era el camino secreto?

—Pues creo que se trata de un camino oculto que sale de aquí y no sé dónde termina —dijo la señora Sanders—. Pero no puedo recordar nada más. Lo usaban hace muchos años, cuando la gente tenía que esconderse.

Era desconsolador que la señora Sanders supiera tan poca cosa del secreto que anhelaban descubrir. Los chicos se despidieron de ella y fueron junto al preceptor, con la sensación de que habían desperdiciado la mañana.

Jorge
estaba aguardándolos en la puerta de «Villa Kirrin» cuando regresaron. Tenía la cara de mejor color y los saludó festivamente.

—¿Descubristeis algo por fin? ¡Contádmelo todo! —dijo.

—No hay nada que contar —dijo Dick tristemente—. Había tres habitaciones orientadas al Este, pero sólo dos de ellas tenían las paredes de madera. Las examinamos a fondo y no pudimos descubrir nada de particular.

—Hemos conocido a los dos artistas —dijo Ana—. Uno de ellos es alto y delgado y tiene gafas y una nariz muy grande. Se llama Thomas. El otro es más joven y tiene los ojos muy pequeños pero la boca muy grande.

—Yo los he visto esta mañana —dijo
Jorge
—. Estoy segura de que eran ellos... Estaban hablando con el señor Roland. A mí no me vieron.

—Oh, no puede ser que hayas visto a los artistas —dijo Ana rápidamente—. El señor Roland no los conocía. Yo tuve que presentárselos.

—Pues estoy segura de que el señor Roland llamaba Wilton a uno de ellos —dijo
Jorge
, sorprendida—. Tiene que conocerlo a la fuerza.

—Esos hombres que tú viste no podían ser los artistas —dijo Ana otra vez—. No conocían de nada al señor Roland. El señor Thomas me preguntó si era amigo nuestro.

—Estoy segura de que no me equivoco —dijo
Jorge
obstinadamente—. Si el señor Roland dice que no conoce a los dos artistas es que miente.

—Oh, siempre te las arreglas para decir cosas horribles del señor Roland —dijo Ana, indignada—. Siempre estás inventando cosas desagradables de él.

—¡Chitón! —dijo Julián—. Aquí llega.

Abrióse la puerta y entró el preceptor en la habitación.

—Bien —dijo—. Es decepcionante no haber podido encontrar el camino secreto, ¿verdad? Pero, de todos modos, era una utopía pretender encontrarlo en una habitación donde los revestimientos de madera son bastante recientes. Si fuesen muy antiguos quizá podríamos esperar encontrar algo.

—Desde luego. No creo que haya necesidad de volver a buscar la entrada del camino secreto —dijo Julián, decepcionado—. En ninguna de las habitaciones encontraremos nada. Es una verdadera lástima.

—Sí que lo es —dijo el señor Roland—. Bien, Julián, ¿qué te han parecido los dos artistas? A mí a primera vista me han resultado muy simpáticos. Me gustará mucho conocerlos más a fondo.

Jorge
miró al preceptor. ¿Sería posible que pudiera mentir tan descaradamente con esa tranquilidad? La muchachita estaba perpleja. No le cabía la menor duda de que había visto a los dos artistas hablando con él. Quizá se había equivocado. Pero, aun así, había algo en todo ello que no acababa de gustarle. Estaba decidida a averiguar la verdad fuera como fuese.

CAPÍTULO X

Un contratiempo para
Jorge
y
Timoteo

A la mañana siguiente había que volver a dar clases ¡sin
Timoteo
debajo de la mesa!
Jorge
acariciaba la idea de no acudir, pero ¿es que iba a conseguir algo con ello? Tenía miedo a las personas mayores. Éstas podrían castigarla del mejor modo que les pareciera. En realidad, no es que le importara mucho que la castigaran a ella. Lo que no podía soportar era la idea de que también castigasen a
Timoteo
.

Pálida y sombría, la muchachita no tuvo otro remedio que sentarse a la mesa con los demás. Ana estaba muy contenta de volver a dar clases. En realidad, todo lo que representara agradar al señor Roland la ponía contenta: ¡éste le había regalado por fin la muñeca-hada que había en la parte más alta del árbol navideño! Para Ana era la muñeca más bonita que había visto en su vida.

Jorge
se enfurruñó cuando Ana le enseñó la muñeca. No le gustaban nada las muñecas... ¡Y mucho menos la que el señor Roland había escogido para regalársela a Ana! Pero Ana estaba muy contenta y agradecida, y había decidido dar clases, como los demás, con todo su entusiasmo y aprender lo más que pudiera.

Jorge
se aplicó en las clases lo menos que pudo. Sólo lo indispensable para que no la riñeran. El señor Roland no demostró gran interés hacia ella ni hacia su trabajo. Estaba ensimismado con las lecciones de los demás, y entregado en cuerpo y alma a enseñarle a Julián ciertos detalles que éste no acababa de comprender.

Durante las clases, los chicos podían oír los tristes lamentos que profería
Timoteo
desde el jardín. Esto los llenaba de congoja, pues a
Tim
o
teo lo consideraban un autentico camarada y lo querían tanto como se querían entre ellos. No podían soportar el pensamiento de saberlo en la perrera del jardín pasando frío. Cuando se suspendieron las clases para el almuerzo durante diez minutos y el señor Roland salió de la habitación, Julián le dijo a
Jorge
:

—¡
Jorge
! Es horrible para nosotros oír los lamentos de
T
i
moteo con el frío que hace ahí fuera. Y estoy seguro de que de vez en cuando tose. Voy a hablar de ello al señor Roland. Tú debes de estar apenadísima.

—Sí, creo que yo también lo he oído toser —dijo
Jorge
abrumada—. A lo mejor se resfría. Y él no tiene la menor idea de por qué le hacemos eso. Debe de pensar que yo soy terriblemente mala.

La muchacha volvió la cabeza, temerosa de que afloraran lágrimas a sus ojos. Ella tenía a gala no llorar nunca, pero resultaba muy difícil contener las lágrimas sabiendo que
Timoteo
estaba a la intemperie pasando frío.

Dick le cogió el brazo.

—Escucha,
Jorge
: sé que odias al señor Roland y que desde luego no puedes evitarlo. Pero ninguno de nosotros podemos resistir el pensamiento de que
Timoteo
esté ahí fuera pasando frío, hoy precisamente que parece que va a nevar. Eso sería terrible para él. ¿No podrías portarte muy bien y ser muy simpática con el señor Roland? Entonces cuando tu padre le pregunte sobre tu comportamiento él le dirá que has sido buena, y así le podríamos pedir que dejara que
Timoteo
entrara en la casa. ¿Quieres?

Se oyó otra vez toser a
Timoteo
, y a
Jorge
casi le dolió el corazón. ¿Y si cogiera esa terrible enfermedad que era la pulmonía, sin que pudiera ella hacer nada para resguardarlo del frío, porque estaba castigado a vivir en la perrera? ¡Se moriría ella de pena! Se volvió a Julián y a Dick.

—Está bien —dijo—. Es verdad que odio mucho al preceptor, pero a
Timoteo
lo quiero con más fuerza que el odio que siento por él. Por eso, sólo por causa de
Timoteo
, voy a ser buena y agradable y a trabajar lo más que pueda. Entonces podréis pedir que
Timoteo
vuelva a entrar en la casa.

—¡Buena chica! —dijo Julián—. Ya viene. Pórtate bien de ahora en adelante.

Ante la enorme sorpresa del preceptor,
Jorge
le dirigió una sonrisa cuando éste regresó a la habitación. Era algo tan inesperado que lo dejó perplejo. También le desconcertó el notar que
Jorge
, a partir de entonces, se aplicaba en los ejercicios más que los demás y que le contestaba cortés y solícitamente cuando le dirigía la palabra. Tuvo una frase de elogio hacia ella.

—¡Muy bien, Jorgina! Veo que estás entrando en razón.

—Gracias —dijo
Jorge
dirigiéndole otra sonrisa; sonrisa, desde luego, fría y desangelada, comparada con las de sus primos, pero ¡sonrisa, al fin y al cabo!

A la hora de comer,
Jorge
estuvo muy amable con el señor Roland. Le sirvió la sal, le ofreció más pan ¡y hasta se levantó para llenarle el vaso de agua cuando ya lo tenía vacío! Los demás la miraban con admiración. La resolución que había tomado de ser simpática era patente. ¡Debía de ser terrible para ella comportarse de ese modo con el señor Roland, al que tanto odiaba!

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