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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—¿Qué?

—Tiene varios empleados chinos, ¿verdad? ¿Cuánto cobra la mafia china por un trabajo como ése? Es como el sushi. ¿A cuánto está ahora?

—Nunca me he planteado una cosa así.

—Según el mercado, se paga a cien mil. Con lo que lleva en el bolsillo, podría despellejar a diez.

—No tengo tanto dinero —repuso finalmente Satake riéndose de la capacidad de inventiva del policía.

—¿No tiene un Mercedes?

—Sólo es para aparentar. Pero no suelo gastarme el dinero en estupideces como ésas.

—Si supiera a la pena a la que se expone, quizá le hubiera interesado gastarlo. En caso de que sea acusado de asesinato, esta vez no se librará de la cadena perpetua.

Al ver el rostro serio de Kinugasa, Satake comprendió que ya habían decidido: él era el culpable. «Creen que encargué el asesinato a alguien —pensó—. ¿Cómo puedo salir de este entuerto? Voy a necesitar un golpe de suerte.» Al pensar en la perspectiva de volverse a ver encerrado en una celda minúscula, empezó de nuevo a sudar.

El otro agente intervino por primera vez.

—Satake, ¿ha pensado en la pobre viuda? Trabaja en una fábrica, en el turno de noche, y tiene que cuidar de sus hijos.

Satake recordó a la mujer que había visto casualmente por televisión. Ese desgraciado tenía una esposa mucho más guapa de lo que hubiera imaginado.

—Tiene dos niños pequeños —prosiguió el policía—.

Como usted no tiene hijos, no puede entender lo que eso significa. Lo pasará muy mal.

—Yo no tengo nada que ver en todo esto.

—¿Ah no?—respondió el agente.

—No.

—¿Cómo puede decir eso?

—Porque es la verdad. No sé nada.

Kinugasa seguía con sumo interés el diálogo entre ambos. Al sentirse observado, Satake se volvió hacia él y le aguantó la mirada. Una idea empezaba a cobrar forma en su cabeza: quizá fue su mujer quien lo mató. ¿Cómo podía estar tan serena ante las cámaras si acababa de perder a su marido de un modo tan horrible? Satake se esforzó por recordar la sensación que tuvo al verla: como encontrar un grano de arena en una ostra. En su rostro había algo escrito imposible de descifrar a menos que hubiera vivido la misma experiencia, como si se sintiera en paz. Su marido estaba colgado de Anna y se dejaba mucho dinero en el Mika. Por su aspecto, no parecía un matrimonio acomodado, de modo que esa mujer tenía motivos de sobra para odiarlo.

—¿En qué piensa, Satake? —intervino Kinugasa.

—En su esposa —respondió sin dudarlo—. ¿Están seguros de que no fue ella?

Kinugasa se irritó.

—Esa mujer tiene una coartada. Más le vale preocuparse por usted: lo tiene crudo.

Al oír esas palabras, Satake entendió que habían descartado por completo esa hipótesis y que toda la investigación se centraba en él. En efecto, las cosas pintaban mal.

—Siento lo que he dicho —se disculpó—. Pero le aseguro que yo no tengo nada que ver con todo esto. Se lo prometo.

—Es un mentiroso de mierda.

—Eso lo será usted —murmuró Satake bajando la cabeza.

Kinugasa oyó el comentario y le dio un codazo en la sien.

—Deje de joder.

Pero Satake no necesitaba ninguno de esos avisos: sabía perfectamente que si se lo proponían le endosarían cualquier delito que se les ocurriese. Iban a por él. Se puso a temblar de miedo y de rabia. Si se libraba de ésa, no pararía hasta desquitarse con el asesino. Y, de momento, su objetivo era la esposa de Yamamoto.

Tenía la suficiente experiencia para saber que ese incidente le costaría, por lo pronto, perder el Mika y el Amusement. Con lo que había trabajado los últimos diez años para lograr lo que tenía, y ahora iba a perderlo por una memez como ésa... Tenía que haber imaginado que los veranos siempre eran portadores de malas noticias para él. El destino así lo había querido.

De pronto la sala se oscureció. Satake alzó los ojos y vio un banco de nubarrones sobre Shinjuku. El viento agitaba las hojas de la gran zelkova que había al otro lado de la ventana. Un claro indicio de que esa noche llovería.

En la celda donde permanecía bajo arresto, Satake soñó con esa mujer. Estaba tendida ante él, con expresión suplicante. «Llévame al hospital...», decía. Él metió los dedos en la herida que él mismo le había abierto en el costado, pero ella no pareció notarlo y siguió suplicando que la llevara al hospital. Satake le acarició la mejilla con su mano ensangrentada, y al hacerlo se dio cuenta de que la cara de esa mujer, teñida de rojo con su propia sangre, adquiría una belleza ultraterrena.

—«Llévame al hospital...»

—«No servirá de nada... Es demasiado tarde.»

Como respuesta a las palabras de Satake, la mujer le cogió la mano ensangrentada con una fuerza inusitada y la llevó hacia su cuello, como si le rogara que la estrangulara cuanto antes. Él le acarició el pelo.

—«Aún no.»

Su corazón se estremeció por la pena y el placer que le provocó la profunda desesperación que reflejaban aquellos ojos. Aún no. Aún no podía morir. Tenían que correrse juntos. La abrazó con más fuerza y su cuerpo quedó empapado en sangre.

Abrió los ojos creyendo que tenía el cuerpo ensangrentado... hasta que se dio cuenta de que el líquido que lo empapaba era su propio sudor. Miró hacia un lado, donde su compañero de celda yacía inmóvil, fingiendo estar dormido. Satake lo ignoró y se sentó en la cama. Era la primera vez en diez años que soñaba con esa mujer y estaba excitado. Aún podía sentir su presencia. Sus ojos buscaron en la oscuridad de la celda. Deseaba estar con ella.

Capítulo 3

Anna recordaba la primera vez que había subido a un tren de los Japan Railways, un día de invierno de hacía cuatro años.

Era por la tarde y el tren iba repleto. Poco acostumbrada a las aglomeraciones, sintió como si la engullera un cuerpo extraño. Impulsada por un continuo ataque de codos y bolsas, se encontró en medio del vagón. De alguna manera consiguió sujetarse a un asidero y miró por la ventana: el sol se ponía, y emitía una luz anaranjada. Recortados contra esa luz, los edificios proyectaban sombras oscuras que desaparecían en cuanto el tren las dejaba atrás. Anna se volvía de vez en cuando hacia la puerta, preocupada por si lograría bajarse en la estación correcta.

De pronto, como si se tratara de la neblina que se alza en el campo las mañanas de verano, oyó unas voces que hablaban en su dialecto de Shanghai. Más relajada, miró a su alrededor para ver de quién se trataba, pero advirtió que lo que le había parecido su dialecto no era sino japonés, cuya fonética es parecida.

En ese momento, sintió una súbita punzada de tristeza. Pese a que las caras y la lengua que la rodeaban eran muy parecidas a las suyas, se encontraba sola en un mundo extraño donde no conocía a nadie.

Al mirar de nuevo por la ventana, el sol ya se había puesto. Lo que vio en el cristal fue la imagen de una chica desamparada con un abrigo anodino. Al reconocerse, le embargó un sentimiento de absoluta soledad y los ojos se le anegaron de lágrimas. Tenía diecinueve años.

Evidentemente, ésa no fue la primera vez que se había sentido abrumada por la prosperidad económica de Japón o por la frenética actividad de Tokio, pero la soledad que sintió en ese instante no podía compararse con nada de lo que había sentido hasta entonces.

Si hubiera ido a Japón a estudiar, tal como figuraba en su visado, habría podido superar esos sentimientos, pero su verdadero objetivo no era otro que el de ganar dinero sin otras armas que su juventud y su belleza. Había llegado a Japón con grandes expectativas: el agente que la había captado le había contado lo fácil que era para las chicas de origen chino ganar dinero en Japón, y había sido justamente esa supuesta facilidad la que había hecho sucumbir a una chica seria e inteligente como Anna. Desde pequeña había sacado buenas notas, e incluso se había planteado ir a la universidad; no obstante, había acabado ganando dinero fácil sólo por hacer compañía a japoneses. Era consciente de lo sórdido de la situación, pero no podía evitarlo.

Su padre era taxista, su madre tenía una verdulería. Cada noche volvían a casa y hablaban con orgullo de sus pequeños éxitos, de lo que habían ganado con su habilidad y su ingenio. Ésa era la forma de vida de los comerciantes de Shanghai. Sin embargo, Anna siempre tendría vetado hablar de sus negocios y de sus éxitos con sus padres.

Pese a estar orgullosa de sus orígenes y de su belleza, en Tokio se sentía intimidada por la confianza que mostraban las jóvenes japonesas, educadas en un ambiente de riqueza y prosperidad. Ella carecía de esa confianza. Era injusto. Frustrada, sola e insegura, no parecía sino una pobre chica de pueblo perdida en la gran ciudad.

Durante sus primeros meses en Japón, había asistido diligentemente a la academia de japonés recomendada por el agente que le había tramitado el visado, y por las noches había empezado a trabajar en un club de Yotsuya.

Se centró en los estudios y, gracias a su buen oído y a su innata facilidad para los idiomas, pronto empezó a chapurrear el japonés y a entender las conversaciones que oía. También comenzó a vestirse a la moda, comprándose ropa en los grandes almacenes. Aun así, seguía sin poder despojarse del sentimiento de soledad que la había embargado esa tarde de invierno en el tren: por mucho que intentara ignorarla, siempre estaba al acecho, cual gato callejero.

Con todo, lo más importante era el dinero: cuanto más rápido lo ganara, más pronto podría regresar a Shanghai, donde quería abrir una tienda de ropa. Pasaba los días en la academia de japonés y las noches en el club, pero pese a sus esfuerzos apenas podía ahorrar. La vida en Japón era más cara de lo que había imaginado, y la desesperación empezó a hacer mella en su ánimo. Aún no había ahorrado ni una cuarta parte de lo que se había propuesto, y a ese paso nunca podría regresar. Se sentía atrapada. Sus días estaban teñidos de angustia. Era como si en ellos se hubiese abierto una grieta que amenazaba con romper su vida como una delicada taza de té.

Y entonces conoció a Satake.

A pesar de no beber, Satake era un buen cliente del club y se distinguía por sus generosas propinas. Cuando lo vio por primera vez, Anna notó que el encargado del club lo trataba con deferencia y le proporcionaba la mejor chica, de modo que pensó que no tendría nada que hacer con él. Sin embargo, la siguiente ocasión en que apareció por el club, Satake pidió que fuera ella quien lo acompañara a la mesa.

—Me llamo Anna. Encantada.

Satake parecía diferente del resto de clientes, que solían pecar de un exceso de timidez y egocentrismo. Entrecerró los ojos como si degustara la voz de Anna y miró fijamente sus labios, como un profesor de japonés atento a la pronunciación de su alumna. Anna se puso nerviosa, como si el profesor hubiera decidido examinarla.

—¿Un whisky con agua? —le preguntó.

Mientras le preparaba un whisky poco cargado, no dejó de observarlo. Tenía cerca de cuarenta años, de tez morena, pelo corto, ojos muy pequeños y labios gruesos. Si bien no era guapo, su cara transmitía una cierta serenidad que lo hacía atractivo. Sin embargo, vestía rematadamente mal: un traje negro de marca que le quedaba horrible, una corbata llamativa, un Rolex de oro y un encendedor Cartier también dorado. El efecto que producía el conjunto era casi cómico al lado de sus ojos tristones.

Unos ojos que se asemejaban a un lago. A Anna le recordaron una foto que había visto en alguna revista, en la que se veía un oscuro lago oculto en la cima de una montaña. El agua de ese lago era helada y turbia, y Anna imaginaba que en sus profundidades vivían extraños seres enredados entre las algas. En esas aguas nadie se atrevía a nadar o a botar una nave. Por la noche, cuando la superficie del oscuro cráter se tragaba la luz de las estrellas, los extraños habitantes de la laguna seguían escondidos en las profundidades. Tal vez ese hombre, Satake, hubiera escogido esa indumentaria chillona para evitar que la gente se asomara a la oscura laguna de sus ojos.

Anna observó las manos de Satake. No llevaba ninguna joya. Su piel fina delataba que nunca había hecho un trabajo manual. Para ser unas manos masculinas, eran bonitas y bien proporcionadas. ¿En qué debía trabajar? Como no parecía encajar en ninguna tipología, se preguntó si no sería uno de esos yakuza de los que había oído hablar. Al pensar en ello, la embargó una mezcla de miedo y curiosidad.

—¿Anna? —dijo él.

Se puso un cigarrillo en los labios y la observó un buen rato. En la laguna no había ni una ola. Por mucho que la mirara, sus ojos no traslucieron el menor signo de aprobación o de decepción. Con todo, su voz era suave y agradable, y Anna pensó que le gustaría volverla a escuchar.

Tal como le habían enseñado en el club, Anna se apresuró a coger el mechero para encenderle el cigarrillo, pero con las prisas se le resbaló y a punto estuvo de caérsele. Satake pareció relajarse.

—No tienes por qué estar nerviosa.

—Lo siento.

—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte?

—Sí—asintió Anna, que acababa de cumplirlos.

—¿Has escogido tú ese vestido?

—No —contestó Anna negando con la cabeza. Llevaba un vestido rojo barato que le había prestado una compañera del club con la que compartía piso—. Me lo han dejado.

—Ya decía yo —dijo Satake—. No es de tu talla.

Anna aún no había aprendido a pedirle que le comprara uno. En ese momento se limitó a sonreír vagamente para disimular su vergüenza. Tampoco sabía que Satake se estaba divirtiendo imaginándola como una muñeca de papel a la que podía vestir a su antojo.

—Nunca sé qué ponerme.

—Estoy seguro de que a ti te queda todo bien —dijo Satake. Anna estaba acostumbrada a tratar con clientes infantiles que decían lo primero que se les pasaba por la cabeza, pero Satake era diferente. Después de un breve silencio mientras apuraba el cigarrillo, añadió—: Me has estado observando, ¿verdad? ¿A qué crees que me dedico?

—¿Trabajas en alguna empresa?

—No.

—Entonces, ¿eres un yakuza?

Satake sonrió por primera vez. Tenía unos dientes grandes y sanos.

—No exactamente —dijo Satake—. Pero no vas muy descaminada. Soy un alcahuete.

—¿Un alcahuete? —repitió Anna—. ¿Y eso qué es?

Satake sacó un bolígrafo caro del bolsillo de su americana y escribió los caracteres en una servilleta. Al leerlos, Anna frunció el ceño.

—Me dedico a vender mujeres.

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