Volvió a poner la tarjeta en la ranura y marcó el número de Masako, pero al parecer el teléfono se había averiado. Cada vez que lo intentaba, la cabina le escupía la tarjeta. Kuniko chascó la lengua y desistió de hacer la llamada. En lugar de telefonear, iría directamente a casa de Masako, que no quedaba muy lejos de allí. Sólo había estado una vez, pero estaba segura de que la encontraría fácilmente. Una vez en el coche, desplegó un gran mapa y cogió la autopista Shin Oume.
La casa prefabricada de Masako era pequeña, pero aun así Kuniko la envidiaba. Sin embargo, teniendo en cuenta la ropa desastrada que vestía Masako, no podía ser nada del otro mundo. Esa idea la consoló, aun cuando era ella quien había acudido a pedirle dinero.
Justo enfrente de la casa había un solar en el que estaba previsto construir viviendas. Kuniko estacionó el coche delante de un montón de arcilla y atravesó la calle. En el portal vio una bicicleta que le resultó familiar. Era la de la Maestra. Kuniko supuso de inmediato que Yoshie había acudido a casa de Masako para recoger el dinero. Sin embargo, pensó que quizás Yoshie no lo necesitara para ese mismo día y que Masako podría dejárselo a ella primero. Así pues, decidió dar el paso y plantear esa posibilidad a sus compañeras.
Llamó al interfono pero no obtuvo respuesta. Llamó varias veces, pero en la vivienda reinaba el silencio. Imaginó que quizá habían salido, pero tanto el Corolla de Masako como la bicicleta de Yoshie estaban en el porche. Era muy raro. Tal vez estuvieran durmiendo, pensó entonces, consciente de que también ella tenía sueño. De pronto recordó que Yoshie tenía que cuidar de su suegra inválida, por lo que no podía permitirse quedarse dormida en cualquier lugar.
Con cierto resquemor, rodeó la casa con el paraguas en la mano. Desde el jardín vio lo que parecía el comedor, a oscuras y en silencio. Sin embargo, al final del pasillo había una luz encendida. Probablemente, al estar en esa estancia no habían oído el interfono.
Regresó al porche y, rodeando la casa en sentido contrario, llegó a lo que parecía un baño, en la parte trasera. La luz estaba encendida y oyó a Masako y Yoshie hablar en voz baja. ¿Qué estarían haciendo? Pasó la mano entre los barrotes metálicos y golpeó el cristal.
—¡Eh! ¡Soy Kuniko! —gritó. Las voces al otro lado del cristal cesaron de inmediato—. He venido a pedirte un favor. Está también la Maestra, ¿verdad?
Después de otro silencio, la ventana se abrió y Masako se asomó enfadada.
—¿Qué quieres?
—Tengo que pedirte un favor —respondió Kuniko con su tono de voz más agradable.
Tenía que convencer a Masako para que le prestara dinero, como mínimo cincuenta y cinco mil doscientos yenes, y a poder ser algo más para llegar a fin de mes.
—¿Qué favor?
—Desde aquí es un poco incómodo —dijo Kuniko.
Se giró para mirar la casa de al lado, a escasos centímetros de su espalda. Estaba justo frente a una ventana de lo que probablemente fuera un retrete.
—Ahora estoy ocupada —repuso Masako irritada—. Habla.
—Pues... —empezó Kuniko, pero se calló, intrigada por lo que Masako y Yoshie pudieran estar haciendo en el baño. Notó un ligero olor a podrido, pero cuando olfateó el ambiente Masako se apresuró a cerrar la ventana—. ¡Un momento, Masako! —gritó desesperadamente para que su compañera la escuchara—. Me he metido en un lío tremendo.
—De acuerdo —dijo Masako en voz baja, para que no la oyeran los vecinos—. Ve a la puerta. En seguida te abro.
Kuniko se sentía satisfecha por haber convencido a Masako, pero también intrigada por algo raro que había entrevisto antes de que la ventana se volviera a cerrar. Parecía un pedazo de carne. Quizá estuvieran cortando una pieza de ternera o de cerdo. Aun así, era muy grande y no entendía qué demonios estaban haciendo en el baño. Además, Yoshie no había salido a saludarla y Masako se comportaba de una forma extraña.
Kuniko se plantó delante de la puerta sin dejar de preguntarse qué estaría pasando; Masako no apareció. Cansada de esperar, volvió a rodear la vivienda hasta la ventana del baño. Oyó un leve murmullo de agua. Al parecer estaban lavando algo. Y volvían a hablar en susurros. Kuniko decidió que debía descubrir en qué andaban metidas. Aquello olía a dinero.
Al oír que Masako salía del baño, se apresuró a volver a la puerta de entrada y esperó con cara de inocencia. Finalmente apareció Masako, vestida con un polo y pantalones cortos. Llevaba el pelo recogido en una cola enmarañada y la expresión de su rostro parecía más despiadada que la que recordaba de hacía unas horas, al salir de la fábrica. Kuniko la miró acobardada.
—¿Qué pasa?
—¿Puedo entrar?
—¿Qué quieres? —insistió Masako, imperturbable.
—Es que aquí es un poco incómodo... —esgrimió Kuniko esforzándose por ser amable.
—De acuerdo —accedió Masako a regañadientes.
Al entrar, Kuniko miró a su alrededor. El recibidor no era muy amplio pero estaba ordenado. Sin embargo no había ni un solo cuadro, ni una sola flor. Esa austeridad casaba muy bien con la personalidad de Masako.
—¿Qué quieres? —le preguntó plantándose frente a ella para evitar que pudiera adentrarse más en la vivienda o ver lo que había más allá del recibidor.
Al comprobar que Masako la trataba con arrogancia, Kuniko notó crecer en su interior un ligero odio hacia ella.
—Bueno... ¿podrías prestarme algo de dinero? Olvidé que ayer tenía un pago pendiente y estoy sin blanca.
—¿Y tu compañero?
—Ha cogido todo lo que teníamos y se ha largado.
—¿Que se ha largado? —repitió Masako.
Al ver que la expresión de Masako se relajaba, Kuniko volvió a sentir una punzada de odio. Sin embargo, trató de reprimirse y se limitó a mirar al suelo.
—Pues sí. Y no sé dónde se ha metido. No sé qué hacer.
—Vaya. ¿Cuánto necesitas?
—Cincuenta mil. Bueno, puedo apañármelas con cuarenta mil.
—No los tengo aquí. Tendré que ir al banco.
—¿Te importa? —dijo Kuniko—. Te estaría muy agradecida.
—Ahora mismo no puedo.
—Pero le has dejado dinero a la Maestra, ¿no es verdad? —insistió Kuniko.
Masako frunció el ceño.
—Perdona mi franqueza, pero ¿me lo vas a devolver?
—Claro que sí —aseguró Kuniko.
Masako se quedó pensativa, con una mano en la barbilla. Kuniko dio un respingo al ver que sus uñas estaban manchadas con lo que parecía un rastro de sangre.
—Hoy me es imposible —dijo Masako finalmente—. Si puedes esperar a mañana...
—Mañana es demasiado tarde. Si no pago hoy, me enviarán un cobrador.
—En eso no puedo ayudarte...
Kuniko no dijo nada. Masako tenía razón, pero sus palabras eran excesivamente duras.
De repente escucharon la voz de Yoshie.
—Ya sé que no es asunto mío, pero deberías prestarle el dinero. Al fin y al cabo, es nuestra compañera.
Masako se volvió enfurecida no tanto por las palabras de Yoshie como por el hecho de que hubiera salido de donde estaba. Yoshie llevaba puesta la misma ropa que usaba en la fábrica; tenía ojeras y parecía exhausta.
Al percibir que querían ocultarle lo que estaban haciendo, Kuniko vio una buena oportunidad para contraatacar.
—Por cierto, ¿qué hacíais? —Masako no respondió y Yoshie desvió la mirada—. ¿Qué hacíais en el baño? —insistió Kuniko.
—¿Tú qué crees? —repuso Masako sonriendo levemente y clavando la vista en Kuniko, a quien se le puso la piel de gallina.
—Ni idea.
—¿Has visto algo?
—Sí, bueno... un pedazo de carne...
—Pues ven. Voy a enseñártelo.
Yoshie puso alguna objeción, pero Masako agarró con fuerza a Kuniko por la muñeca. Una parte de ella sintió la necesidad de echar a correr, mientras que la otra se moría de ganas por ver lo que hacían en el baño, especialmente si había dinero que ganar.
—¿Qué haces? —dijo Yoshie tirando a Masako del brazo—. ¿Estás segura?
—Claro que sí. Nos ayudará.
—No lo creo —repuso Yoshie.
—¿En qué os tengo que ayudar, Maestra? —preguntó Kuniko.
Yoshie no respondió. Se quedó mirando al suelo con los brazos cruzados, mientras Masako hacía ademán de arrastrarla por el pasillo. Al llegar a la puerta del baño, Kuniko vio un brazo en el suelo, bajo una luz cegadora y estuvo a punto de desmayarse.
—¿Qué es eso?
—El marido de Yayoi —reveló Masako mientras expelía el humo del cigarrillo que acababa de encender.
Al recordar la sangre seca en las uñas de Masako y el olor que había notado desde fuera, Kuniko se echó las manos a la boca para no vomitar ahí mismo.
—¿Por qué? ¿Por qué? —murmuró, sin dar crédito a lo que estaba viendo.
Quizá lo hubieran orquestado para asustarla, como en una casa encantada.
—Yayoi lo ha matado —dijo Yoshie con un suspiro.
—¿Y qué estáis haciendo con él?
—Nos estamos ocupando de él —explicó Masako, como si fuera obvio—. Es un trabajo más.
—Esto no es ningún trabajo —replicó Kuniko.
—Claro que lo es —aseguró Masako—. Si quieres dinero, ayúdanos.
Al oír la palabra «dinero», Kuniko cambió de opinión.
—¿Y cómo puedo ayudaros?
—Nosotras lo cortamos y lo ponemos en bolsas, y tú te encargas de tirarlas —propuso Masako.
—¿Sólo tirarlas?
—Sí.
—¿Y cuánto saco?
—¿Cuánto quieres? Hablaré con Yayoi. A cambio, no deberás decírselo a nadie.
—De acuerdo.
En cuanto aceptó, Kuniko se dio cuenta de que acababa de caer en la trampa que Masako le había tendido para cerrarle la boca.
Al salir de la fábrica, Yayoi Yamamoto abrió el viejo paraguas rojo, se subió a la bicicleta y empezó a pedalear.
La luz que se filtraba a través del paraguas teñía sus brazos de un vivo tono rosado. Quizá sus mejillas también desprendían el lustre rojizo de una muchacha, pensó Yayoi. Sin embargo, en contraste con el aura de color rosa que la acompañaba mientras avanzaba lentamente en su bicicleta, el resto del mundo adoptaba un tono más apagado. El asfalto mojado, los árboles con su nuevo follaje a ambos lados de la calle y las casas aún dormidas con las contraventanas cerradas proyectaban una sombra negruzca.
El paraguas creaba una burbuja rosa, pero todo a su alrededor era sombrío y deprimente. De alguna manera, ésa era la imagen de lo que le esperaba después de haber matado a su marido.
Yayoi recordaba perfectamente cómo había acabado con la vida de Kenji, pues, al fin y al cabo, lo había hecho con sus propias manos. Sin embargo, la idea de que Kenji simplemente había desaparecido tomaba cada vez más fuerza: llevaba tanto tiempo siendo una mera presencia en casa que le resultaba más fácil creer esa fantasía que la realidad.
El paraguas empezaba a pesar a causa de la lluvia que había absorbido. Cuando Yayoi bajó el brazo un instante para descansar, el mundo de color rosa desapareció y las pequeñas casas que la rodeaban recobraron su aspecto habitual. La lluvia caía suavemente, mojándole la cara y el pelo. La embargó la sensación de que había vuelto a nacer y sintió brotar un coraje renovado en su interior.
Al llegar a la esquina del callejón donde vivía, recordó que la noche anterior había esperado a Masako en ese mismo lugar. Nunca olvidaría el hecho de que su compañera hubiera aceptado lo ocurrido y se ofreciera a ayudarla. Ahora estaba dispuesta a hacer lo que fuera por Masako, sobre todo porque era ella quien había asumido la desagradable tarea de deshacerse del cadáver.
Yayoi abrió la puerta y entró en casa. Quizá la presencia de los niños le hizo sentir más intensamente el olor del hogar, que le recordaba al de un perrito tumbado al sol. Ahora la casa les pertenecía a ella y a los niños. Kenji no iba a volver, si bien debía ir con cuidado para no dar a entender que ya lo sabía. Le preocupaba desempeñar de forma convincente el papel de esposa desesperada.
Sin embargo, sintió un cosquilleo al recordar la imagen del cuerpo sin vida de Kenji tumbado en el recibidor.
«El muy imbécil se lo tenía bien merecido», pensó. Nunca antes había utilizado ese lenguaje. Pero tampoco había ido nunca de caza, por lo que no entendía muy bien la sensación que se experimentaba al abatir un animal en el bosque. Quizá era realmente así.
Finalmente consiguió serenarse y, mientras se ponía las zapatillas, echó un vistazo al recibidor para comprobar que no había quedado ni rastro de Kenji. Entonces se le ocurrió que no recordaba el calzado que llevaba su marido. Al abrir el armario comprobó con alivio que faltaba el par de zapatos nuevos: al menos Masako no había tenido que cargar con un par viejo y sucio.
A continuación se asomó a la habitación y se alegró al ver que los niños aún dormían. Mientras cubría al más pequeño con la manta, sintió remordimientos por haberles dejado sin padre.
—Pero papá ya no era el de antes —murmuró.
En ese momento, se dio cuenta de que Takashi, el mayor, estaba despierto. La buscaba parpadeando con ansiedad. Yayoi se le acercó y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Ya estoy en casa —dijo en voz baja—. No pasa nada. Duerme, cariño.
—¿Papá también está? —preguntó el niño.
—Todavía no —mintió Yayoi.
Takashi miró unos segundos a su alrededor, pero Yayoi le siguió acariciando la espalda hasta que se durmió. Pensando en lo que le esperaba, decidió que lo mejor sería dormir un poco. Dadas las circunstancias, no sabía si lo conseguiría, pero al acariciar el morado que tenía en el estómago el sueño la venció.
—Mamá, ¿dónde está Milk?
Yayoi despertó de repente cuando su hijo pequeño, Yukihiro, se puso a botar sobre su futón. Le costó dejar atrás los sueños y volver a la realidad. Abrió los ojos y echó un vistazo al reloj. Eran más de las ocho. Los niños tenían que estar en la guardería antes de las nueve. Se levantó del futón; aún estaba vestida y sus ropas estaban impregnadas de sudor.
—Mamá, Milk no está —insistió Yukihiro.
—Andará por ahí —respondió Yayoi mientras recogía el futón.
Al repasar los acontecimientos de la noche anterior, consiguió recordar que Milk había desaparecido por la rendija de la puerta cuando vio lo que ella había hecho con Kenji. Le extrañó que algunos detalles empezaran a resultarle borrosos, como si hiciera mucho tiempo que habían sucedido.
—Te he dicho que no está —insistió el niño entre sollozos.