Finalmente llegó al parking de la fábrica. Vio el Golf de Kuniko, atravesado en la plaza de siempre. Debía de haber ido sola hasta la fábrica para no llegar tarde. Masako se bajó del coche, encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Esa noche, por primera vez, no notó el olor a frito ni a humo. Quizá también ella estuviera nerviosa.
Rodeó el coche hasta la parte trasera y se quedó mirando el maletero. Allí dentro había un cadáver del que tenía que deshacerse a la mañana siguiente. Se encontraba en una situación que no había imaginado ni en sueños, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de las direcciones que podía emprender su propia vida. Visto así, podía entender el sentimiento de liberación que se había apoderado de Yayoi.
Comprobó que el maletero estuviera bien cerrado y, con el cigarrillo en la mano, echó a andar por el camino que llevaba a la fábrica. No tenía mucho tiempo. Esa noche tenía que hacer todo lo posible para no llamar la atención. Sin embargo, justo a la altura de la fábrica abandonada que quedaba a la izquierda del camino, un hombre con gorra emergió de la oscuridad y la cogió del brazo. Sorprendida, aunque intentando mantener la calma, se dio cuenta de que había olvidado por completo la amenaza del pervertido. Sin apenas tiempo para gritar, el hombre la empujó con fuerza hacia el edificio en ruinas.
—¡Basta! —gritó Masako.
Su voz aguda desgarró la oscuridad.
Asustado, el hombre le tapó la boca con la mano derecha e intentó tirarla al suelo, entre la espesa hierba que crecía al lado camino. Masako aprovechó su altura para sacudirse el brazo que la tenía cogida por el hombro y, blandiendo el bolso, consiguió deshacerse de la mano que le tapaba la boca. Aun así, el hombre seguía sujetándola con el brazo izquierdo, empujándola hacia el suelo. Tal y como había dicho Kuniko, no era muy alto, pero sí muy robusto, y olía a colonia.
—¡Déjame! —exclamó Masako—. ¡Hay muchas mujeres más jóvenes que yo!
Fue entonces cuando notó que el hombre dudaba y aflojaba la presión con que le sujetaba el brazo. Segura de que se trataba de uno de los empleados de la fábrica que la conocía de vista, Masako intentó deshacerse de él y volver al camino. El individuo reaccionó con rapidez y se plantó delante de ella para cortarle el paso. Masako recordó que en la zona había una alcantarilla cubierta de hormigón. Evitando caer en uno de los respiraderos, se alejó del hombre poco a poco, sin dejar de mirarlo. No podía distinguir sus facciones, pero sí entrevió que sus ojos oscuros brillaban bajo la visera a la luz rojiza de la luna.
—Eres Miyamori, ¿verdad? —se aventuró Masako, lanzando el primer nombre que le pasó por la cabeza—. Eres Kazuo Miyamori —insistió al ver que el hombre dudaba—. Si me dejas, no se lo diré a nadie. Hoy no puedo llegar tarde. Si quieres, podemos vernos otro día. De veras. —El hombre tragó saliva, sin saber cómo reaccionar ante la propuesta de Masako—. Por favor, déjame —insistió—. Podemos quedar otro día. A solas.
—¿De verdad? —preguntó el hombre en un japonés con acento. Por la voz, Masako confirmó que, en efecto, se trataba de Miyamori—. ¿Cuándo?
—Mañana por la noche. Aquí mismo.
—¿A qué hora?
—A las nueve.
En lugar de responder, el hombre la abrazó y le dio un beso en los labios. Apretujada contra su cuerpo, duro como una roca, a Masako se le cortó la respiración. Sus piernas se enredaron y ambos cayeron chocando con gran estruendo contra la oxidada persiana metálica del muelle de carga de la fábrica. El hombre quedó aturdido y miró a su alrededor. Masako aprovechó la situación para deshacerse de él, recogió su bolso y se puso de pie. Al hacerlo, tropezó con un montón de latas vacías y a punto estuvo de volverse a caer.
—¡Búscate a una más joven! —exclamó furiosa.
El hombre bajó los brazos y la miró sorprendido. Ella se secó la saliva de los labios con el dorso de la mano y empezó a abrirse paso entre las altas hierbas.
—Mañana te estaré esperando —dijo el hombre en voz baja, con un tono suplicante.
Sin volverse, Masako saltó la alcantarilla y echó a correr por el camino. ¿Cómo le podía haber pasado algo así, justamente el día en que tenía que extremar las precauciones? Su error acrecentó su sentimiento de rabia y frustración. Y por si fuera poco, el violador era Kazuo Miyamori. Al recordar que la noche anterior la había saludado, su sangre bulló de indignación.
Subió la escalera de la fábrica mientras intentaba desenredar su pelo enmarañado. Komada, el encargado de seguridad e higiene, estaba a punto de irse.
—Buenas noches —dijo Masako.
Komada se volvió sorprendido al oír su voz entrecortada.
—¡Venga, rápido! —la apremió—. Eres la última. —Mientras le pasaba el rodillo quitapelusas por la espalda, Masako le oyó reír por primera vez desde hacía mucho tiempo—. ¿Qué has hecho? Llevas la espalda muy sucia.
—Me he caído.
—¿De espaldas? Vaya... No te habrás hecho daño en las manos, ¿verdad?
Estaba prohibido manipular los alimentos si había el menor rasguño. Masako se apresuró a mirar sus manos: tenía tierra entre las uñas, pero ninguna herida. Aliviada, negó con la cabeza.
Nadie debía saber de su encuentro con el violador. Sonrió vagamente y se fue directa al vestuario, donde ya no había nadie. Se puso la ropa de trabajo a toda prisa, cogió un gorro y un delantal y pasó por el lavabo. Al mirarse en el espejo, vio que el labio le sangraba. «Mierda», dijo para sí mientras se enjuagaba la boca. También descubrió un morado en el brazo izquierdo, probablemente fruto de verse arrastrada por la hierba. No quería ver ni rastro de ese hombre sobre su cuerpo. Le entraron ganas de desnudarse para comprobar que no le hubiera dejado otra señal, pero si lo hacía llegaría tarde y quedaría constancia del retraso en su ficha. Intentó reprimir su rabia, pero al recordar las palabras de Miyamori diciéndole que a la noche siguiente estaría esperándola, se dio cuenta de que no podía quejarse y se enfureció.
Se lavó bien las manos y bajó a la planta. Según el reloj eran las once y cincuenta y nueve minutos. Había llegado justo a tiempo, aunque era más tarde de lo que solía fichar. Definitivamente, no era su mejor noche.
Los empleados estaban en fila delante de la puerta que daba acceso a la planta de envasado, preparados para someterse al proceso de esterilización de brazos y manos. Yoshie y Kuniko se volvieron para saludarla. Masako les devolvió el saludo, y de repente vio a Yayoi a su lado, con el gorro y la máscara puestos.
—Llegas tarde —le dijo en voz baja—. Me tenías preocupada.
—Lo siento.
—¿Ha pasado algo? —se interesó Yayoi mirándola a los ojos.
—No, nada —respondió Masako—. ¿Cómo te ha ido a ti? No tenías ningún rasguño en las manos, ¿verdad? Lo consignan todo.
—Tranquila —dijo Yayoi mirando al interior de la fábrica, que les esperaba como un gran frigorífico—. Me siento más fuerte —añadió, pero a Masako no le pasó desapercibido el ligero temblor de su voz.
—Tienes que serlo —le dijo—. Es lo que has escogido.
—Ya lo sé.
Las dos cerraban la fila para pasar por la esterilización. Yoshie, que ya ocupaba su lugar al principio de la cinta, se volvió para instarles a que se apresuraran.
—¿Cómo piensas hacerlo? —murmuró Masako mientras ponía los brazos y las manos bajo el fuerte chorro de agua.
—Ni idea —dijo Yayoi.
Por primera vez desde lo sucedido, sus ojos hundidos parecían cansados.
—Pues a ver si se te ocurre algo —repuso Masako mientras echaba a andar hacia el principio de la cinta, donde Yoshie la esperaba—. Es cosa tuya.
Mientras atravesaba la nave, observó atentamente a los empleados brasileños, pero no había ni rastro de Kazuo Miyamori, lo que la reafirmó en su intuición.
—Gracias de nuevo —le dijo Yoshie.
—¿Por qué? —preguntó Masako sorprendida.
—Vaya... Me has dejado dinero, ¿no? Y además me lo has traído a casa. No sabes cuánto te lo agradezco. Te lo devolveré en cuanto cobremos.
Yoshie le propinó un suave codazo mientras le tendía una hoja en que se indicaba que debían preparar ochocientos cincuenta menús de ternera. Al pensar en los acontecimientos de la tarde, que parecían formar parte de un pasado lejano, Masako esbozó una amarga sonrisa. Había tenido un día muy largo.
—¿Te ha pasado algo? —inquirió Kuniko, que se ocupaba de pasarle las cajas a Yoshie.
—Lo siento. Se me ha hecho tarde.
—¿Ah sí? —dijo Kuniko—. Pues te he llamado justo antes de salir.
—Y no ha contestado nadie, ¿verdad? Seguro que ya había salido.
—Ya... Entonces has tardado mucho.
—Tenía que comprar algunas cosas —mintió Masako.
Kuniko no insistió, pero Masako sabía que su compañera no se había tragado su mentira. Debía ir con cuidado con Kuniko y su intuición.
Mientras se preparaba para poner la máquina en marcha, Yoshie miraba al otro lado de la cinta. Masako siguió su mirada y vio a Yayoi, que estaba de pie, abstraída en sus pensamientos. Su figura destacaba entre las otras, con las manchas de salsa marrón en los brazos y la espalda.
—¿Os pasa algo? —le preguntó Yoshie.
—¿Por qué lo preguntas?
—Yayoi está en las nubes, y tú has llegado tarde...
—Ayer también lo estaba —dijo Masako—. Más vale que empecemos a trabajar. Nakayama está al caer.
Los únicos puestos vacantes eran aquellos en los que el trabajo consistía en allanar la carne para ponerla sobre el arroz. Masako se dirigió hacia uno de esos puestos, mientras que Yoshie, renunciando a hacer más preguntas, puso la máquina en marcha. Primero pasaron la hoja con el pedido para que todo el mundo la leyera. A continuación el sistema automático que proveía a la cadena arrancó con un sonido seco: el primer bloque de arroz salió por la boca de acero inoxidable y cayó en la caja que Kuniko había pasado a Yoshie. Así empezó otra larga noche de trabajo.
Mientras preparaba los trozos fríos de ternera, Masako notó que alguien la miraba y alzó la vista. Yayoi ocupaba justo el otro lado de la cadena.
—¿Qué pasa?
—Si acabara así, nadie lo sabría, ¿verdad? —respondió Yayoi mirando los trozos de carne.
Sus ojos refulgían de un brillo extraño.
—Cállate —murmuró Masako mirando a las empleadas que tenía a ambos lados.
Por suerte, ninguna de las dos había oído el comentario de Yayoi. Masako le lanzó una mirada de reproche y, al darse cuenta de su error, Yayoi bajó los ojos, que se le llenaron de lágrimas. Al verla pasar de la euforia al llanto con tanta facilidad, Masako empezó a dudar de su capacidad para controlar la situación que se le venía encima. Sin duda, tendría que ayudarla.
Desde el interior de la fábrica, semejante a una inmensa caja de acero inoxidable, era imposible saber el tiempo que hacía en el exterior.
El turno acabó a las cinco y media, y mientras subían por la escalera arrastrando los pies, exhaustas, el empleado que iba a la cabeza anunció que estaba lloviendo. Masako imaginó el maletero de su Corolla bajo una intensa lluvia. Tenía que tomar una determinación lo antes posible.
—¿Tienes prisa? —le preguntó Yoshie mientras se quitaba la máscara y la utilizaba para limpiarse la grasa de los zapatos.
—¿Por qué lo preguntas? —repuso Masako mientras frotaba los costados de sus Stan Smith con su máscara.
—¿Por qué? Porque parece como si hubieras visto un fantasma.
Yoshie, que era baja y robusta, alzó los ojos para mirar a su compañera. Sin embargo, Masako ya había dejado sus zapatillas en uno de los compartimentos de la entrada y miraba hacia el cielo gris que se extendía al otro lado de la ventana. En contra de lo que había imaginado, en lugar de desencadenarse una tormenta, una fina lluvia mojaba la pista de pruebas de la fábrica de automóviles que había enfrente.
—Pareces preocupada, sólo quería saber si te pasaba algo —añadió Yoshie, sin darle más importancia.
—Me he metido en un buen lío —dijo Masako pensativa.
Yayoi quería deshacerse del cadáver de su marido, pero sería más prudente que volviera a casa e interpretara el papel de esposa preocupada. Eso suponía que ella iba a tener que ocuparse de Kenji, y sabía perfectamente que sería incapaz de sacarlo sola del maletero. Se quedó unos segundos observando el rostro fino y coqueto de Yoshie y, finalmente, dijo:
—Maestra, tengo que pedirte un favor.
—Pídeme lo que quieras —dijo Yoshie, siempre dispuesta a ayudar—. Ya sabes que estoy en deuda contigo.
Mientras se ponía en la cola para fichar, Masako pensó en cómo explicarle lo que había hecho Yayoi. De repente se acordó de ella y, mirando a su alrededor, la vio subiendo pesadamente la escalera, al final de la cola. En cambio, Kuniko se había apresurado y estaba a punto de salir. Seguro que había percibido que algo pasaba entre Masako y Yayoi y no le gustaba que la marginaran. Yoshie se unió a Masako en la cola.
—¿Puedes guardar un secreto? —le preguntó Masako.
—Claro —respondió Yoshie casi indignada—. ¿De qué se trata?
Incapaz de explicar lo sucedido, Masako fichó y se quedó unos segundos con los brazos cruzados.
—Te lo cuento más tarde —dijo finalmente—. A solas.
—Como quieras —aceptó Yoshie volviéndose para mirar el cielo.
Como iba y venía en bicicleta, debía de estar preocupada por la lluvia.
—No le digas nada a Kuniko, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ante la certeza de que se trataba de un asunto importante, Yoshie decidió no insistir. Cuando se disponían a salir al pasillo que conducía a la sala de descanso, oyeron la voz de Komada gritando a Yayoi.
—Yamamoto, haz el favor de lavar el uniforme. No pensarás obsequiarnos con una tercera noche con ese olor a salsa, ¿verdad?
Después de disculparse, Yayoi se quitó el gorro y se acercó a Masako. Los pelos le salían de la red en todas direcciones y tenía ojeras, pero aun así estaba incluso más guapa de lo habitual. Un chico teñido de rubio con pinta de estudiante se quedó mirando a Yayoi, que ya se había quitado el gorro y la máscara, sin disimular su sorpresa.
—Escúchame bien —le dijo Masako—. Vuelve a casa y no salgas en todo el día.
—Pero...
—La Maestra y yo nos ocuparemos de todo.
—¿La Maestra? —exclamó Yayoi dubitativa, mirando hacia el fondo de la sala—. ¿Se lo has contado?
—Todavía no. Sin embargo, no puedo trasladarlo yo sola —explicó Masako—. Si ella se niega, tendrás que ayudarme tú. Pero como eres la principal sospechosa, será mejor que te quedes en casa como si nada hubiera pasado.