Kuniko se arrepintió de haber llamado.
—¿Por qué no me prestas algo? Yayoi me ha dicho que espere.
—No puedo. Yayoi os pagará cuando esté más tranquila. Pero hasta entonces tendrás que apañártelas.
—Pero ¿cómo?
—Averígualo tú misma —le dijo Masako secamente.
Kuniko colgó mosqueada. Algún día le haría pagar toda su arrogancia, pero por lo pronto estaba indefensa ante ella. Dio un pisotón en el suelo para aliviar su frustración.
En ese preciso momento, sonó el interfono. Sorprendida, se encogió ante el temor de cualquier contacto con el mundo exterior. Hubiera querido sumergirse en un lodazal y pasarse el día escondida. Respirando aceleradamente, se cogió la cabeza con las manos.
El interfono volvió a sonar. Tal vez se tratara de la policía. Rezó para que no fuera Imai, el agente que la había interrogado hacía tres semanas. Creía que no le había dicho nada importante, pero no le había gustado el modo como la había mirado. ¿Qué haría si le decía que alguien había visto un Golf verde cerca del parque Koganei? Definitivamente, no quería verlo.
Tras decidir fingir que no estaba en casa, bajó el volumen del televisor. Al hacerlo, quien fuera que llamara empezó a golpear la puerta.
—¿Señora Jonouchi? Soy Jumonji, del Million Consumers Center. ¿Está en casa?
Kuniko respondió al interfono, desconcertada.
—Aún me quedan un par de días, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Jumonji aparentemente contento de haberla encontrado en casa—. He venido para hablarle de otro asunto.
—¿De qué?
—Le aseguro que no la voy a defraudar. ¿Puedo entrar un momento?
¿Qué querría? Abrió con una mezcla de cautela y curiosidad y vio a Jumonji plantado frente a la puerta, con una caja de pasteles en la mano. Vestía de forma más informal que de costumbre: llevaba puestas unas gafas de sol, unos pantalones caqui y una camisa hawaiana muy chillona con unas aves del paraíso sobre un fondo negro.
—¿Qué quiere? —quiso saber Kuniko, arrepentida de llevar puestos unos shorts que dejaban al descubierto sus gruesos muslos.
—Siento presentarme sin avisar, pero quería hablarle de algo —dijo Jumonji alargándole la caja.
Kuniko mostraba recelo, pero la sonrisa del joven acabó por desarmarla.
—Adelante—dijo finalmente.
Jumonji, que nunca había entrado en su piso, miró a su alrededor sin disimulo antes de sentarse a la mesa del comedor. Kuniko se apresuró a recoger las revistas esparcidas por el suelo.
—¿Probamos los pasteles? —propuso mientras dejaba sobre la mesa dos platos, dos tenedores y la última botella de té Oolong que quedaba en la nevera—. Si quiere preguntarme por el pago, pasado mañana lo haré efectivo —mintió.
—De hecho, no he venido por eso. Se trata de un asunto que me tiene muy intrigado.
Jumonji sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y ofreció uno a Kuniko, que lo aceptó gustosamente. Hacía días que debía racionar incluso el tabaco. Jumonji observó cómo lo encendía con su propio mechero y daba una larga calada.
—Si quiere, quédese el paquete.
—Gracias —aceptó ella dejando el paquete cerca.
—Parece que no le va muy bien...
—Pues no, tiene razón —dijo Kuniko bajando finalmente la guardia—. No sé nada de mi marido.
—Esta noche va a ir a la fábrica, ¿verdad? Por eso he venido sin previo aviso, para hablar con usted antes. Quería preguntarle acerca de la persona que firmó su aval, la señora Yamamoto. —Kuniko lo miró sorprendida. Él la observaba con las cejas arqueadas y una sonrisa agradable—. Al día siguiente, mientras leía el periódico, caí en la cuenta de que debía de ser la esposa del hombre a quien encontraron descuartizado en el parque. ¿No es así? Y desde entonces me he estado preguntando por qué accedió a firmar el aval con todo lo que le está pasando.
Jumonji hablaba muy bien.
—Porque se lo pedí. Trabajamos juntas y nos llevamos bien.
—Pero ¿por qué no se lo pidió a la señora Katori? Trabajó más de veinte años en una caja de crédito y sabe mucho del tema.
—¿En una caja de crédito? —repitió Kuniko, pues no tenía ni idea del pasado de Masako.
Ahora que lo sabía, podía imaginársela al fondo de una oficina bancaria, sentada frente a un ordenador.
—En definitiva, querría saber por qué escogió a la señora Yamamoto como avaladora.
—¿Y por qué quiere saberlo?
La pregunta de Kuniko era predecible. Jumonji sonrió y se pasó las manos por el pelo teñido de castaño.
—Por simple curiosidad.
—Se lo pedí a ella porque es una buena persona. Y Masako no lo es. Sólo por eso.
—¿Y no le importó pedírselo a pesar de que su marido había desaparecido?
—En ese momento no lo sabía.
—Es curioso que accediera a estampar su sello en el aval con todo lo que estaba pasando.
—Lo hizo porque es una buena persona.
—Muy bien. Pero entonces, ¿por qué la señora Katori retiró el aval?
—No tengo ni idea —admitió Kuniko.
Era obvio que Jumonji no había ido a visitarla por «simple curiosidad». Al comprender que se encontraba en peligro, sintió miedo.
—La señora Katori sí debía de saber que el señor Yamamoto había desaparecido —comentó Jumonji—, y debía de pensar que su amiga podría meterse en problemas si su nombre constaba en el contrato.
—No es eso. Lo anuló porque cree que soy idiota.
—¿Está segura? —preguntó él mientras cruzaba las manos en la nuca y miraba hacia el techo, como si le divirtiera jugar a los detectives.
Kuniko, por su parte, empezaba a sentirse a gusto en su compañía.
—Creo que probaré el pastel.
—Adelante. Seguro que está bueno. Se lo he preguntado a una jovencita.
—¿A su novia? —inquirió Kuniko con el tenedor en el aire y mirándolo a los ojos.
—No, no —negó Jumonji frotándose las mejillas para ocultar su rubor.
—Estoy segura de que usted debe de tener mucho éxito entre las jovencitas —insistió Kuniko.
—Se equivoca.
Kuniko se concentró en el pastel y abandonó su intento por descubrir qué era lo que había traído a Jumonji a su casa. Éste echó un vistazo a su reloj.
—Por cierto, ¿cuántos pagos le quedan? —preguntó repentinamente.
—Creo que ocho.
—Ocho. En total, unos cuatrocientos cincuenta mil yenes. Hagamos un trato: si me cuenta todo lo que sabe, le cancelo la deuda.
—¿Qué quiere decir?
—Pues eso: que no tendrá que devolver el dinero.
Kuniko se quedó pensativa, intentando imaginar qué pretendía Jumonji. De pronto se dio cuenta de que tenía un poco de nata en el labio.
—¿Todo lo que sé de qué? —preguntó mientras se pasaba la lengua por el labio.
—Sobre lo que hicieron.
—No hicimos nada —repuso manteniendo el tenedor con firmeza.
Sin embargo, en su cabeza la balanza con que lo sopesaba todo se había desequilibrado.
—¿Nada? —preguntó Jumonji—. ¿De veras? He hecho mis investigaciones y he averiguado que usted, Katori, Yamamoto y otra mujer son muy amigas. ¿Seguro que Yamamoto no les dio lástima y la ayudaron?
—¿Lástima?
—Exacto. Por el mal momento que estaba atravesando.
—No hicimos nada de nada —insistió Kuniko dejando el tenedor—. ¿En qué tendríamos que haberla ayudado?
—Usted misma me dijo que iba a cobrar un dinero, ¿no es así? —dijo Jumonji con una sonrisa—. ¿Tiene algo que ver con esto?
—¿Con qué?
—No disimule —dijo Jumonji, repitiendo la expresión que ella misma había utilizado hacía poco con Yayoi—. Con el asesinato de Yamamoto.
—Han detenido al propietario de un club de Shinjuku.
—Eso es lo que dicen los periódicos. Pero aquí hay algo que huele mal.
—¿Qué?
—Tres mujeres ayudando a su amiga.
—Ya le he dicho que nadie ha ayudado a nadie.
—Entonces, ¿por qué la señora Yamamoto aceptó avalar su crédito en un momento como ése? Mucha gente no lo haría aunque no tuviera nada por lo que preocuparse. Venga, cuénteme lo que sabe y le cancelo la deuda.
—¿Y qué va a hacer si se lo cuento? —dijo Kuniko casi sin darse cuenta.
Durante unos instantes, en los ojos de Jumonji brilló la luz del triunfo.
—No haré nada —aseguró—. Sólo quiero saciar mi curiosidad.
—¿Y si no le cuento nada?
—Pues tendrá que devolver su crédito. El próximo plazo vence pasado mañana, ¿verdad? Ocho pagos más, de cincuenta y cinco mil doscientos yenes cada uno. Puede pagarlos, ¿verdad?
Al recordar que estaba sin blanca, Kuniko se volvió a lamer los labios, pero la nata ya había desaparecido.
—¿Y cómo me demuestra que cancelará los pagos? —preguntó ella.
Jumonji abrió la carpeta que tenía en el regazo y sacó unos documentos doblados: era el pagaré de Kuniko.
—Lo romperé delante de usted —anunció.
Al instante, el fiel de la balanza interior de Kuniko se decantó por cancelar la deuda. Si se olvidaba de los pagos que debía a Jumonji, podría quedarse con el dinero que iba a darle Yayoi. Después de llegar a esa conclusión, la decisión fue fácil.
—De acuerdo. Se lo voy a contar.
—¿De veras? ¡Es perfecto! —exclamó con una sonrisa.
Sin embargo, su tono no delataba alegría.
El resto fue coser y cantar. Kuniko incluso se divirtió describiendo con pelos y señales cómo Masako y Yayoi la habían amenazado para que participara en sus horribles planes. Ya habría tiempo para pensar en las consecuencias. De momento, ella, poco amante de vivir aplazando sus caprichos, conseguía aplazar su sufrimiento.
Jumonji se sentó en un banco del pequeño parque que había en frente del bloque donde vivía Kuniko.
Se puso un cigarrillo en los labios; al sacar el encendedor del bolsillo de sus pantalones caqui se dio cuenta de que la mano le temblaba. Sonriendo para sí mismo, lo cogió con fuerza y encendió el cigarrillo. Al alzar los ojos tras la primera calada, vio el balcón del piso de Kuniko. Aparte del aparato del aire acondicionado, no había más que un amasijo de bolsas de basura negras. ¿Qué debían contener?
En el parque, una decena de niños de entre seis y ocho años jugaban a pillar a la luz del atardecer. Se perseguían como posesos, como si supieran que se acercaba la hora de volver a casa, el final de las vacaciones y el inicio de las clases y las actividades extraescolares. Salpicaban barro a su paso, y sus gritos le resonaban en los tímpanos. Jumonji encontraba excesiva toda esa energía infantil, por lo que se hundió en el banco y se quedó un buen rato inmóvil.
La historia que acababa de escuchar lo había conmocionado. No se trataba solamente de la sorpresa que suponía constatar que sus sospechas eran ciertas, sino también del shock de descubrir que Masako Katori se encontraba implicada en el asunto. Incluso él mismo, pese a su violento pasado, hubiera evitado el trabajo de deshacerse de un cadáver, y no digamos de descuartizarlo. Admiraba la valentía de Masako. ¿Quién hubiera imaginado que una mujer como ella tendría las agallas suficientes para hacer algo así?
—Guau, qué fuerte... —murmuró para sí.
Entonces notó el calor de la llama del cigarrillo, a punto de consumirse, en la punta de los dedos. Fue como una señal de lo que empezaba a arder en su interior: quería unirse a ella y hacer algo malo, algo fuerte. Y ganar dinero con ello. Nunca le había gustado trabajar en equipo, pero con Masako sería diferente. Porque se podía confiar en ella.
Recordaba haberla visto años atrás en una cafetería cerca de la caja de crédito donde trabajaba. El local estaba abarrotado. La mayoría de clientes eran empleados del banco, que habían ocupado las mesas sin tener en cuenta si se sentaban con alguien a quien conocían; Masako estaba sola, sentada a una mesa para cuatro, cerca de la ventana. En aquel momento le extrañó que nadie hubiera compartido asiento con ella, pero después se enteró de que sus compañeros le hacían el vacío.
Ella no parecía molesta: se limitaba a beberse el café tranquilamente y a leer el periódico de información económica que había desplegado encima de la mesa, como si de un hombre se tratara. Sus compañeros, apretujados en las mesas circundantes, tenían un aspecto ridículo.
Jumonji soltó una carcajada y aplaudió un par de veces. Los niños pararon de jugar y lo miraron extrañados, pero él no les hizo el menor caso. A pesar de que nunca se había sentido atraído por una mujer madura, intuía que en cuestión de negocios podría confiar más en ella que en cualquier hombre. Quizá pensara eso porque la había conocido de joven.
Sacó el móvil y la agenda de un bolsillo y marcó un número telefónico. Le respondieron de inmediato.
—Oficina central de Tayosumi, ¿dígame?
—Soy Akira Jumonji. ¿Podría hablar con el señor Soga?
El joven le pidió que esperara un momento y empezó a sonar Lover's Concerto, que no casaba en absoluto con una oficina de yakuzas.
—¿Akira? Cuando me han dicho que tenía una llamada de un tal Jumonji no sabía quién coño era —dijo Soga en un tono neutro. Sin embargo, Jumonji sabía que bromeaba—. Di que eres Yamada, hombre.
—Te di mi tarjeta, ¿no?
—Sí, pero no es lo mismo verlo escrito que oírlo.
Pese a su aspecto, a veces Soga hacía comentarios supuestamente cultos.
—Me gustaría hablarte de un asunto. ¿Podemos vernos un día de éstos?
—¿Un día de éstos? ¿Por qué no hoy mismo? Vayamos a tomar algo. ¿Te va bien en Ueno
6
?
Jumonji echó un vistazo a su reloj y aceptó. Sabía que corría un riesgo, pero ya había perdido cerca de cuatrocientos cincuenta mil yenes por la información. Era mejor dar el paso siguiente cuanto antes.
Habían quedado en un viejo bar de Ueno. Cuando Jumonji llegó al edificio, de una sola planta y con la fachada cubierta de hiedra, encontró a los dos hombres que había visto en el restaurante de Musashi Murayama junto a la puerta. El más joven, teñido de rubio y que parecía más duro de entendederas, lo saludó.
—Hola.
Eran los guardaespaldas de Soga, a quien siempre le había gustado ser el jefe, incluso cuando pertenecía a la banda de moteros. Aun así, no se trataba del típico engreído inofensivo. Jumonji abrió la puerta con cautela.
Soga, con un cigarrillo en la mano, le hizo un gesto desde una mesa situada al fondo. El bar estaba en penumbra y decorado con unos paneles de madera que olían a cera. Detrás de la barra había un hombre talludito con pajarita y cara de póquer que preparaba un cóctel. Soga estaba solo, sentado con las piernas abiertas en una mullida silla de terciopelo verde.