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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Fue una suerte encontrarte el otro día —dijo Jumonji a modo de saludo—. Siento tener que molestarte tan pronto.

—No pasa nada —repuso Soga—. De todos modos, quería llamarte para ir a tomar algo. ¿Qué quieres?

—Una cerveza.

—Este bar es famoso por sus cócteles. El barman está esperando. Pídele algo.

—Bueno... pues un gintonic —dijo farfullando la primera bebida que se le ocurrió. Entonces observó a Soga, quien vestía un traje de verano verde pálido y una camisa negra sin cuello—. Vas muy elegante.

—¿Con esto? —dijo Soga sonriendo y abriéndose la americana para mostrarle la marca—. Es italiana, pero de una marca poco conocida. Es guapa, ¿verdad? A los viejos les gusta Hermés y todas esas cosas, pero lo elegante de verdad es esto.

—Te favorece.

—Pues tu camisa hawaiana no está nada mal —dijo Soga satisfecho—. ¿Es una pieza única?

—No, la compré en una tienda del barrio que estaba en liquidación. —Con tu cara bonita, puedes ponerte lo que quieras y seguir ligando—bromeó Soga.

—Ni que lo digas... —dijo Jumonji, siguiéndole la corriente y aplazando lo que realmente le importaba.

Soga cambió de tema.

—Por cierto, Akira, ¿has leído
Love and Pop, de Ryü Murakami
?

—No —respondió Jumonji negando con la cabeza, sin saber muy bien adonde quería ir a parar con esa pregunta—. ¿De qué va? No suelo leer ese tipo de libros.

—Pues deberías —le recomendó Soga mientras se sacaba el cigarrillo de los labios y daba un sorbo a su cóctel, con varias capas de tonos rosa—. Le pirran las mujeres.

—No creo que lo entienda.

—Seguro que sí. Le interesan las jovencitas.

—¿Habla de eso?

—De eso habla —confirmó Soga tocándose suavemente los labios con un dedo.

—Pues igual le echo un vistazo. A mí también me interesan las jovencitas.

—Imbécil. No le interesan como a ti. Es como si se pusiera en su lugar, como si adoptara su punto de vista.

—Parece interesante... —comentó Jumonji bajando la vista, sin salir de su asombro por el rumbo que había tomado la conversación.

Había olvidado que Soga era un gran lector.

Su gintonic llegó a la mesa como un barco de salvamento. Dejó la rodaja de limón en el posavasos, echó la cabeza hacia atrás y bebió un buen trago.

—Pues claro que lo es —dijo Soga—. Yo no leo cualquier porquería.

—Ya.

—De hecho, juzgo las novelas en función de si tienen o no alguna relación con mi trabajo.

—¿Y ésta? —preguntó Jumonji después de terminarse el gintonic en un abrir y cerrar de ojos.

—Aprueba con nota. Tiene mucho que ver con nuestro trabajo.

—¿En qué sentido?

—Tanto Murakami como sus chicas odian a los vejetes. Y, de alguna manera, nuestro trabajo es lo mismo: nace del odio hacia los vejetes que tienen el poder en nuestro país. Son unas inadaptadas, igual que nosotros.

—Ya —dijo Jumonji.

—Todos somos unos inadaptados —repitió Soga casi chillando—. Al salir de la escuela en Adachi entramos directamente en la banda de moteros. ¿Qué somos si no? Ahora tú te dedicas a prestar dinero y yo soy yakuza. No somos trigo limpio. Y todo es culpa de esos tipos que gobiernan y lo mandan todo a la mierda. Pero el resto somos todos iguales: tú, yo, Ryü Murakami y sus chicas... Somos los mejores. ¿Lo entiendes?

Jumonji se quedó mirando la cara cada vez más pálida de Soga en la penumbra del local. Al suponer que tendría que quedarse ahí sentado soportando la inagotable cháchara de Soga, empezó a dudar de proponerle el plan que le había llevado a citarse con él. Incluso se preguntó si el plan en sí tenía alguna posibilidad de fructificar o sólo era una idea descabellada.

—Por cierto, Akira, ¿de qué querías hablarme? —le preguntó Soga de repente, como si hubiera captado las dudas de Jumonji.

Ya no había marcha atrás.

—De hecho, es un tema un poco raro —dijo Jumonji a regañadientes.

—¿Hay dinero en juego?

—Tal vez. Si sale bien. Pero tengo mis dudas.

—Habla claro. No se lo contaré a nadie.

Soga se metió una mano por debajo de la camisa y empezó a rascarse el pecho: era su tic cuando se hablaba de algo serio. Jumonji decidió seguir adelante.

—Me gustaría deshacerme de un cadáver.

—¿Qué? —exclamó Soga.

El barman estaba concentrado cortando finas rodajas de limón como si su vida dependiera de ello. En el silencio que siguió a la exclamación de Soga, Jumonji se dio cuenta de que en el bar sonaba suavemente una vieja canción de rythm & blues. Estaba demasiado nervioso para oírla, pensó mientras se enjugaba el sudor que le cubría la frente.

—Bueno, quiero decir que si alguien necesita deshacerse de un cadáver, no me importaría echar una mano.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Y cómo lo harías? —quiso saber Soga, con los ojos brillantes—. ¿Tienes un método para no dejar ni rastro?

—Lo he ideado yo —respondió Jumonji—. Si lo entierras o lo tiras al mar, te expones a que lo encuentren. Por eso lo mejor es descuartizarlo y tirarlo a la basura.

—Del dicho al hecho... Has oído lo que pasó en el parque de Koganei, ¿verdad?

Soga hablaba ahora en un tono de voz más bajo. Había abandonado el aspecto juvenil que había mostrado antes al hablar de ropa y novelas. Su rostro enjuto tenía una expresión más seria.

—Claro —dijo Jumonji.

—Consiguieron descuartizarlo, pero la cagaron en el momento de deshacerse de él. Además, ¿tú sabes lo difícil que es descuartizar un cuerpo? No tienes ni idea, ¿verdad? Para cortar un dedo se necesita Dios y ayuda.

—Ya lo sé. Pero si lo conseguimos, he pensado en una manera de deshacerme de él sin dejar rastro.

—¿Cómo? —se interesó Soga inclinándose hacia delante y olvidando su cóctel.

—Yo soy de Fukuoka. Cerca del pueblo hay un vertedero de grandes dimensiones. Es el lugar ideal. Hay una incineradora enorme que destruye todo lo que llega hasta allí. Y lo mejor es que cualquiera que se haya olvidado de tirar la basura, puede acercarse al vertedero y arrojar allí lo que quiera. Si lleváramos el cadáver hasta ahí, podríamos deshacernos de él sin dejar rastro.

—¿Y cómo lo llevarías hasta Fukuoka?

—Cortándolo a trozos pequeños y enviándolos por mensajero. Desde que murió mi padre, mi madre vive sola. Podría ir hasta ahí, recibir el envío y llevarlo al vertedero.

—Mmm... —murmuró Soga—. Me parece un poco complicado.

—Lo complicado es descuartizar el cadáver, pero ya lo tengo solucionado.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo a una persona de confianza para hacerlo.

—¿Un amigo?

—Sí... Una mujer.

—¿Tu novia?

—No, pero es alguien en quien se puede confiar —dijo Jumonji intentando sonar convincente.

El interés de Soga había ido en aumento, tal vez consciente de que se trataba de una buena propuesta.

—Puede haber alguna posibilidad —dijo sacándose la mano de dentro de la camisa y cogiendo su vaso—. Hay tipos que se dedican a hacer ese trabajo, pero son muy caros. Ahora, la gente quiere estar segura de que no deja estas cosas en manos de aficionados —añadió mirando hacia fuera.

—¿Sabes cuánto suelen pedir?

—Depende. Pero es un trabajo muy sucio, de modo que piden un buen pellizco. ¿Por cuánto estarías dispuesto a hacerlo tú?

—Por un buen pellizco.

—No me vengas con demasiadas exigencias —le advirtió Soga mirándolo fijamente.

—Nueve millones.

—Tienes que superar a la competencia. Ocho.

—Bueno, vale.

—Y si te encuentro al cliente, me quedo con la mitad.

—¿No es demasiado? —dijo Jumonji frunciendo el ceño.

—Quizá sí —admitió Soga con una sonrisa—. ¿Tres millones?

—Hecho.

Soga asintió satisfecho. Jumonji calculó mentalmente: de los cinco millones restantes, tres serían para él y dos para Masako. Se olvidaría de Kuniko por ser demasiado peligrosa y dejaría el trabajo en manos de Masako y Yoshie. Masako ya se ocuparía de decidir cómo dividir los dos millones con su compañera.

—Muy bien —dijo Soga—. De vez en cuando me llega alguna propuesta de ese tipo. Cuando sepa algo, me pongo en contacto contigo. Pero prométeme que cumplirás tu parte: si la lías, estoy perdido.

—Si no lo pruebas es imposible saberlo, pero creo que va a funcionar.

—Por cierto, Akira: ¿no estarás implicado en el asunto de Koganei?

—No, no —le aseguró Jumonji negando con la cabeza.

De momento había plantado la semilla. Ahora sólo le quedaba convencer a Masako.

Capítulo 3

Lonchas de jamón rosado. Filetes de ternera rojos con nervios blanquecinos. Lomo de cerdo de un rosa pálido. Carne picada con pequeños grumos rojizos, rosas y blancos. Mollejas de pollo marrones recubiertas de una grasa amarillenta.

Masako avanzaba empujando su carrito por la sección de carnicería, absorta en sus pensamientos. Le resultaba imposible decidirse por algo, e incluso se preguntaba qué demonios hacía allí. Se paró en seco y se quedó mirando la cesta de plástico azul colocada encima del carrito: por supuesto, estaba vacía. Había acudido al supermercado con la intención de comprar algo para la cena pero, como solía pasarle últimamente, pensar un menú y prepararlo le suponía un esfuerzo excesivo.

El hecho de preparar la cena cada día era como una prueba de que su familia seguía existiendo. Si algún día decidiera dejar de cocinar, seguramente Yoshiki no se enfadaría pero sí le preguntaría por qué lo hacía, y como ella sería incapaz de darle ninguna razón convincente, él acabaría pensando que era una perezosa. En cuanto a Nobuki, no había vuelto a abrir la boca desde su súbita intervención ante el policía, y cenar era cuanto hacía en casa.

Ambos seguían sus propios horarios sin consultarle nunca nada, pero a la hora de la cena eran sorprendentemente regulares, como si se tratara de un acto de fe. Estimaba esta ingenua confianza que ambos mostraban hacia ella poco menos que curiosa. Si estuviera sola comería cualquier cosa, pero como era consciente de que su marido y su hijo dependían de ella, tenía la costumbre de preocuparse por sus gustos y de preparar platos que fueran de su agrado. Sin embargo, ninguno de los dos parecía apreciar su esfuerzo. Hacía tiempo que los lazos que los habían unido habían desaparecido y lo único que quedaba era su papel de cocinera. A Masako le parecía una tarea tan inútil como intentar llenar una vasija agujereada. ¿Cuánta agua había echado ya a perder? Todo lo que hasta entonces había considerado normal empezaba a carecer de sentido.

Los frigoríficos que contenían la carne desprendían un vapor blanco semejante a un gas tóxico. Ahí siempre hacía frío. Se frotó los brazos, pues tenía la piel de gallina, y cogió un paquete de filetes de ternera, pero la carne le recordó a la de Kenji y volvió a dejarlo en su sitio. Al darse cuenta de que todo lo que la rodeaba le hacía pensar en él (los nervios, los huesos, la grasa), le entraron ganas de vomitar. Nunca se había sentido así. Extrañamente, su cuerpo se relajó. Decepcionada, decidió que esa noche no prepararía la cena. Iría al trabajo sin cenar, y su estómago vacío sería el castigo que se impondría, aun cuando no sabía por qué tenía que castigarse.

El aire cálido y estancado que predecía la llegada de un tifón era opresivo. Un tifón de gran magnitud. El verano había llegado a su fin. Masako alzó los ojos hacia el cielo y escuchó el leve rugido del viento en el cielo.

Al llegar a su Corolla, vio una bicicleta que le era familiar que se le acercaba atravesando el parking.

—Maestra —dijo a modo de saludo.

—¿No has comprado nada? —le preguntó Yoshie mientras dejaba su bicicleta al lado del coche y miraba la bolsa vacía de Masako.

—Me he rendido.

—¿Por qué?

—Porque no tengo ganas de meterme en la cocina.

—¿Si no haces la cena no pasa nada? —preguntó Yoshie.

Masako advirtió que últimamente le habían salido muchas canas.

—No. Ya estoy cansada.

—Eres una mujer con suerte. Si yo hiciera eso, Issey y la abuela se morirían de hambre.

—¿Aún está contigo?

—Sí, y no sé dónde se ha metido su madre. La abuela no parece tener intención de morirse, y sólo me faltaba el niño, lloriqueando todo el día. No sé si podré soportarlo por mucho tiempo.

Sin saber qué decir, Masako se apoyó en el coche y miró hacia el cielo cuyo tono grisáceo anunciaba la llegada inminente del tifón. Mientras escuchaba la retahíla de lamentos de Yoshie, pensó que todos estaban en un túnel sin salida. Ya nada le importaba: sólo deseaba ser libre. Quería liberarse de todo y olvidar los vínculos que la mantenían atada a la realidad. Quien no pudiera salir de ese encierro estaría condenado a una vida de interminables penurias, igual que ella en esos momentos.

—El verano está terminando —dijo.

—Pero ¿qué dices? Ya estamos en septiembre. Hace días que terminó.

—Ya.

—¿Vas a trabajar esta noche? —le preguntó Yoshie, preocupada.

Masako la miró. Sus palabras le habían despertado las ganas de dejar la fábrica.

—Sí.

—Muy bien. Lo decía porque pareces ausente. Temía que quisieras dejarnos.

—¿Dejaros? ¿Qué quieres decir?

Mientras sacaba un cigarrillo del bolso, miró a Yoshie, quien se llevó las manos a la cabeza para evitar que una ráfaga de viento la despeinara.

—Kuniko me dijo que trabajabas en una caja de crédito. No estás hecha para la fábrica.

—¿Kuniko?

De pronto recordó que ya se había cumplido el día estipulado para que Kuniko hiciera efectivo el primer pago. ¿Cómo lo habría resuelto si no había cobrado? De hecho, sólo había un modo de que se hubiera enterado de cuál era su antiguo trabajo: Jumonji. Masako fue consciente de que la había dejado demasiado tiempo sola, aun sabiendo el peligro que eso entrañaba: bajo presión era capaz de hacer cualquier cosa.

—Iré —añadió por fin—. Y no pienso dejaros.

—Me alegro —repuso Yoshie con una sonrisa en los labios.

—Maestra —le dijo Masako—, ¿ahora ves las cosas diferentes?

—¿Diferentes? —preguntó Yoshie mirando a su alrededor, como si las estuvieran espiando.

—No me refiero a la policía. Me refiero a algo diferente en tu interior.

—Pues no —contestó Yoshie después de tomarse unos instantes y, poniendo cara de circunstancias, añadió—: será porque intento convencerme que sólo lo hice por ayudar.

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