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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (9 page)

BOOK: Otra aventura de los Cinco
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De pronto,
Jorge
despertó sobresaltada. ¡
Timoteo
estaba lanzando ligeros gruñidos! Tenía enderezada su enorme y peluda cabeza, por lo que
Jorge
dedujo que estaba escuchando algo.

—¿Qué te pasa,
Tim
? —le susurró. Ana no se había despertado.
Timoteo
continuaba con sus gruñidos.
Jorge
se incorporó y lo sujetó por el collar para indicarle que se callara. Hubiera sido terrible que despertara a su padre.

Timoteo
dejó de gruñir una vez vio despierta a
Jorge
. La chica estaba indecisa: no sabía qué determinación tomar. No quería despertar a Ana. Se hubiera asustado enormemente. ¿Por qué gruñía
Timoteo
? ¡Nunca lo hacía por la noche!

«Quizá sea mejor que eche una ojeada por ahí a ver si todo está normalmente», pensó
Jorge
. Era una muchachita muy valiente, y el pensamiento de tener que deslizarse por entre la silenciosa oscuridad de la casa no la alteraba lo más mínimo. ¡Además tenía a
Timoteo
! ¿Quién iba a sentir miedo estando con
Timoteo
?

Se puso su pequeña bata.

«Tal vez haya saltado un ascua de alguna chimenea y se esté quemando algo —pensó, aspirando fuerte por la nariz mientras empezaba a bajar por la escalera—. Seguramente
Timoteo
lo ha olido y ha querido avisarme.»

Sujetando al can por el collar para advertirle que no se alborotara,
Jorge
atravesó sigilosamente el vestíbulo y llegó al cuarto de estar. El fuego de la chimenea estaba casi apagado y en la cocina todo estaba también en orden. Las patas de
Timoteo
resonaban con singular ruido al apoyarse contra el linóleo.

Un leve sonido se oyó, que provenía de la otra parte de la casa.
Timoteo
empezó a gruñir fuertemente. El pelo de la nuca se le erizó.
Jorge
quedó petrificada. ¿Sería posible que hubiera en la casa un ladrón? De repente
Timoteo
se empinó y, dando un salto, echó a correr, cruzando el vestíbulo y desapareciendo por el pasillo que conducía al despacho. Entonces se oyó una fuerte exclamación y un ruido como de alguien que caía al suelo.

—¡Es un ladrón! —exclamó
Jorge
echando a correr hacia el despacho.

Pudo ver una linterna encendida en el suelo, que seguramente había tenido que abandonar precipitadamente alguien que en aquel momento estaba luchando con
Timoteo
.

Jorge
encendió la luz. La escena que vio la dejó estupefacta. El señor Roland estaba allí, en bata, tirado en el suelo e intentando desembarazarse de
Timoteo
, quien, aunque no le mordía, lo tenía fuertemente sujeto por la bata.

—¡Oh, eres tú,
Jorge
! ¡Dile a esta bestia que me deje en paz! —dijo el señor Roland con voz agria y más bien baja—. ¿No ves que va a despertar a toda la casa?

—¿Qué estaba haciendo usted aquí con una linterna? —preguntó
Jorge
.

—Oí un ruido aquí abajo y vine a ver lo que pasaba —dijo el señor Roland sentándose en el suelo y persistiendo en sus tentativas de separarse del irritado can—. ¡Por Dios bendito! ¡Dile a esta bestia que se marche!

—¿Por qué no encendió usted la luz? —dijo
Jorge
, sin decidirse a decirle nada a
Timoteo
. Era algo agradable y desusado lo que tenía ante la vista: el señor Roland, rabioso y asustadísimo.

—No pude encontrar el interruptor —dijo el preceptor.

No tenía nada de particular. El interruptor de la luz estaba en un sitio tan raro, detrás de la puerta, que difícilmente podría encontrarlo de noche alguien que no supiera de antes dónde se encontraba. El señor Roland intentó otra vez desembarazarse de
Timoteo
. Éste, de pronto, empezó a ladrar.

—¡Va a despertar a todo el mundo! —dijo el preceptor—. No quiero que nadie se despierte. Yo me basto solo si es que aquí hay un ladrón. ¡Ahí viene tu padre!

El padre de
Jorge
llegó con un atizador en la mano. Quedó petrificado cuando vio en el suelo al señor Roland, bien sujeto por
Timoteo
.

—¿Qué pasa aquí? —exclamó.

El señor Roland quiso levantarse, pero
Timoteo
no lo dejó. El padre de
Jorge
le increpó severamente:

—¡
Tim
! ¡Haz el favor de venir aquí!

Timoteo
miró a
Jorge
para ver si estaba conforme con la orden que le había dado su padre. Ella no dijo nada.
Timoteo
, por tanto, hizo caso omiso de la orden y se limitó simplemente a morder los tobillos del señor Roland.

—¡Este perro está loco! —dijo el preceptor desde el suelo—. ¡No es la primera vez que me muerde!

—¡
Tim
! ¡Ven aquí inmediatamente! —dijo el padre de
Jorge
con fuerte voz—.
Jorge
, este perro es un desobediente. Llámalo tú en seguida.

—Ven aquí,
Tim
—dijo
Jorge
con voz no muy alta.

Al momento, el perro dejó al señor Roland y se fue con
Jorge
, con los pelos de la nuca erizados todavía. Gruñía en voz baja, como diciendo: «Ándese con cuidado, señor Roland, ándese con cuidado.»

El preceptor se levantó. Estaba furioso. Se dirigió al padre de
Jorge
.

—Oí un ruido raro y bajé a ver qué pasaba —dijo—. Me pareció que el ruido venía del despacho y, como sé cuántas cosas de valor hay en él, pensé que a lo mejor había entrado un ladrón en la casa. Pero en cuanto llegué al despacho apareció ese perro y me tiró al suelo.
Jorge
llegó en seguida, pero no quiso decirle al perro que dejara de molestarme.

—No comprendo tu conducta,
Jorge
. Realmente, no la puedo entender —dijo su padre con tono irritado—. Espero que no acabes volviéndote tan estúpida como lo eras antes de que tus primos vinieran aquí este verano. Y ¿qué significa eso de que
Timoteo
ha mordido otra vez al señor Roland?


Jorge
metió al perro debajo de la mesa donde damos las clases —dijo el señor Roland—. Yo no lo sabía, y en una ocasión en que estiré las piernas, noté que había algo allí debajo: era
Timoteo
, que empezó a morderme. No se lo había dicho antes, señor, porque no había querido ocasionarle preocupaciones. Pero
Jorge
y su perro no han hecho más que molestarme desde que llegué a esta casa.

—Bien.
Timoteo
, de ahora en adelante, vivirá en la perrera del jardín y no entrará en casa —dijo tío Quintín—. No quiero que esté con nosotros. Ése será su castigo; y también el tuyo,
Jorge
. No estoy satisfecho de tu comportamiento. El señor Roland ha sido benévolo contigo.

—Yo no quiero que
Timoteo
se vaya a vivir a la perrera —dijo
Jorge
furiosamente—. El tiempo es muy frío y se pondrá enfermo.

—Me es indiferente si se pone enfermo o no —dijo su padre—. Desde que admití al perro en esta casa para que pasara aquí las vacaciones de Navidad, puse como condición, y tú lo sabes, que te portaras bien. Todos los días me he informado de tu comportamiento con el señor Roland. Y como, por lo que veo, no es nada ejemplar, he decidido que
Timoteo
viva fuera de la casa. ¡Ahora, ya lo sabes! ¡Vuélvete a la cama, pero antes pide perdón al señor Roland!

—¡No quiero! —dijo
Jorge
conteniendo a duras penas la ira que la embargaba, mientras salía de la habitación con dirección a la escalera. Los dos hombres empezaron a seguirla.

—Déjela ya —dijo el señor Roland—. Es una niña muy complicada y está claro que se le ha metido en la cabeza no congeniar conmigo. Pero yo estaría muy contento, señor, si supiera que este perro no iba a volver a pisar esta casa. No estoy seguro de que cualquier día Jorgina le mandara que se me echara encima.

—Siento mucho todo esto —dijo el padre de
Jorge
—. Me pregunto de dónde habrá venido ese ruido que usted oyó. Supongo que será un trozo de leña que cayó al suelo. Pero ¿qué haré esta noche con ese fastidioso perro? Tendré que echarlo de casa ahora mismo.

—Déjelo por esta noche —dijo el señor Roland—. Oigo ruidos arriba. Todo el mundo se ha despertado. Más vale que por esta noche no armemos más jaleo.

—Quizá tenga usted razón —dijo el padre de
Jorge
, agradecido. Al fin y al cabo no tenía demasiadas ganas de enfrentarse en plena noche con una niña arisca y rebelde y con un perro irritado a todas luces.

Los dos hombres volvieron a la cama.
Jorge
no dormía. Los otros se habían despertado mientras ella subía las escaleras y les había contado todo lo sucedido.

—¡
Jorge
! ¡En verdad eres idiota! —dijo Dick—. A fin de cuentas, ¿por qué el señor Roland no iba a bajar si oyó un ruido extraño? ¡Tú misma bajaste! Todo lo que has conseguido es que el simpático
Timoteo
se separe de nosotros y tenga que vivir a la intemperie.

Ana empezó a gritar. Por un lado no le gustaba que al preceptor, que ella tanto estimaba, lo hubiera arrojado al suelo
Timoteo
; y por otra, odiaba oír que a
Timoteo
lo iban a castigar.

—No seas criatura —dijo
Jorge
—. El perro es mío y yo no grito.

Sin embargo, cuando ya todos habían vuelto a dormirse plácidamente, la almohada de la cama de
Jorge
estaba enteramente húmeda.
Timoteo
subió a la cama y empezó a lamerle a su amita las húmedas y saladas mejillas, mientras gimoteaba calladamente.
Timoteo
se sentía siempre muy desgraciado cuando
Jorge
estaba triste.

CAPÍTULO IX

A la búsqueda del camino secreto

Al día siguiente no hubo clases.
Jorge
estaba pálida y se portaba muy comedidamente. A
Timoteo
lo habían encerrado ya en la perrera del jardín y los chicos podían oír sus tristes lamentos.

—¡Oh,
Jorge
, cuánto siento lo que ha pasado! —dijo Dick—. Lo que daría yo porque no te portaras siempre tan violentamente. Lo único que consigues es llevarte disgustos y que se los lleve también el pobre
Timoteo
.

Jorge
estaba llena de sentimientos contradictorios. Odiaba tanto al señor Roland, que a duras penas podía soportar verlo, aun cuando cuidaba mucho de no ser arisca ni rebelde, porque tenía miedo de que si mostraba sus sentimientos, el preceptor le daría malas notas y entonces quizás hasta le prohibieran ver a
Timoteo
. Era realmente muy difícil para una naturaleza tan tempestuosa como la de
Jorge
tener que comportarse dócilmente.

El señor Roland no le hacía el menor caso. Los chicos intentaban meter a
Jorge
en sus charlas, pero ella permanecía comedida e indiferente.

—¡
Jorge
! ¡Hoy vamos a ir a la granja Kirrin! —dijo Dick—. ¡Ven con nosotros! Vamos a buscar la entrada del camino secreto. Tiene que estar en algún sitio de la casa.

Los chicos le habían contado a
Jorge
lo que el señor Roland había dicho sobre el significado de las palabras y los signos del viejo lienzo. Todos se sentían enormemente interesados por la cuestión, aunque, debido a los sucesos del día de Navidad, su interés había disminuido momentáneamente.

—Desde luego, iremos todos —dijo
Jorge
con aire repentinamente alegre—.
Timoteo
también irá. Quiere dar un paseo.

Pero cuando la muchachita se enteró de que el señor Roland iba a ir también, cambió en seguida de pensamiento. Por nada del mundo quería ir de paseo con el preceptor. Saldría sola con
Timoteo
.

—Pero,
Jorge
, piensa en lo que vamos a disfrutar buscando el camino secreto —le dijo Julián cogiéndola por el brazo.
Jorge
se desasió al momento.

—Si va el señor Roland, no iré yo —dijo obstinadamente. Los otros pensaron que sería mejor no insistir—. Voy a ir a pasear sola con
Timoteo
—dijo
Jorge
—. ¡Vosotros podéis ir con vuestro querido señor Roland!

Se alejó de ellos, junto con el perro. Los otros la miraron pesarosos. Era algo horrible lo que sucedía.
Jorge
se volvía cada vez más insociable, pero ¿qué iban a hacerle?

—Bueno, muchachos, ¿estáis preparados? —preguntó el señor Roland—. Podéis ir solos a la granja. Yo me reuniré con vosotros más tarde. Antes tengo que hacer algo en el pueblo.

Los tres chicos se dispusieron, pues, a partir solos. Pensaron en llamar a
Jorge
, pero a ésta no se la veía ya por ningún sitio. El viejo matrimonio Sanders recibió efusivamente a los tres chicos, a los que introdujeron en la cocina, invitándoles a tomar dulce de jengibre y leche caliente.

—Vaya, ¿conque estáis decididos a encontrar nuevas cosas secretas? —dijo la señora Sanders con una sonrisa.

—¿Nos deja intentarlo? —preguntó Julián—. Queremos encontrar una habitación orientada al Este, que tenga el suelo de piedra y entrepaños de madera en las paredes.

—Todas las habitaciones de la planta baja tienen el suelo de piedra —dijo la señora Sanders—. Podéis registrarlas todas cuanto queráis, queridos. Supongo que no estropearéis nada. Pero no vayáis a la habitación de arriba, aquélla con el armario de doble fondo, ni a la de al lado. Son las habitaciones que tengo preparadas para los artistas.

—Está bien —dijo Julián, algo disgustado de no poder registrar el fascinante armario—. ¿Han llegado ya los artistas, señora Sanders? Me gustaría hablar con ellos de pintura. Yo tengo la esperanza de llegar un día a ser un artista.

—¿Ah, sí? ¡Caramba! —dijo la señora Sanders—. Bien, bien. Siempre he encontrado maravilloso que la gente pueda ganar dinero pintando cuadros.

—Los artistas no lo hacen por el dinero, sino por el gusto de pintar —dijo Julián con aire de persona entendida. Esto sorprendió todavía más a la señora Sanders. Movió la cabeza y empezó a reír.

—¡Son unas personas muy extrañas! —dijo—. Bueno, chicos. Podéis empezar vuestras investigaciones, aunque, Julián, hoy no podrás hablar con los artistas. Están fuera.

Los chicos acabaron los pasteles y la leche y se levantaron, pensando por qué sitio comenzarían el registro. Lo mejor era empezar por todas las habitaciones que estuvieran orientadas al Este.

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