—Con que no lo soportas, ¿eh?
—¿No has dicho que nos va a caer un castigo del cielo?
—Tal vez no...
—Pues hazlo tú.
—¡Ni hablar! —exclamó Yoshie asustada—. Ya te he dicho que no puedo.
Masako sabía que no podría descuartizar el cuerpo ella sola, de modo que urdió un plan para contar con la ayuda de Yoshie.
—Yayoi me ha dicho que quería pagarnos. ¿Lo harías por dinero? —Yoshie levantó la cabeza al instante. En sus ojos hundidos había un destello de perplejidad—. Yo me he negado, pero bien pensado, quizá sea mejor cobrarle algo. Así parecería que estamos haciendo un trabajo.
—¿De cuánto hablamos? —preguntó en voz baja Yoshie, fin apartar la vista de los ojos apagados de Kenji.
—¿Cuánto quieres? Puedo negociarlo.
—Pues... cien mil.
—Demasiado poco. ¿Qué te parece quinientos mil?
—Con eso podríamos mudarnos de piso —susurró Yoshie—. Estás intentando comprarme, ¿verdad?
«Exacto», pensó Masako. Pero, en lugar de responder, siguió insistiendo.
—Por favor, ayúdame, Maestra.
—De acuerdo. Me has convencido.
Yoshie estaba tan necesitada de dinero que finalmente accedió. Se puso el delantal de plástico, se quitó los calcetines blancos y se arremangó los pantalones del chándal.
—Te vas a manchar —le advirtió a Masako—. Es mejor que te quites los pantalones.
Masako, obediente, se dirigió hasta la sala contigua al baño, y se cambió los vaqueros por unos pantalones cortos que sacó del cesto de la ropa sucia. Mientras se los ponía, se miró en el espejo con un gesto adusto que nunca había visto antes en su rostro. En cambio, Yoshie parecía haber dejado a un lado sus temores y su semblante reflejaba una expresión abstraída.
Masako entró de nuevo en el baño y empezó a inspeccionar el cuello de Kenji, buscando el mejor punto para empezar a cortar. Al ver la nuez, recordó la imagen de Nobuki bebiendo agua esa misma mañana, y se esforzó para apartarla de su mente.
—¿Crees que podremos serrarle el cuello? —preguntó a Yoshie.
—Puede que le arranque la carne. Quizá sea mejor empezar con un cuchillo. Y si no funciona, ya pensaremos en una alternativa —propuso Yoshie adoptando la misma actitud decidida que tenía en la fábrica.
Masako se fué rauda a la cocina y volvió con los cuchillos para el sashimi
[2]
y la caja de herramientas donde guardaban el serrucho. Pensó que también necesitarían bolsas de basura donde depositar los trozos que fueran cortando. Contó las que tenía: casi cien. Las había comprado en el supermercado del barrio, pero eran las que recomendaba el ayuntamiento, por lo que sería casi imposible seguir la pista de su origen.
—Maestra, ¿qué te parece si lo ponemos todo en doble bolsa y hacemos cincuenta paquetes?
—Si es así, propongo cortar primero las articulaciones y después desmenuzarlo todo —dijo Yoshie mientras comprobaba el filo de su cuchillo.
La mano le temblaba ligeramente. Masako pasó los dedos por debajo de la nuez de Kenji, buscando la vértebra cervical y, sin pensárselo dos veces, clavó su cuchillo. En seguida se topó con el hueso y, al intentar cortar la carne circundante, empezó a brotar una gran cantidad de sangre oscura. Sorprendida, dejó de mover el cuchillo.
—Debo de haber topado con la carótida.
—Seguro.
En pocos segundos, la tela encerada se convirtió en un mar de sangre. Masako se apresuró a tirar del tapón y dejó que el líquido espeso empezara a colarse por el desagüe. Al pensar que la sangre de Kenji se deslizaba por el mismo agujero que el agua del baño, sintió un escalofrío. Al poco rato, sus guantes quedaron tan pringados que le resultaba imposible mover los dedos. Yoshie cogió la manguera, la conectó al grifo y la ayudó a lavarse las manos. Sin embargo, la atmósfera del baño había quedado impregnada por un intenso olor a sangre.
Le resultó relativamente fácil cortar el cuello con el serrucho. Cuando la cabeza cayó con un ruido sordo, el cuerpo de Kenji se convirtió en un objeto desfigurado. Masako puso una bolsa dentro de otra, introdujo en ellas la cabeza y la dejó encima de la tapa que cubría la bañera.
—Será mejor que drenemos la sangre —dijo Yoshie al tiempo que levantaba el cuerpo descabezado por las piernas.
Por el agujero de la tráquea se veía la carne viva; la sangre aún manaba de las arterias seccionadas. Al ver ese espectáculo, a Masako se le puso la piel de gallina. Aun así, se sorprendió al comprobar que estaba bastante serena. Lo único que quería era terminar cuanto antes. Concentrar su atención en cada uno de los pasos del proceso le ayudaba a controlar los nervios. Quizá el miedo consistiera en eso.
A continuación le cortó las piernas de cuajo.
—Parece un pollo —musitó Yoshie mientras el cuchillo se abría paso entre las diferentes capas de grasa amarillenta.
Al llegar al fémur, Masako puso el pie izquierdo sobre el muslo de Kenji y lo cortó como si se tratara de un tronco. A pesar de que le llevó bastante tiempo, seccionarle las piernas le resultó más fácil de lo esperado. No obstante, en el momento de cortar los hombros le entraron dudas sobre dónde practicar las incisiones. El hecho de que el cuerpo estuviera rígido no la ayudó en absoluto. Varias gotas de sudor le perlaron la frente.
—Espabila, mi suegra no tardará mucho en despertarse.
—Ya lo sé —repuso Masako—. ¿Por qué no me ayudas un poco?
—Sólo tenemos un serrucho.
—Debería haberte pedido que trajeras uno.
—Entonces no hubiera venido —le aseguró Yoshie.
—Tienes razón —dijo Masako, reprimiendo una sonrisa.
Sin duda, la conversación que mantenían mientras descuartizaban al pobre Kenji tenía algo de absurdo. Ambas se miraron unos segundos, con el cadáver en medio y las manos ensangrentadas colgándoles a los lados.
—¿Cuándo recogen la basura en tu barrio? —inquirió Masako.
—Mañana, los jueves.
—Aquí también. Mañana no debe quedar ni rastro. Tendremos que repartirnos las bolsas.
—No podré llevarme tantas.
—Te acercaré en coche.
—¿No crees que si alguien ve un coche rojo por el barrio con alguien tirando bolsas de basura no le parecerá un poco sospechoso? —preguntó Yoshie—. Ya sabes que todo el mundo está muy pendiente de los puntos de recogida.
—Tienes razón —admitió Masako con una mueca, al darse cuenta de que deshacerse del cadáver no iba a ser tan fácil como había creído.
—Acaba con esto —la apremió Yoshie—, y luego ya pensaremos en cómo deshacernos de él.
—De acuerdo —dijo Masako cogiendo el serrucho y empezando a cortar un hombro.
En cuanto terminó con los brazos, se ocupó de las vísceras. Masako cogió un cuchillo para sashimi e hizo una profunda incisión desde la base del cuello hasta la entrepierna. Cuando llegó a los intestinos, el baño quedó inundado por el hedor que desprendía el contenido en descomposición del estómago de Kenji mezclado con el alcohol que había ingerido la noche anterior. Las dos mujeres contuvieron la respiración.
—¿Lo arrojamos por el desagüe? —propuso Masako haciendo una señal a Yoshie para que levantara el tapón.
Sin embargo, como se arriesgaban a que se atascara la tubería, cambió de idea y empezó a introducir el contenido del estómago en otra bolsa.
En ese momento sonó el interfono. Se quedaron de piedra. Eran más de las diez y media.
—¿No será tu marido o tu hijo? —quiso saber Yoshie nerviosa.
Masako negó con la cabeza.
—No lo creo.
—Pues hagamos como si no hubiera nadie.
El interfono sonó varias veces, hasta que finalmente se hizo el silencio.
—¿Quién sería? —preguntó Yoshie sin disimular su preocupación.
—Quizá algún vendedor —aventuró Masako—. Si alguien pregunta, diré que estaba durmiendo.
Cogió el serrucho, que estaba lleno de grasa, y siguió con su trabajo infernal. No había vuelta atrás.
Mientras Masako y Yoshie emprendían la tarea de descuartizar el cadáver, Kuniko Jonouchi erraba con su coche por el barrio de Higashi Yamato. No tenía adonde ir ni nada que hacer, y se sentía desesperada, algo inhabitual en ella. Detuvo el coche en la rotonda delante de la estación, donde habían puesto un nuevo surtidor. La inutilidad del surtidor en esa mañana lluviosa casaba perfectamente con su estado de ánimo. Esos raros momentos en que era consciente de su situación la incomodaban sobremanera.
Lanzó varias miradas nerviosas a la cabina de teléfono que había al otro lado de la valla de una obra. Había decidido llamar a Masako para pedirle dinero. El carácter retraído de su compañera le daba un poco de miedo, pero en ese momento no le quedaba otra opción. Necesitaba el dinero ya.
Kuniko bajó del automóvil y abrió el paraguas. En ese instante, un autobús aparcado detrás de su coche hizo resoplar sus frenos. El conductor bajó la ventanilla y le espetó que estaba prohibido estacionar ahí.
«Déjame en paz, imbécil», pensó Kuniko, pero incluso los insultos carecían de fuerza esa mañana. Se metió de nuevo en su triste y empapado Golf, le dio al contacto y empezó a circular de nuevo. Al poco tiempo se encontró en un nuevo atasco, sin posibilidad de detenerse en una cabina para telefonear.
¿Qué podía hacer?, pensó mientras intentaba ver dónde estaba a través del cristal empañado. El desempañador estaba averiado. Suspiró profundamente, desesperada por su falta de planes.
Al volver del trabajo por la mañana no había encontrado a Tetsuya en la cama. Era obvio que había pasado la noche fuera de casa, a buen seguro enfadado por la pelea del día anterior. Le era indiferente. Por ella, como si no volvía a dar señales de vida. Decidió irse directamente a la cama y, justo cuando empezaba a coger el sueño, sonó el teléfono. Eran las siete. Kuniko respondió a la llamada de mal humor.
—¿La señora Kuniko Jonouchi? —preguntó una voz masculina al otro lado del hilo—. Siento llamarla a estas horas.
—¿Qué desea?
—Le llamo del Million Consumers Centre —le anunció el hombre. Kuniko tuvo que ahogar un grito. ¿Cómo podía haber olvidado algo tan importante? El hombre prosiguió con su educada cháchara—. Quizá se le ha olvidado que ayer, día veinte, se cumplía el plazo máximo para hacer efectivo el pago. Al parecer, todavía no hemos recibido su transferencia. Creo que tiene presente el importe, pero por si acaso se lo recuerdo: se trata del cuarto pago, que asciende a cincuenta y cinco mil doscientos yenes. Si no recibimos hoy la transferencia, tendremos que aplicarle una penalización y enviar a un cobrador a su domicilio. Esperamos su colaboración.
La llamada era de una agencia de crédito del barrio. Hacía algunos años que Kuniko tenía problemas de dinero a causa del crédito del coche y de las tarjetas. El año anterior asumió que no alcanzaba a rebajar el importe del capital del crédito y que sólo podía satisfacer los intereses. Y después había empezado a tener dificultades para pagar los intereses, de modo que decidió solicitar un crédito al consumo en una agencia. Y cuando ésta empezó a perseguirla, encontró todas las puertas cerradas. Sus deudas se habían multiplicado por dos en poco tiempo, y tanto los bancos como la agencia la amenazaban con incluirla en su lista de morosos.
Por si fuera poco, todo se complicó aún más el día en que hizo caso a una vendedora que la había abordado en la calle preguntándole si tenía problemas para pagar sus deudas. Era una mujer simpática, mayor que ella, con una proposición irrechazable: tan sólo mostrando su carnet de conducir y dando el nombre de la empresa de Tetsuya le había prestado trescientos mil yenes. Con esa cantidad había conseguido pagar los intereses bancarios y de la agencia de crédito, pero no se había percatado de que el nuevo préstamo llevaba asociado un interés del 40 por ciento; cuando finalmente consiguió reunir los trescientos mil yenes con la ayuda de Tetsuya, la mujer le comunicó que la deuda ascendía a quinientos mil.
Kuniko abrió la caja de galletas donde guardaban el dinero para los gastos de casa, pero no encontró más que monedas sueltas. Lo habían gastado todo en pocos días. Preocupada, sacó su cartera del bolso imitación Gucci y la abrió. Estaban casi a final de mes, y ni siquiera tenía veinte mil yenes. Tenía que encontrar a Tetsuya para pedirle dinero. «¿Dónde se habrá metido?», pensó al tiempo que buscaba en la agenda el teléfono de su empresa. Marcó el número, pero nadie contestó. Era demasiado pronto. Y, aunque contestaran, Tetsuya se las apañaría para no ponerse al teléfono. Kuniko estaba cada vez más nerviosa. Si no pagaba ese mismo día, le enviarían a un individuo con pinta de mafioso. A pesar de su aspecto de chica fuerte, era una cobarde y temía la visita de un individuo de esa calaña.
Entró rauda en el dormitorio y abrió el último cajón de la cómoda, con la esperanza de encontrar los ahorros que Tetsuya guardaba entre la ropa interior. Rebuscó entre medias y sujetadores, pero no encontró nada.
Impulsada por una desagradable sospecha, abrió todos los cajones y el armario y descubrió que la ropa de su compañero había desaparecido. En ese momento cayó en la cuenta de que Tetsuya había cogido sus pertenencias, arramblado con todo el dinero y se había esfumado.
Sin poder conciliar el sueño, Kuniko se subió al coche y se acercó al cajero automático que había en la estación para comprobar el montante de la cuenta que tenían en común: estaba a cero. Sin duda se trataba de otra treta de Tetsuya. A ese paso, no le alcanzaría ni para pagar el alquiler. Volvió al automóvil tirándose de los pelos.
Finalmente pudo salir del atasco, giró a la izquierda en un semáforo y llegó a una calle flanqueada por viejas casas de protección oficial, de una sola planta. Vio una cabina telefónica nueva que llamaba la atención en ese lugar. Dejó el coche a un lado y, sin molestarse en coger el paraguas, se acercó a la cabina.
—¿Es la Farmacéutica Max? —preguntó—. Querría hablar con Jonouchi, del departamento de ventas.
No esperaba en absoluto la respuesta que recibió.
—Jonouchi dejó su puesto el mes pasado.
Kuniko siempre había considerado que Tetsuya era un incompetente, pero esta vez la había engañado. Desesperada, tiró al suelo la vieja agenda y empezó a pisotearla con sus suelas gastadas. Algunas hojas revolotearon en el interior de la cabina. Presa de furia, colgó el auricular con todas sus fuerzas.
Evidentemente, esa demostración de fuerza no la calmó. «Mierda —pensó—. ¿Qué puedo hacer? Si vienen hoy, ¿dónde me escondo?» Sólo le quedaba Masako, decidió. Esa mañana Yoshie había dicho que Masako le iba a prestar dinero, de modo que no había nada malo en que ella también le pidiera. En caso de que Masako se negara, sería una señal inequívoca de lo mal que le caía. Kuniko era tan egocéntrica que llegó a la conclusión de que Masako estaría dispuesta a prestar dinero a cualquiera que se lo pidiera.